Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Torsten Pettersson Dame Tus Ojos Comisario Harald 1 2008 Torsten - фото 1

Torsten Pettersson

Dame Tus Ojos

Comisario Harald, 1

© 2008, Torsten Pettersson

Título original: Ge mig dina ögon

© 2011, Justina Sánchez Prieto, por la traducción

El tenedor

Yo

¡Furcia! ¡Zorra! ¡Puta mentirosa! Que vas por ahí con esos aires. Con tu pelo insulso, ni largo ni corto, de un castaño oscuro asqueroso como… bosta aplastada. Y ese gorro color verde moho: tienes frío, mierdecilla, ¡solo es octubre, maldita sea!

Alguien como tú no merece vivir.

Pero eres muy bonita. Vamos a estar juntos.

Cuando salgo del cine, ya ha oscurecido sobre los tejados. He dejado un mundo de árboles amarillos y cielo azul radiante, y regreso a uno completamente distinto. Los tubos de neón hacen guiños. La gente aparece a la luz de las farolas y luego desaparece otra vez.

Mientras espero el autobús, camino por la orilla del río y miro el agua negra. Parece muerta, pero de vez en cuando una ola brillante sube a tomar aire y arrastra a otras hacia arriba. Se las ve durante un segundo antes de volver a hundirse. Un manillar de bicicleta, completamente inmóvil, asoma de las olas bajo la luz del puente. Un animal que se ha ahogado, como esos cráneos de largos cuernos que yacen en la arena del desierto en las películas del Oeste.

Arriba, en el suelo, los adoquines se agitan inquietos y apesta a orina de los urinarios abandonados.

Voy hasta la plaza. Un autobús articulado se detiene y ella sube a la serpiente verde clara y se sienta atrás del todo. La sigue un hombre medio calvo de pelo gris, una mujer con un fardo pesado y tres jóvenes con bolsas llenas de botellas de alcohol que tintinean. Le preguntan al conductor sobre la dirección de una fiesta que está a punto de empezar, aunque ya son las once.

Cuando el autobús se pone en marcha, ella se arrepiente de haberse sentado justo encima del motor. Veo que se mueve incómoda, pero no se molesta en cambiar de sitio para el corto trayecto hasta Stensta. Justo antes de que se cierren las puertas, me siento delante del todo, a la izquierda.

El autobús avanza rápido, los semáforos están en ámbar, solo se detiene para que bajen los jóvenes todos a una. Por lo demás, continúa de un tirón, como si fuera un taxi. Por el retrovisor del conductor veo que ella pulsa el botón una parada antes de la suya. Yo también bajo, pero sigo en dirección contraria. Entonces ella se atreve a tomar el sendero que atraviesa el parque, detrás de Torkelsgatan. Doy media vuelta y la sigo en la distancia.

La ciudad a la derecha, la llanura y, más allá, a la izquierda, el bosque. Al fondo, tras los abetos, algunas lenguas luminosas se alzan contra el cielo de la noche.

El viento de la llanura hace que los árboles oscilen y susurren. El sonido es cortante ahora en otoño porque las hojas están secas.

Estoy completamente tranquilo, pero acelero el paso, avanzo de puntillas con largas y silenciosas zancadas que me tensan las pantorrillas. Me voy acercando a ella, hasta que por fin me oye, pero ya no le da tiempo a volverse. Algo le rodea con fuerza la garganta, es fino y cortante, y se cierra tan rápido que le impide respirar. ¡Lo araña!, pero con los guantes de piel no consigue agarrarlo; tampoco puede quitárselos, ni alcanza a las manos que tiran de la cuerda tras su nuca. La cara se hincha de sangre; se tambalea, se va hacia atrás e hinca los talones contra el firme de arena, con lo que huelo su pelo, me hace cosquillas en la nariz, pero las manos y la cuerda cortante la mantienen abajo. Grita pero no sale ningún sonido; un grito desgarrador atascado en su garganta pero cuyo eco se extiende por el cerebro, la cabeza quiere explotar, ¡ahora hace todo lo posible! El ahogo va subiendo desde los pulmones, una ola oscura y creciente. Y entonces ella cambia de opinión, quiere zambullirse, anhela alcanzar el centro de la luz negra, llegar hasta aquel que espera allí con manos firmes.

