—Vale. ¿Cómo te va?
—Estoy bien. Me mantengo ocupado.
Lottie sonrió y recordó todo lo que había tenido que soportar hacía dos años.
—¿Conocías a la difunta?
—No he visto el cuerpo, así que no podría jurarlo sobre la Biblia.
—Se llamaba Fiona Heffernan. Era enfermera. —Lottie habría jurado que el rostro de Joe palideció—. ¿La conocías?
—No puede ser Fiona. Es terrible. Me encontré con ella algunas veces durante mis rondas. —El padre Joe miró hacia el tejado, luego hacia el suelo, y sacudió la cabeza.
—¿Cada cuánto vienes a visitar a los enfermos?
—No muy a menudo. Creo que esta es la tercera o cuarta vez. Solo lo hago cuando el padre Curran me pide que lo sustituya. Deberías charlar con él. Vive en la casa parroquial junto a la iglesia, en el pueblo.
—Vale, gracias. —Lottie divisó a Kirby, que bajaba del coche—. Será mejor que entre y comience con la investigación. Hablamos pronto.
Joe sonrió; esa sonrisa que Lottie recordaba que le iluminaba los ojos.
—¿Lottie? —dijo el sacerdote mientras la cogía de la manga cuando ella se volvió para marcharse—. Puedes hablar conmigo en cualquier momento, sobre cualquier cosa. Ya lo sabes.
La inspectora asintió y se subió la capucha para esconder el rubor que le sonrosaba las mejillas. Tal vez debería hablar con él sobre el compromiso. O tal vez no. De todos modos, puesto que Boyd estaba divorciado, no se casaría por la iglesia. Para ella no habría vestido blanco, reflexionó mientras se alejaba.
El hotel Railway no era donde Steve O’Carroll había imaginado proseguir su carrera. Era como una espina del tamaño de una viga clavada en su angosto pecho. Su madre había soñado con que trabajara en un bufete, pero al final había quedado apenas en bufé. Había estudiado en King’s Inn, en Dublín, pero había suspendido los exámenes del último curso. No había sido culpa suya, de ninguna manera. Pero no podía explicar a nadie el verdadero motivo. Nadie habría creído que Steve O’Carroll había sufrido una crisis nerviosa. ¿Y ahora? Ahí estaba, dando órdenes a un imbécil tras la barra del hotel Railway en Ragmullin.
—¿Qué haces? Ya te lo he dicho: el vino blanco va a la nevera, no el tinto. ¿Por qué no me escuchas? ¿Cuánto llevas trabajando aquí?
—Dos semanas. —El barman tenía estrabismo, lo que hacía que pareciera que guiñaba el ojo constantemente. Steve ya había tenido bastante de guiños, gestos y codazos para toda su vida.
—¿Cómo te llamabas?
—Benny.
—Benny, ¿eres daltónico? Si no entiendes la diferencia entre el vino blanco y el tinto, este trabajo no es para ti. Date prisa. Tenemos un convite nupcial mañana, y todavía tienes otra caja que descargar y estanterías que reponer. Quiero un inventario completo en una hora, ¿entendido?
—Entendido.
Steve apoyó los codos en la barra y la cabeza en las manos. ¿Por qué la vida era tan cabrona? Por no mencionar a la auténtica cabrona. Pero no pensaría en ella. Ya tenía suficiente con el banquete del día siguiente. Era uno pequeño, pero sus estándares eran altos. Sabía que las valoraciones de cinco estrellas en TripAdvisor traerían más clientes. Y, quizá, de una vez por todas, le consiguieran su billete de salida de esa mierda de ciudad.
Bajó las manos y observó a Benny coger botellas de la caja para llenar el frigorífico. Era difícil encontrar a alguien con experiencia, y el currículum de Benny tenía buen aspecto. Tal vez debería haber comprobado las referencias antes de contratarlo.
Cuando se giró para asegurarse de que habían traído los manteles blancos de lino de la lavandería, vio a un garda y a un hombre alto entrar por la puerta. En su cabeza brillaban los copos de nieve, y llevaba el pelo tan corto que Steve se preguntó qué número de cuchilla debía de usar. Su propio pelo castaño estaba recogido en una pulcra coleta en la base de la nuca. Sentía que le añadía un aire de misterio. No era algo que uno esperara encontrar en la cabeza de un subgerente de hotel, aunque solo fuera el Railway.
Mientras el hombre se acercaba quitándose la chaqueta, Steve decidió que, si alguna vez se cortaba el pelo, se lo raparía por completo. Le gustaba el look. Simple y elegante.
Sonrió, enderezó los hombros y se sacudió las solapas, esperando que no se viera ningún copo de caspa.
—¿Puedo ayudarles, caballeros?
—Me gustaría hablar con Steve O’Carroll.
—Soy yo. —Señaló una mesita bajo la ventana con cuatro sillas alrededor—. Siéntense.
—Nos quedaremos de pie, si no le importa.
Al instante, Steve sintió que se le crispaban los nervios.
—¿En qué puedo ayudarles?
El hombre rapado consultó su teléfono y lo miró de nuevo.
—Usted estaba prometido con Cara Dunne, ¿es eso correcto?
—Así es. Gracias a Dios, ahora todo ha terminado.
—¿Por qué dice eso?
A Steve no le gustó su tono.
—¿Por qué están aquí? —preguntó con cautela.
—Lamento informarle que esta mañana se ha encontrado el cuerpo de Cara Dunne en su apartamento.
—¿Cara? ¿Muerta? —Steve se mordió el labio. Quería sentarse, pero permaneció de pie—. ¿Me toma el pelo?
—No tengo la costumbre de gastar bromas a gente que no conozco.
—Pero… No lo comprendo. ¿Está muerta? ¿Cómo? ¿Qué ha ocurrido?
—En este momento no puedo darle esa información, pero me gustaría hacerle algunas preguntas. Tal vez sí debamos sentarnos.
* * *
Mientras iba hacia la mesa que había bajo la ventana, McKeown mantuvo la mirada fija en Steve O’Carroll. Este, a su vez, mantuvo la barbilla alzada con un deje de arrogancia. Llevaba el pelo resplandeciente recogido en una coleta y movía su enjuta figura con soltura. Su aspecto era un poco extraño con el traje negro, la camisa blanca y la corbata azul. Había otra cosa que McKeown había notado. Desde que le habían dado la noticia de que Cara Dunne había fallecido, O’Carroll no había mostrado prácticamente ninguna emoción. Esto requeriría cierta habilidad, y McKeown estaba seguro de que era el hombre adecuado para la tarea.
Arrojó la chaqueta mojada sobre el respaldo de la silla, luego tomó aire y lo soltó por la nariz. Había tenido que esperar hasta la hora del almuerzo en la escuela para hablar con los profesores, y solo dos o tres recordaban el nombre del exprometido de Cara Dunne. Eso no favorecía a Steve O’Carroll, o tal vez simplemente había sido la conmoción.
—¿Puede decirme dónde estuvo esta mañana, digamos desde las siete hasta las diez?
—Espere un momento. Acaba de decirme que Cara está muerta. No me ha dicho cómo ni cuándo, y ahora me pregunta que dónde he estado.
—Señor O’Carroll, Steve. —McKeown se sentó, estiró sus largas piernas hacia el lateral y colocó las manos sobre la mesa—. Dígame qué ha hecho esta mañana.
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