Lucía Victoria Torres - Tus grandes ojos oscuros

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En esta novela se retoma el universo creado en Rojo como tu pelo, y de nuevo personajes de la familia Sánchez Ruiz enfrentan grandes desafíos. En esta ocasión, Margó, una mujer decidida que buscó tener el control de su existencia, desde muy temprano descubre que una parte siempre estará por fuera de su alcance. Entonces decide adaptarse y aceptar los caminos que las circunstancias le indican: tal vez residir en el extranjero, tal vez una vida matrimonial, y cuando cree que lo ha conseguido, que es dueña de su destino, la violencia que las bandas criminales instauran en su barrio, por su afán de poder y por su enfrentamiento con el Estado, viene a arrebatárselo y a trastornar no solo su cotidianidad sino también el sentido que decidió darle a su vida.

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—Ahí junto a la vidriera, sí.

—¿Tapando la salida al patio?

—Ya lo calculé y da justo.

—¿Y en el patio qué? ¿Vas a poner matas?

—Todavía no sé.

—Pon una mesita con un par de sillas plásticas. Tomar el sol es muy necesario. Respirar aire.

—¡En esta ciudad tan contaminada!, cómo se te ocurre, ¿no ves que esto está en pleno centro?

—Como sea, pero el encierro del todo es más perjudicial. Estás acostumbrada a casa con patio, terraza y balcón… Para que no extrañes mucho, eh.

Las dos mujeres caen en un vacío de palabras que aunque corto se siente pesado. Margó mira las baldosas de granito blanco y sin levantar la vista dice con la voz mermada:

—Siempre extrañaré todo, especialmente esto que me está pasando, creo que nunca voy a entenderlo, la vida nunca es lo que uno se imagina y al final como que nada vale la pena.

—Mejor no pensemos. –Elvira se levanta y da una vuelta por el cuarto–. A ver, entonces el escritorio, aquí, y la silla giratoria… no cabe…, ¿qué harás con ella?

—Ni sé.

—Consíguete una más pequeña, sin brazos. Como la de Violeta.

—La de Ken es mejor y le valió mucho, mira que la hizo tapizar en puro cuero, él no era de lujos pero se descrestó con el comino crespo, esa silla y el escritorio son unos muebles finos que vale la pena conservar por el valor sentimental además.

En esa silla giratoria con su escritorio Margó y Kenneth se sentaron horas a apuntar lo entregado por las parroquias. A dejar consignada meticulosa, honradamente, cada cosa que conseguían para los necesitados. A echar cuentas. A pensarle a la repartición de las limosnas entre tanto pobre. Años de tardes y noches registrando cada mercado y cada atado de ropa, nueva o usada. Cada donación, en especie, monedas, billetes o cheques. Revisando listas de anotados. Verificando nombres de viudas y dejadas del marido. Chequeando el número de hijos por hogar. Corroborando las edades de los huérfanos. Decidiendo qué remediar primero con las medicinas: si la escasez de la farmacia del puesto de salud o la penuria de los habitantes de los ranchos.

Encima del escritorio Margó desea poner los dos portarretratos de siempre: el de su ahijado y el de su boda. En cada imagen habita un significado diferente, pero ambas le han ayudado a hacerle frente a lo difícil. La primera fue una precaria manera de llenar la sufrida ausencia de José Luis cuando lo mandó para Nueva York luego de los años de convivencia con él. La otra foto le permitió sobrellevar más de una decepción conyugal y obedece a un consejo de su madre. “La foto de matrimonio hay que tenerla siempre a la vista para mirarla en los momentos de crisis, recordar el sentimiento de entonces, espantar ideas caprichosas de separación y superar las iras que suelen generarle a uno las torpezas de los hombres”. Así le dijo mamá Rosita. Ya que el recuerdo de Kenneth quedó en peligro de nublarse después de su muerte, le conviene tener la foto a la vista. La mesa de noche es buen lugar mientras llega el escritorio.

—Ojalá que le haya puesto el plástico como le dije, a ver si así la deja quieta y no la desajusta de nuevo, pero no siempre hace caso y no he podido recalcárselo.

—Qué tal esa muchacha, ¡ponerse a jugar con una silla! Cómo sería la bulla con semejantes rodachinas para allí y para acá por ese corredor. ¿La inquilina de abajo nunca se quejó?

—Claro que llegábamos a recibir quejas, aparte de que no le rendía el oficio… Dejar sola a Flor era un riesgo a veces, pero había que correrlo.