Así pues, se zambulle y queda completamente en calma. Suave como un niño dormido, cae de espaldas hacia mí. Su espalda resbala a lo largo de mis brazos y la tumbo con cuidado en el suelo.

No respira, pero yo lo hago por ella, rápido y hambriento. Estamos juntos y yo soy sus pulmones y su boca.

Escucho. El viento recorre la llanura. Nadie viene por el sendero y hay tiempo para lo que he de hacer. Saco el cuchillo.

Harald

Soy Harald Lindmark, comisario criminalista en Forshälla. Durante el otoño de 2006, escribo el siguiente informe a propósito del caso llamado «El Cazador». Las transcripciones oficiales de las reuniones, junto con mis propias notas y las cintas de dictáfono, me ayudan a plasmar los distintos momentos de la investigación. Además, quiero describir mis sentimientos y mi situación vital, pues han evolucionado al tiempo que la investigación propiamente dicha.

A lo largo del último año he cambiado como persona y como policía. He pensado y he hecho muchas cosas que antes me habrían resultado impropias. Por eso quiero hablar de ello con detalle, para entenderlo yo mismo y para que otros lo entiendan también.

Acontecimientos del 17 de octubre de 2005

El día que todo comenzó. Por la mañana me miré en el espejo. Primero mis ojos se contemplaron a sí mismos, muy cerca de la superficie del cristal. Azul grisáceos todavía, pero un tanto acuosos y más entrecerrados que cuando era joven. Camino de cerrarse lentamente, una cortina de piel que va bajando a lo largo de toda la vida, hasta que un día se detiene, inamovible. Irradian arrugas a su alrededor, y eso es natural, pero también hay bolsas bajo los ojos, cayendo hacia las mejillas: el tiempo hecho carne, la propia carne grasienta. Los poros cada vez más grandes y más negros, la piel más rojiza, aunque no he tomado el sol. Los pelos de la barba encaneciendo. Pelos hirsutos que en los últimos años han empezado a salir también de la nariz.

Toda esa vida que sucede en el interior de una persona, pero, fuera de ella, el cuerpo cada vez se aleja más de quien uno es en realidad: la cara es un recuerdo, la imagen que cierra los ojos. La sensación de ser una persona de veinte o de treinta años que, por un error extraño, ha ido a parar a este cuerpo cada vez más envejecido.

Esa era mi rutina cada lunes por la mañana. Levantarme temprano, ver la verdad en el escarlata sangriento del blanco de los ojos, ¡y luego pasar de ello e ir al trabajo! Ser como antes y no dejar que nadie se diera cuenta de que tenía cincuenta y cuatro años y no treinta y cuatro. Igual de perspicaz como comisario, igual de desasosegado ante los delitos, aunque semana tras semana hayan minado mi psique durante décadas, como una burla: eso ya no puede chocarte, tú has visto todo lo que los seres humanos pueden hacer a la piel, a la sangre y a los atormentados nervios del prójimo. Sí, pero yo quería que me chocara, ¡quería seguir estando vivo!

Luego fui en coche hasta Lysbäcken. De lejos vi el edificio negro, blanco y rojo en forma de «L», el orgullo de la policía de Forshälla. Coloridos bloques ensamblados por un niño gigante y colocados como una torre solitaria en la planicie. Parecía que en cualquier momento podrían derrumbarla los vientos remolineantes de la llanura. Giré hacia el patio trasero, hacia los aparcamientos. Tenía, y aún tengo, una de las pocas plazas reservadas; veinticinco años en la casa y un centenar de casos resueltos tienen cierto peso.

Sin embargo, en ocasiones todo este tiempo me parecía una serie de sueños o de películas medio olvidadas sobre un inspector que resuelve un caso tras otro. Me han habitado y han dejado en mí un conjunto de imágenes pequeñas y grandes que revoloteaban en mi conciencia como las páginas arrancadas de un periódico. «mutilado.» «doble asesinato.» Medio rostro. Fotografías borrosas en blanco y negro del escenario de un crimen al aire libre. Sangre coagulada.

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