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Glenn Cooper: El libro de las almas

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Glenn Cooper El libro de las almas

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La nueva novela del autor de La biblioteca de los muertos plantea un nuevo y aún más estremecedor reto: Encontrar un libro que revela el destino último de la humanidad. ¿Qué harías si conocieras la fecha del fin del mundo? Cuando un hombre a las puertas de la muerte encarga a Will Piper la búsqueda de un libro, el ex agente del FBI no lo duda un instante. Un libro antiguo en el que va a descubrir un secreto estremecedor: una misteriosa epístola escrita por Félix, el último superior de la abadía de Vectis, deja constancia de los extraños acontecimientos relacionados con la biblioteca de los muertos y revela la naturaleza de la última fecha registrada: el 9 de febrero de 2027…el fin de la humanidad. Will deberá enfrentarse, entonces, a un dilema moral de difícil solución: revelar a la humanidad una verdad aterradora o callar para siempre.

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Glenn Cooper


El libro de las almas

Título original: Book of Souls

© 2010, Glenn Cooper

Prólogo

Después de treinta años largos en el negocio de los libros raros, Toby Parfitt se había dado cuenta de que los únicos momentos en que lo embargaba la emoción era cuando metía delicadamente las manos en una de las cajas recién llegadas de la zona de carga.

La sala de admisión y catalogación de la casa de subastas Pierce & Whyte estaba en un sótano, totalmente aislada del tráfico ensordecedor de Kensington High Street, en Londres. A Toby le complacía el silencio de aquel antiguo y confortable taller, con sus mesas de roble pulidas, los flexos regulables y los taburetes acolchados. No se oía más que el agradable crujido de las tiras de papel de embalar que él sacaba a puñados y tiraba a la papelera, hasta que, de forma desconcertante, una respiración asmática acompañada de un resuello ahogado lo interrumpieron.

Al alzar la mirada, vio el rostro salpicado de manchas de Peter Nieve. Lo saludó de mala gana con un leve movimiento de cabeza. Por desgracia, el placer del descubrimiento se había ido al garete. Toby no podía decirle al joven que se largara, ¿o sí?

– Me han dicho que ha llegado el lote de Cantwell Hall -dijo Nieve.

– Así es. Acabo de abrir la primera caja.

– Espero que hayan llegado las catorce.

– ¿Por qué no las cuentas para cerciorarte?

– Eso mismo voy a hacer, Toby.

La informalidad lo sacaba de quicio. «Toby.» Nada de «señor Parfitt». Ni de «señor». Ni siquiera «Alistair». Toby, el nombre que empleaban sus amigos. No cabía duda de que los tiempos habían cambiado -a peor-, pero él no tenía fuerzas suficientes para luchar contra la corriente. Si un empleado que llevaba menos de dos años allí se sentía con derecho a llamar «Toby» al director del Departamento de Libros Antiguos, él lo soportaría estoicamente. Costaba encontrar a personas preparadas, y el joven Nieve, que se había licenciado en un sólido segundo lugar de su promoción por la facultad de Historia del Arte de Manchester, era lo mejor que se podía conseguir por veinte mil libras en los tiempos que corrían. Al menos el joven se ponía todos los días una camisa limpia y una corbata para ir al trabajo, aunque llevaba unos cuellos demasiado generosos para su esmirriado pescuezo, con lo que parecía que su cabeza estuviera unida a su torso con un palo.

Toby apretó la mandíbula mientras lo oía contar en voz alta, de forma pausada e infantil, hasta catorce.

– Están todas.

– Cuánto me alegro.

– Martin dijo que la mercancía te iba a gustar.

Toby ya casi nunca realizaba visitas a domicilio. Eso se lo dejaba a Martin Stein, el subdirector de su departamento. Lo cierto era que odiaba el campo y no salía de la ciudad a menos que lo llevaran a rastras, pataleando y gritando. En ocasiones, algún cliente poseía auténticas joyas y Pierce &Whyte intentaba engatusarlo para arrebatárselo a Christie's o a Sotheby's. «Descuida -le había dicho Toby a su director ejecutivo para tranquilizarlo-, si me llega el rumor de que por ahí, en provincias, alguien tiene un segundo infolio de Shakespeare o un buen ejemplar de Brontë o de Walter Raleigh, me abalanzaré sobre él a la velocidad de la luz, aunque esté en Shropshire.» Por lo que le habían dado a entender, el tesoro de Cantwell contenía piezas entre aceptables y mediocres, pero Stein le había asegurado que quedaría encantado con la variedad del material.

