—A nosotros solo nos contó que tenía noticias tuyas. Por lo menos eso le entendí.
—Se comprometió a avisarme cuándo podía venir. Yo le di los datos para que me ubicara y me dejó esperando el aviso. Tuve que quedarme en ese monte queriendo estar acá. Por eso no cargo remordimientos. Pero me atormenté mucho imaginando cómo había sido todo, pensando en Tica en el hospital quemada, con Iris. Imaginando a papá y a mamá en el apartamento en medio del incendio, a Luciano y su perrita muertos. Fue terrible. Unos días muy difíciles. Sabía que Tica estaba sentida conmigo por no haberle contado que me iría y haberla sometido a meses y meses sin saber dónde estaba, si estaba vivo o muerto. Nosotros nos confiábamos todo. Pero la dejé con la incertidumbre. Por eso le he venido facilitando las cosas. Me he encargado de mamá para que no la joda tanto y pueda hacer su vida. ¿Entiendes?
—Claro, claro, entiendo… Ya que lo mencionas, no entiendo la obsesión de mamá con Tica. Preocupada por su futuro a estas alturas cuando la olvidó en Campoalegre. ¿Te acuerdas cómo le rogábamos que mandara por la niña? Nosotros vamos por ella, le dije un día. Pero no hizo caso.
—No ha querido leer la historia que escribió. Pero le mandó una carta. Yo le ayudé a enviarla por el correo electrónico. –Julián estira las piernas, se mira los zapatos y se levanta del puesto del lustrabotas–. Ha rendido el día.
—Aún nos quedan cosas por hacer. –José Luis también abandona el asiento.
—Aquí dice que eso sigue militarizado allá. –Julián lee mientras camina–. Se creó un comando, un puesto de Policía. Oí los nombrecitos que los generales les ponen a sus batallas: Invierno, Verano, Lejanías, Ébano, Gorrión, Futuro, Coronel, Fortuna, Hoguera, Urano, Cóndor. Mira estos gráficos, son los últimos reportes de las operaciones en la comuna.
Los gráficos sintetizan las diez intervenciones del Ejército, seis de ellas en el barrio de Margó, el más perjudicado. En febrero, en abril, en mayo, en junio, en agosto, en octubre, en noviembre. Dice que la de mayo, sangrienta, costó la destitución a su comandante ya que para entonces se reportaban quinientos muertos en total, y que la que acaba de pasar ha sido la peor porque mil uniformados de todas las fuerzas, apoyados con mercenarios de las autodefensas, embistieron seis barrios, ocasionaron un fuego cruzado que mató un número incierto de habitantes e hirió a cientos, y como solo pudieron dar de baja a cinco guerrilleros, y en cambio perdieron a seis tenientes, apresaron doscientos civiles, todos sospechosos, según dicen. Las cifras están en el periódico. Cifras rotundas, para evaluar la magnitud de los hechos, convencerse de su gravedad, aproximarse a la realidad de un barrio que José Luis habitó y ha tenido a miles de kilómetros de distancia por décadas. Los desplazados de la violencia rural que emigraron hace más de medio siglo a la urbe ahora tienen que pasarse de un barrio a otro dentro de la misma ciudad. De esa manera esquivan las ráfagas de las armas de largo alcance de los diversos bandos, la lluvia de proyectiles de los helicópteros artillados, la llegada de la guerra ancestral del campo a la cabecera de una ciudad de renombre. Es un desplazamiento intraurbano, dicen los académicos que categorizan y nombran a su manera los fenómenos sociales. Y el mismo ocurre a pocos minutos de donde ellos se encuentran. Mientras caminan hacia la parada principal del metro comentan los sucesos.
—Los escuadrones de soldados y de policías se metieron en secreto. A los tres meses tuvieron que reconocer que estaban ahí, cuando fue atacado el vehículo donde el alcalde iba a inspeccionar la zona porque los asesores dizque le recomendaron dar la cara a los millones de ciudadanos bajo su responsabilidad. Bobos. No se han dado cuenta de que así sean Gobierno, ese es un mundo aparte, justamente porque está atrapado en el desgobierno.
