Torsten Pettersson - Dame Tus Ojos

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El comisario Harald se enfrenta al caso más difícil de su carrera: en un apacible paraje de la ciudad de Forshälla, en Finlandia, ha sido hallado el cadáver de una mujer joven, sin ojos y con una «A» grabada en el estómago. A este cadáver le siguen otros dos que presentan mutilaciones similares.
El veterano policía, famoso por meterse en la piel del asesino más allá de los límites de lo razonable, solo cuenta con una pista: unas cartas halladas en casa de las víctimas donde estas confiesan sus secretos más íntimos, sus culpas y sus pecados. Cuando él también recibe una carta, la trama da un giro inesperado que conducirá al desconcertado lector a descubrir al asesino, antes que el propio comisario Harald, en un sorprendente final.

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Es un aviso de incendio en la casa… ¡y es que realmente ha empezado a arder! Veo por la ventana que el campo se ilumina con las llamas amarillas de la hoguera que es la casa. Las paredes crujen y un humo gris negruzco inunda la habitación desde la puerta. La mujer empieza a toser y también a mí me cuesta respirar. El humo se adensa y dificulta la visión.

Me inclino para hacer algo con la mujer… pero ahí se interrumpe el sueño. No sé qué hice.

Acontecimientos del 19 de octubre de 2005

Cuando a la mañana siguiente salí del ascensor de la comisaría, vi enseguida que la puerta de Sonja estaba abierta: quería oírme entrar en mi despacho, que estaba en el pasillo, enfrente en diagonal del suyo. Me quité el abrigo y me coloqué junto a la ventana. Los coches avanzaban a buena velocidad por Lysbäcksgatan con sus grandes ojos blancos, pero completamente silenciosos, como un banco de peces apelotonados en un canal estrecho. Volvía a estar en forma, abierto y esperanzado ante nuevos hallazgos.

Tras una pausa decorosa de unos seis o siete minutos, Sonja llamó a la puerta.

– Hola. ¿Estás mejor?

– Buenos días. Sí, solo fue una infección intestinal sin importancia.

Señalé con la mano abierta la silla de las visitas y se sentó, llevaba un montón de documentos en el regazo.

– ¿Hay algo nuevo? -pregunté, al tiempo que me dejaba caer en la silla con cierta rigidez-. ¿Una confesión?

Sus labios formaron una leve sonrisa de entendimiento.

– En cuanto la prensa se entere, tendremos todas las que quieras. De momento no tenemos nada concluyente, pero sí algunas cosas interesantes. Lo primero: sabemos quién es… quién era, la víctima. Gabriella Evelina Dahlström, de treinta y cuatro años y domiciliada en el último de los bloques de pisos de Torkelsgatan. La identificó ayer a mediodía su vecina, una profesora jubilada que estaba en casa cuando Holm llamó a su puerta. Estaba bastante segura. El forense había limpiado las cuencas y colocado en ellas ojos de porcelana, por lo que teníamos fotos más o menos presentables. Hemos confirmado la identificación en el registro de tráfico y en Hacienda. Dahlström vivía en Forshälla desde 1994, cuando se mudó aquí desde Tammerfors. La profesora de Torkelsgatan, una tal Hanna Tranberg, nos dijo que Dahlström vivía sola y que probablemente estaba en paro, algo que ya nos ha confirmado el servicio de empleo. Hasta el 22 de marzo de este año trabajaba en la central nuclear de Olkiluoto, y a partir de esa fecha empezó a cobrar el paro.

Asentí con la cabeza pero no dije nada. Sonja siguió examinando sus papeles.

– La autopsia completa estuvo lista ayer por la tarde. Nada nuevo que señalar. Muerte por estrangulamiento empleando mucha fuerza, laringe parcialmente destrozada, lo que es un poco extraño pues los dedos del asesino no estuvieron en contacto directo con la garganta. Le sacó los ojos, causando muchos daños en el tejido, con un cuchillo normal, quizá un puukko finlandés. El corte en el estómago es superficial, en sí mismo no le habría causado la muerte. Ni alcohol ni drogas en la sangre, tampoco medicamentos ni rastros de nicotina. No hay vestigios de ninguna enfermedad. Una mujer joven, sana y, como ya dijimos, embarazada de tres meses, asesinada brutalmente.

Nos quedamos en silencio sin mirarnos, casi como si hiciéramos un minuto de silencio para honrar a la muerta.

Me aclaré la garganta.

– He estado… reflexionando. La laringe pudo haberse dañado justo cuando el asesino tiró de la cuerda, debido a la combinación de su tirón y del movimiento de ella hacia delante. ¿Ha dicho el forense algo sobre la cuerda?

