Sofía Goytia Morillo
TIAM
El destello de tus ojos
DE ÉPOCA
Goytia Morillo, Sofía
Tiam. El destello de tus ojos / Sofía Goytia Morillo. - 1 aed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8924-17-5
1. Literatura Argentina. I. Título.
CDD A863
© 2022, Sofía Goytia Morillo
Primera edición, marzo 2022
D iseño y diagramaciónLara Melamet
CorrecciónMartín Vittón y Karina Garofalo
Conversión a formato digital: Libresque
Hecho el depósito que establece la ley 11.723.
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Lo que desde el corazón es cierto, desde la acción es posible.
GABRIELA ARIAS URIBURU
Rumbo a Buenos Aires, junio de 1944
Tenía cerrados los ojos, pero no podía dormir. En la mente de Allegra Ortiz Moreno sucedían una y otra vez las escenas transcurridas en los últimos meses. Los apretó aún más fuerte, como tratando de olvidarlas. Fue en vano, no podía controlarlas. Trató de concentrarse en el paisaje que veía a través de la ventana del tren mientras una lágrima bajaba por su mejilla. Se acercó a la ventana rozándola con su nariz, intentando que la pareja de ancianos que tenía enfrente no la notara. ¿Qué iba a ser de ella? ¿Dónde estarían Aurora y Alanna? Afuera las hojas empezaban a caer, señal de que se avecinaba el otoño, y eso no ayudaba a su estado de ánimo, parecía que la naturaleza conspiraba en su contra.
Se secó rápidamente esa lágrima solitaria, decidiendo poner una pausa al dolor, sin embargo, volvió a cerrar los ojos y las escenas reaparecieron. Esta vez las dejó fluir y, como siempre, comenzaron con el acontecimiento que marcó un antes y un después en la historia de los sanjuaninos.
El sábado 15 de enero de 1944, a las 20:45, una jauría alertaba lo que sucedería segundos después. Un ruido ensordecedor sacudió a la provincia, todo empezó a temblar y a desvanecerse. Del ánimo festivo de un típico sábado de verano se pasó a la oscuridad. San Juan se revelaba rodeada de escombros y dolor.
Ese día había amanecido totalmente despejado, el verano empezaba a agobiarla con sus temperaturas, el cantar de los pájaros anunciaba que no sería la excepción. Por suerte, tenía la mañana libre antes de ir al hospital. Había ascendido a enfermera principal, algo muy inusual con sus veintidós años, y podía gozar de ciertos privilegios. Sin embargo, esa noche le tocaba el turno nocturno por haberle cambiado a su compañera Lucía, ya que ella tenía una boda. Tampoco le importó, a fin de cuentas, nunca le gustaron mucho las fiestas porque la sensación de ser sapo de otro pozo no dejaba de perseguirla. Prefería encerrarse en el estudio de su padre y perderse en uno de los tantos libros de anatomía.
Pedro Ortiz Toledo se había ganado con los años la fama de ser uno de los mejores médicos de San Juan; no solo era respetado, sino que constantemente buscaba capacitarse y su inquieta sangre española le impedía quedarse sereno; y Allegra, deseosa de seguir sus pasos, no perdía oportunidad para husmear en su extensa biblioteca.
Sabiendo que no iba a dormir durante la noche, Allegra se permitió unos minutos más en la cama. Además, sabía que en el preciso momento en que bajara a desayunar, sus hermanas mellizas, Aurora y Alanna, la emboscarían para meterla en unas de sus travesuras, que, para sus ocho años, eran bastante ingeniosas; a menudo se preguntaba de dónde sacaban las ideas. Al morir su mujer, Pedro debió hacerse cargo de tres muchachitas, dos de ellas recién nacidas. Su gran vocación muchas veces le impedía estar en casa y ser partícipe de la educación de las niñas, por lo que las envió al colegio privado de las Hermanas del Huerto de Jesús, la mejor institución de señoritas existente en la provincia. Allegra, una muchacha más bien reflexiva y responsable, creció prácticamente cuidando a sus dos hermanas menores.
En la casona de los Ortiz Moreno reinaba el caos porque a las mellizas, por mucho que les enseñaran las normas sociales y la etiqueta de la época, no había manera de llevarlas por el camino “correcto”, y Allegra ya se había resignado.
Unos golpes en su habitación la sacaron de su descanso y la obligaron a levantarse:
—Señorita Allegra, ya se encuentra servido el desayuno y su padre la está aguardando —anunció Sara, apenas asomada en la puerta.
—Muchas gracias, Sara, enseguida bajo.
Observó cómo la mujer de unos cincuenta años, regordeta y con un moño bien tirante que sujetaba su cabello, abandonaba la habitación. Sara, jefa del servicio doméstico, trabajaba en la casa familiar desde que Allegra había llegado al mundo y, con el correr de los años, más que una empleada se había convertido en una confidente y lo más parecido a una abuela. Allegra contempló su habitación y se alegró mentalmente de contar con ese lugar sagrado en el que ni sus hermanas se atrevían a hacer de las suyas. Todo perfectamente ordenado con cada cosa en su sitio. Eligió un vestido floreado con mangas cortas, ya que el día lo ameritaba y, además, necesitaba algo ligero que combinara con su uniforme blanco impoluto que reposaba perfectamente doblado en la esquina del tocador. “Gracias, Sara”, pensó, “siempre pendiente de los detalles”.
Bajó las escaleras de la residencia ubicada sobre la calle San Martín, que ocupaba una de las esquinas emblemáticas de la provincia de San Juan. Los Ortiz Moreno contaban con una excelente posición social. Por parte de María Isabel Moreno Naón, madre de Allegra, tenían parientes en el Gran Buenos Aires que formaban parte de la alta cuna argentina. Sin embargo, luego de la muerte de su esposa, Pedro se distanció e instauró en el seno de su familia más bien una vida sencilla sin tantas distinciones sociales, suavizando sus estrictas normas. En el fondo, Allegra agradeció el estilo que su padre les hacía llevar, de lo contrario, jamás habría podido ingresar a la escuela de enfermería y mucho menos seguir la carrera de Medicina en un futuro, tal como lo tenía planeado. Ya su entorno se encontraba bastante escandalizado y no concebían que una señorita de buena familia, a sus veintidós años, no estuviera casada, y por si fuera poco, deseara estudiar el cuerpo humano. No era bien visto que una señorita de su estirpe se dedicara a ello. “Menos mal que no estoy en Buenos Aires”, pensaba Allegra.
—Buenos días, papá. ¿Qué estás leyendo? —preguntó, y se sentó frente a su padre en la gran mesa del comedor.
—Hola, hija —respondió Pedro sin levantar la vista del periódico que tenía enfrente y con la taza de té en mano—. Un artículo sobre los trabajadores rurales; se acerca la vendimia y aquí sostienen que si los empleadores no les ofrecen mejores condiciones, están considerando una huelga —contestó con gesto serio.
—¿Y qué dice la Secretaría de Trabajo y Previsión al respecto? —dijo mientras se servía unas cuantas tostadas.
Su padre levantó por fin la vista, acostumbrado a la inteligencia y el manejo de información de la joven.
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