A la entrada de la estación, Julián arroja el periódico en una papelera. Ya es basura, aunque no ha sido basura lo leído. Los dos pasan los torniquetes con la tarjeta de Julián. Sin afanarse, alcanzan el tren que sale y a esa hora tiene asientos vacíos.
—Claro que si el Gobierno tomó el control habrá menos peligro.
Al oír a su hermano, Julián, que es más joven, lo mira como un padre que se conmueve ante la inocencia del hijo.
—Hombre, cómo se nota que no vives aquí.
—Lo que recuerdo de ese barrio y sus alrededores es que todos los días la gente salía a trabajar cuando apenas estaba amaneciendo. Como mi papá, como mi madrina. Ella no tenía obligación pero estaba esclavizada con sus obras de caridad. Me decía “es que con tanto necesitado al lado cómo se queda uno tranquilo”. Llegaba agotada, a veces llorando y sin ganas de comer por las historias que se encontraba. Un día, al verla así, le cuestioné su aventura. Entonces me llevó con ella, que para ayudarle, y me hizo cambiar de idea.
—Tanto altruismo y abnegación y de nada le sirvió. Es que uno se equivoca en la vida. Mejor dicho, se la juega y a veces pierde. Yo empecé a dudar cuando vi que por hacer el bien se hacía el mal. No te imaginas cómo se abusaba de los campesinos. Eran los que pagaban pues quedaban en la mitad de guerrilleros y Ejército. Y la guerrilla les hacía daño, así fuera sin intención. Por eso me decepcioné… Claro, también me dio rabia la manera como me abandonaron cuando me quebré el pie. Tú sabes esa historia.
—A medias. Por boca de otros. Creo que nunca te la oí.
—Creí que te la había contado… Tuvimos que salir corriendo. Me tiré por un despeñadero, como de diez metros, que iba a dar a un charco. Fue tremenda la sensación de caer en esa agua cristalina. Más intensa que el susto de la persecución y el rumor del helicóptero del Ejército que sobrevolaba el campamento. Solo después me di cuenta de que un pie dio contra una roca adentro. No sentí dolor. Me acordé de la finca y de cuando Iris nos enseñaba a saltar desde la piedra alta en La Hundida… ¿A vos también te enseñó?
—Claro, hacía lo mismo con todos. Primero nos advertía que no le contáramos a mamá. Por eso creíamos que éramos los únicos.
—El agua me salvó, haberme tirado al charco. El dolor en el pie vino después, cuando salí y empecé a correr. Como a los veinte metros me cogió un dolor tenaz. Me metí en un matorral y me quité el zapato. Cuando volví a ponérmelo no me servía, ya el pie estaba hinchado. Un compañero que fue capaz de tirarse al agua conmigo llegó y me sirvió de muleta. El comandante solo me dijo: “Como usted es de familia de plata, que ellos le paguen los gastos porque nosotros no podemos, váyase a que lo cuiden allá”. Me sentí traicionado. Pero me dieron la posibilidad de no volver. De alguna manera me habían echado. Me facilitaron las cosas porque yo ya tenía la sensación de estar metido en algo que no iba por el camino que había imaginado. Pero era solo una sensación. No sabía cómo explicar lo que me pasaba y así no podía hablar con los comandantes. Con ellos había que tener razones de peso, argumentos, y no los tenía. Era como si ellos fueran por una ruta y yo por otra. Fue difícil reconocerlo, implicaba aceptar la derrota, después de haber apostado todo. Dejé empezada la universidad, abandoné la familia, una novia…, ¿te acuerdas de Lina?…, y todo para nada. Para sentirme vigilado todo el tiempo, sin un peso en el bolsillo y sin saber cómo salir vivo. Estuve a punto de desertar. Y me pasó el accidente. Me costó este pie que me hace cojear a veces, pero no la vida. Siquiera, porque al poco tiempo el comandante del frente nuestro tuvo que entregarse a las autodefensas. Lo tuvieron preso varios meses dudando si lo mataban o no, y al final no se la perdonaron.
—Hasta ahí llegó tu lucha revolucionaria.
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