Sofía Goytia Morillo - Tiam - El destello de tus ojos

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«No sabía con exactitud cuánto tiempo había estado observando el cielo cuando de repente un fuerte sacudón la expulsó de sus cavilaciones. El suelo se zarandeaba sin tregua, y le hizo perder el equilibrio. En cuestión de segundos la ciudad quedó en penumbras.»
En 1944, un sismo de gran intensidad deja en ruinas a la ciudad de San Juan. Esa catástrofe es el punto de partida de esta historia protagonizada por Allegra, una joven enfermera que debe iniciar una búsqueda desenfrenada. Su preocupación y su personalidad arrolladora la llevan hasta la capital de la república, donde conoce a Bernardo, un abogado de ideas vanguardistas que trabaja en el Patronato Nacional de Menores. Ambos, con sus reticencias, se aventuran en un camino de lucha en defensa de la niñez sin sospechar que al final compartirán algo mucho mayor. Sus acciones desencadenarán una serie de hechos en los que la amistad, el amor y la pasión serán el motor que impulse esta historia que no ofrece pausa.

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—Por lo que afirma el licenciado Puente, todavía no se han pronunciado, quedará analizar si la Junta la aprobará —comentó cerrando el diario y dando por finalizada su lectura—. ¿Realmente tienes que ocuparte del turno nocturno, hija? —La miró con cariño—. Estamos invitados al casamiento de los Acosta Garmendia, ¿no habías sido compañera de la hermana menor de Gabriela Garmendia?

—Sí, en efecto, pero debo regresar al hospital, hay numerosos asuntos de los que debo encargarme si deseamos inaugurar la nueva sala. Además, debo asistir al doctor Pizarro en una intervención —puntualizó la joven, haciendo referencia al colega de su padre.

—Pues muy bien, dale mis recuerdos al doctor —concluyó él, y se levantó y le dio un pequeño beso en la frente a su hija para luego abandonar el comedor.

Quién hubiera dicho que ese sería el último recuerdo de su padre. Habría dado todo lo que tenía para que se repitiera. Otra lágrima volvió a caer y ya no se molestó en apartarla. Fijó la mirada en el campo abierto e interminable que se reflejaba a través del vidrio y sus pensamientos retornaron a donde los había dejado.

Después de un almuerzo ligero, en el cual apenas probó bocado porque, siendo honesta con los calores que hacía, no podía disfrutar a pleno de las exquisiteces de doña Eulogia, se dirigió al living , que hacía a la vez de sala de juegos de sus hermanas. Y allí estaban Aurora y Alanna, corriendo de un lado al otro, incordiando a la pobre Sara, que, ya entrada en años, no podía perseguirlas como antaño.

—Señorita Aurora, se lo suplico, venga a practicar esta partitura, después la hermana del Socorro se la va a exigir una vez que retornen las clases —rezongó.

Se esperaba que todas las señoritas de buenas familias fueran hábiles en el arte de los quehaceres domésticos, que tocaran algún instrumento musical y supieran en detalle dos o más idiomas. El temperamento con el que habían salido sus hermanas no concordaba con estas reglas. Allegra, por su parte, dominaba el italiano y el inglés, y sabía bordar y coser a la perfección; la diferencia es que ella lo hacía sobre una base bastante distinta de la esperable: la piel de los seres humanos, lo que resultaba peculiarmente escandaloso.

—¡Ay, Sara! ¿Para qué debo realizar esas actividades aburridas? Con solo escucharla me entra un sueño terrible, y dormirme arriba del piano no vendría a ser muy propio de una “señorita” —replicó Aurora en tono de burla con el ceño fruncido—. Además, Alanna está otra vez con los dedos llenos de carbonilla y a ella no le dices nada.

—¿Y permitir que ensucie el pianoforte traído de España? —respondió Sara dirigiéndose a la otra niña—. ¿Y se puede saber por qué tiene los dedos negros? Se va a manchar todo el vestido.

Alanna, con las manos detrás, dirigiendo su mirada a Allegra, preguntó con su voz más inocente:

—Allé —diminutivo con el que la habían bautizado las niñas—, ¿podemos salir a jugar al patio, por favor? Ya el sol no está tan fuerte y acá nos sofocamos. Además, estamos de vacaciones y en el colegio las monjas apenas nos dejan salir —y puso su mejor cara.