—Le debe estar rindiendo mucho el tiempo ahora. ¡No más cuidando una casa!

—Ah, pero en ese barrio y sola…, debe ser duro, pobre, la considero.

—Siempre la has considerado más de la cuenta. Yo no sé, pero a mí esa muchacha me parece rara a veces. No me convence del todo.

—Es ingenua, inmadura y algo torpe, ignorante también, un poco silvestre, aunque la hemos pulido, pero de ninguna manera es mala, bastante me ayudó a cuidar a Ken en sus últimos días, y le estoy muy agradecida por lo que está haciendo, ahora no vamos a hablar mal de ella, es de origen humilde, se crio en el monte y eso hay que entenderlo, pero trabaja bien y ha sido de toda mi confianza.

—¿Entonces por qué no quisiste contarle que te venías para acá?

—Ya te lo expliqué.

Elvira, que se había vuelto a sentar, se levanta de su taburete, como hastiada.

—¿Terminaste?

Margó le entrega el pocillo vacío y la ve ir hacia el lavamanos del baño. Pensar en que no tiene lavaplatos la transporta a su época de inmigrante ilegal, arrendataria de un cuarto que era todo a la vez, como ahora. Piensa en decir: “No creí que volvería al comienzo”. Sin embargo, permanece callada. Es inevitable: Margó luce derrotada. Mira de nuevo el reloj. En el estante inferior de la mesa de noche está el cofre de las llaves. Es de una madera robusta y no le cabe una llave más. Llaves de puertas, de clósets, de candados, de carros, llaves en desuso, inútiles, recogidas a lo largo de los años, llaves que Margó se ha negado a botar y guarda como un símbolo de esperanza, con el convencimiento de que ayudarán a que nunca le queden cerradas todas las puertas. Saca de su cartera la llave del viejo jeep , por fin vendido, y la deposita en el cofre.

—Tal vez no se abran más puertas en la tierra, pero alguna ventanita quedará en el cielo por donde pueda entrar o encontrar una salida, aunque ya ni sé qué es mejor, si entrar o salir.

Elvira sale del baño, toma una toalla de papel, seca los pocillos y los pone donde estaban. Vuelve a entrar y deja la puerta abierta para seguir la conversación.

Mientras su hermana se acicala, Margó espera sentada en la cama. Piensa. El lugar le da cierto temor, intuye una vida solitaria y aislada, de reclusión y retiro que podría llevarla a añorar lo que fue su vida, a comparar con lo que esperaba que fuera y a lamentarse por el resultado.

—No entiendo por qué no me recibieron en Nazaret.

—¿Acaso no te dijeron que era un asilo para pobres y no dabas la talla?

—Sí, pero no es razón válida.

—Para ellas, sí.

—Me ilusionaba el contacto con esa comunidad, me habría gustado ser misionera y maestra como las nazarenas.

—Ya para qué lamentarse. Pídele a Dios que te ayude a pasar de la frustración a la resignación. Es lo mejor que puede ocurrirte.

—Ay, Elvira, a veces sería mejor callar.

—Entonces no digo más.

“¡Cómo hubiera podido ayudar con las obras de caridad!, le ofrecí a la superiora un porcentaje de la venta de las casas, pero no valió”, le dijo Margó a Julián cuando volvió desmoralizada del asilo de Nazaret. “¡Qué es eso, tía! ¿Y por qué les tiene que dar plata a esas monjas?”, respondió él. “Ser vecina de un convento me serviría de consuelo en medio de este desastre en que se convirtió mi vida”. “¿Acaso a usted no la echaron de un convento pues? Eso estaba contando la otra noche”. “Pero allí aprendí cosas esenciales para mi vida, discreción, respeto, confianza, lo que se necesita para ganarles a los otros”. “Para saber eso, tía, no hay que meterse en un convento”. Y ahí terminó la conversación con su sobrino.

Ciertas cosas del asilo sugieren una vida conventual: los corredores brillantes y sosegados, el patio central saturado de plantas florecidas, los hábitos de las religiosas que administran el lugar, la división por pabellones, la numeración de las habitaciones. Asumir la nueva situación la devuelve fugazmente a la época de noviciado. Es inevitable. Las ideas se atraviesan silenciosas, sin aspavientos, con cautela y discreción por la mente de Margó, pero alcanzan a inquietarla. Se atreve a expresarlas.

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