– Solo que era muy delgada y lisa y que no dejó restos de material o marcas. Y, por supuesto, era resistente. Cabe pensar en un hilo metálico muy fino, un cable de la luz, una cuerda de violín, o también un hilo de material sintético.

– Algo que puede enrollarse en una pequeña madeja que quepa en el bolsillo y no se vea por fuera.

– Exacto.

– ¿Y qué hay del bosque?

– De momento no hemos encontrado nada que podamos aprovechar. Hemos registrado de nuevo el escenario del crimen y estaba limpio. Más arriba, en el bosque, había varios pañuelos de papel y colillas que hemos recogido, tal vez contengan ADN que podamos relacionar con algún sospechoso. Los del laboratorio van a ver si encuentran algo, pero, aunque así fuera, en este momento es imposible saber si es relevante. No hemos encontrado ni bolso, ni monedero ni nada que llevara dentro, pero en el pequeño prado que hay en dirección a la ciudad hemos hallado un arco de juguete sin la cuerda tensora. Uno de los extremos estaba roto, pero en el otro habían sacado la cuerda. Está hecha del material plástico adecuado y tendría la longitud necesaria; tal vez la cogieron y la utilizaron para la estrangulación.

Resoplé.

– ¡En realidad no sabemos nada! ¿El delito fue espontáneo o planificado, la víctima fue tomada al azar o escogida, el motivo fue la violación, el ultraje o el atraco?

– Llevaba un cuchillo y algún tipo de bolsa para la ropa. Eso apunta a planificación.

– Cualquiera puede llevar bolsas de plástico para hacer las compras de vuelta a casa. Y hoy día son muchos los que llevan habitualmente un cuchillo. Hace unos años tuvimos que enfrentarnos a una agresión muy grave con cuchillo por Stålhbergsskvären, en Nydal. Le dimos mil vueltas intentando encontrar una relación con los bajos fondos, pero al final resultó que el autor era un fotógrafo en paro que volvía a casa desde el bar y que, en su borrachera, «sintió que tenía que hacer algo». Llevaba encima el cuchillo como si se tratara del peine que tú o yo cogemos cuando salimos de casa. Tras el almuerzo nos reuniremos para ver si ponemos orden en todo esto. Díselo a los demás.

Sonja se fue y yo volví a la ventana. La luz era grisácea y los coches ya no parecían peces. Mi buen humor había zozobrado. Tenía que eliminar casi todo lo que había pensado o había imaginado vivir. Ya no estaba en el sueño donde pensamiento y mundo eran uno, al menos por un instante. En la oscuridad de Stensta había conseguido llegar a la mitad, pero no al final. Ahora volvía a estar completamente fuera y debía trabajar con las pruebas, como los demás.

Y podía. La vivencia no lo es todo, el intelecto es un sabueso fiel. Si hay rastros.

Mis «reuniones» eran famosas, si se me permite decirlo. Cuando se me daba la oportunidad, la sala de reuniones se llenaba hasta tal punto que había gente de pie junto a las paredes. Esta vez solo estarían los cuatro del grupo de reconocimiento; el riesgo de filtraciones era demasiado alto en un caso tan delicado y mediático.

Llegué allí con tiempo. La habitación era fría y funcional: una mesa mediana de color gris claro, una decena de sillas, un fregadero con vasos de usar y tirar en el rincón. No encendí la luz del techo, solo la de pie, y aumenté la penumbra cerrando las lamas de las persianas. Luego me senté en una de las cabeceras de la mesa, en mangas de camisa y sin corbata, con el cuello desabrochado. Iba a ser una tarde larga.

Los otros fueron llegando uno a uno y se sentaron en silencio. Tuve tiempo de observarlos. La investigación dependía de ellos. Eran ellos los que la llevarían hasta el final, con su fuerza y sus debilidades como policías y como personas.

Primero entró Gunnar Holm, con sus nuevas gafas de media luna sobre la nariz. Con el pelo corto y canoso peinado hacia arriba y al lado y, como siempre, moreno de los trabajos al aire libre en su casa de campo y de los largos paseos esquiando bajo el sol primaveral. Siempre leal y puntual, pero igual de decidido a volver a casa cuando el reloj daba las cinco. Habíamos sido medio compañeros en la academia de policía; Gunnar iba dos cursos después que yo y solía acercárseme en las pausas y en las fiestas. Porque yo era mayor que él, más sabio y algo así como el líder de mi grupo. Diez años después, los dos vinimos a parar a Forshälla, y ahora nos unían la edad y veinticinco años en la casa.

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