Aurora y Alanna se destacaban por ser unas niñas llenas de alegría, sus ojos color verde esmeralda compraban a cualquiera. Reinas de las travesuras, de las que su padre se enteraba de la mitad, eran apañadas tanto por Sara como por Eulogia. Allegra hacía otro tanto: no faltaba oportunidad en que se presentaran en el hospital para que su hermana les diese algún que otro punto en una ceja o en el mentón, sin mencionar los dolores de cabeza que provocaban a las Hermanas del Huerto. Pese a ser mellizas, tenían diferencias notables. Aurora conquistaba con su pelo lacio interminable color café y ese lunar tan característico sobre su mejilla derecha, mientras que Alanna lo hacía con una cabellera poblada de rizos castaño claro.

Sabiendo de primera mano los comportamientos exigidos en el colegio, Allegra fue a abrazarlas. Se agachó para estar a la misma altura:

—¿Será que se lo tienen merecido, pequeñas diablillas? Vayan, disfruten del aire puro y diviértanse. ¡No se olviden de ponerse las capelinas! —gritó Allegra ya cuando las niñas estaban en plena carrera.

—Cada día están más ocurrentes. —Con una sonrisa se volvió—. Sara, hoy tienes la noche libre, ¿alguna nueva función de radioteatro?

—Por ahora no, seguramente saldré a dar una vuelta a la plaza con Eulogia, señorita Allegra, y aprovecharemos el aire fresco; pero antes tengo que pasar por el correo a despachar unas cartas.

Por más que llevaba toda una vida al servicio de los Ortiz Moreno, Sara jamás dejaba el trato formal hacia sus patrones.

—Las niñas van a estar en la casa de los Núñez —se refirió al matrimonio amigo de la familia, quienes tenían una hija de la edad de las mellizas y también compañera de sus aventuras—. Su padre las dejará camino a la fiesta —concluyó Sara, mientras recogía las muñecas y el desorden que habían dejado las pequeñas a su paso.

A las seis de la tarde, Mario, el chofer de la familia, dejó a Allegra en la puerta del hospital. Con una sonrisa, el uniforme impecable y la convicción de saberse útil, se dirigió a realizar su labor.

Sara no se había equivocado, la noche estrellada y la refrescante brisa que corría invitaban a disfrutarla. Allegra, aprovechando que había terminado de ordenar la nueva sala, se permitió tomar un descanso. Se sentó en un banco de mimbre blanco en el patio del hospital, dirigió la vista al cielo y contempló las distintas constelaciones mientras a la lejanía se podían escuchar los acordes de una tarantela emitida por una radio a todo volumen.

No sabía con exactitud cuánto tiempo había estado observando el cielo cuando de repente un fuerte sacudón la expulsó de sus cavilaciones. Se agachó deprisa para ver si algún animal se había metido bajo el banco, escuchó que la tarantela se cortó súbitamente y tomó su lugar un bramido ensordecedor, como si de una explosión se tratase. El suelo se zarandeaba sin tregua, y le hizo perder el equilibrio. En cuestión de segundos la ciudad quedó en penumbras.

El sonido amplificado sobresaltó a Allegra.

—Buenas tardes, pasajeros, desde la compañía ferroviaria Unidas del Sud nos complace informarles que en un cuarto de hora arribaremos a la capital de la república.

Agradecida por la distracción, Allegra se arregló el sobretodo y se colocó el sombrero que había dejado sobre su regazo. Tomó en su mano la cadenita de oro de la Virgen Niña, respiró hondo y con una determinación desconocida en los últimos tiempos, afirmó: “Las voy a encontrar, así me deje la vida en ello”.

Capítulo 2

Parado en el rellano del Hospital Rawson, Bernardo aspiraba un olor peculiar, mezcla de tierra y humedad. Olor a desolación. Se alegró de haber viajado a San Juan pese a los constantes reproches de su madre por perderse la temporada veraniega. “Si ella viera esto, entendería”, pensó.

Observó a su derecha cómo un señor de unos cuarenta años con ropas desvencijadas quitaba pesados escombros para liberar una especie de puerta subterránea del edificio. No dudó un segundo, se arremangó la camisa, dejó la pequeña maleta junto con el sombrero y se dispuso a ayudarlo. No hicieron falta las palabras, comprendiendo el dolor, Bernardo lo abrazó con la mirada. Una vez finalizada la tarea, sudado y con el traje desarreglado, ingresó. Un mundo de gente iba y venía, había camas apostadas en cualquier lugar. Interrumpió a una enfermera que pasaba apresurada por su lado.

—Disculpe, señorita, ¿sabe dónde puedo encontrar al oficial Cerviño?

La cara de aquella jovencita lo impactó de golpe. Unos mechones color cobrizo caían lacios sobre los ojos verde musgo que, a pesar del cansancio, demostraban entereza. Bernardo perdió la capacidad del habla.

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