Lord Cantwell era uno de sus clientes típicos; un anacronismo andante que luchaba por conservar su ruinosa residencia de campo vendiendo periódicamente algunos muebles, cuadros, libros y cuberterías para mantener a raya al fisco y evitar que su fortuna se esfumase. El viejo mandaba sus piezas más valiosas a una de las casas de subastas principales, pero la reputación de Pierce & Whyte en el terreno de los libros, los mapas y los autógrafos suponía una ventaja para hacerse con esa tajada del pastel de Cantwell.

Toby se llevó la mano al bolsillo interior de su americana entallada Chester Barrie y extrajo unos guantes blancos de algodón fino. Décadas atrás, su jefe lo había enviado a su sastre de Savile Row y, desde entonces, Toby vestía los trajes de los mejores materiales que se podía permitir. El atuendo era importante, y el cuidado personal también. Siempre llevaba el hirsuto bigote pulcramente arreglado, y sus visitas al barbero todos los martes a la hora del almuerzo mantenían el corte de su cabello entrecano perfecto.

Se puso los guantes con ademán de cirujano y se inclinó sobre el primer volumen que tenía a la vista.

– Bien. Veamos qué tenemos aquí.

Los lomos de la fila superior conformaban una serie. Toby sacó el primer libro.

– ¡Ah! Los seis volúmenes de la Historia de la conquista normanda de Inglaterra de Freeman, escrita entre 1877 y 1879, si mal no recuerdo. -Levantó la tapa encuadernada en tela y abrió el libro por la portada-. ¡Fantástico! Primera edición. ¿Y el resto de la obra?

– Todos son primeras ediciones, Toby.

– Bien, bien. Deberían tener un precio de salida entre seiscientas y ochocientas libras. No es raro que los volúmenes sean de ediciones distintas, ¿sabes?

Colocó los seis libros con cuidado uno al lado del otro y valoró su estado antes de devolverlos a la caja.

– Aquí hay algo un poco más antiguo. -Era una vieja Vulgata, publicada en Amberes en 1653, encuadernada en una suntuosa y gastada piel de becerro, con nervios dorados en el lomo-. Bonita pieza -murmuró con arrobo-. Calculo que ofrecerán entre cincuenta y doscientas por ella.

Se mostró menos entusiasta respecto a los siguientes volúmenes, ediciones más recientes y algo maltrechas de Ruskin y Fielding; en cambio se emocionó bastante con el Diario de un viaje por una parte de la cordillera nevada de las montañas Himalaya y a las fuentes de los ríos Yamuna y Ganges, de Fraser, del año 1820, una primera edición inmaculada.

– ¡Hacía años que no veía uno de estos en tan buen estado! ¡Qué maravilla! Valdrá tres mil, como mínimo. Esto me levanta la moral. Dime, ¿por casualidad no figura algún incunable en la colección? -Por la expresión de perplejidad del joven, Toby supo que le estaba pidiendo peras al olmo-. Incunables. Libros impresos en Europa antes de 1501. ¿Te suena?

El joven, visiblemente afectado por la irritabilidad de Toby, se sonrojó avergonzado.

– Ah, ya. Lo siento. No hay ningún incunable. Sí que había algo que parecía antiguo, pero estaba escrito a mano. -Apuntó con el dedo al interior de la caja, servicial-. Ahí está. A su nieta no le hacía demasiada gracia deshacerse de él.

– ¿La nieta de quién?

– De lord Cantwell. Tenía un cuerpazo…

– No tenemos por costumbre hacer comentarios sobre los cuerpos de nuestros clientes -lo reprendió Toby con severidad mientras extendía el brazo hacia el grueso lomo del libro.

Era sorprendentemente pesado; tuvo que utilizar las dos manos para sacarlo con cuidado y depositarlo sobre la mesa.

Incluso antes de abrirlo, notó que se le aceleraba el pulso y que se le secaba la boca. Algo en ese libro grande y compacto ponía en alerta sus instintos. La encuadernación era de piel de becerro vieja, suave y moteada, del color del cacao con leche. Despedía un ligero olor afrutado a moho viejo y humedad. Sus dimensiones eran colosales: cuarenta y cinco centímetros de largo, treinta de ancho y por lo menos doce centímetros de grosor; un par de millares de páginas, sin duda. En cuanto al peso, Toby se imaginó levantando un paquete de azúcar de dos kilos. El volumen pesaba mucho más. No tenía marcas más que en el lomo, unos números grandes grabados a mano en la piel con incisiones profundas: «1527».

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