Cómo le costaba hablar del tema, era todo muy reciente como para sanar, pero no podía ser descortés.
—Considera esta casa como tu hogar. No sabes el gusto que me da tenerte aquí; ahora, cuéntame, ¿qué es lo que sabes de las niñas?
Cuando se disponía a explicarle el último rastro que tenía, Luisa las interrumpió.
—Señora Laprida, disculpe la intromisión, pero el señor acaba de llegar y dice que está hambriento.
A María del Pilar le cambió el semblante, y, poniéndose nerviosa, les exigió:
—Vamos, queridas, al comedor ahora mismo.
—Ufff… —resopló Elena y puso los ojos en blanco—, ahora que se digna a venir, tenemos que salir corriendo como sus títeres.
—Te escuché, hija, no quiero problemas.
En el comedor se repetía el carácter inmaculado reparado escaleras arriba. Su tío ya estaba acomodado en la cabecera, engullendo su primer plato sin siquiera esperarlas. Tomaron asiento y un silencio incómodo inundó la estancia, solo podía escucharse el entrecruce de la fina vajilla.
—Pilar, mañana he organizado una cena aquí, necesito cerrar un negocio importante. Así que encárgate de todo —expresó Alejandro.
—Muy bien, ¿para cuántos comensales? ¿Vendrán con sus señoras?
—Pero ¡qué dices! Las mujeres son inútiles en lo referido a los negocios; seremos diez.
A Allegra se le escapó el tenedor de los dedos, el cual chocó escandalosamente con el plato. No podía creer lo que estaba escuchando, ya estaba dispuesta a replicarle cuando vio que Elena le ponía la mano en su regazo.
—No se olviden de que el sábado próximo se celebra el cumpleaños de Federico Leloir y, como es uno de nuestros principales clientes, las necesito con sus mejores galas —siguió expresando su tío—. Allegra, tú también deberías ir, ya que los próximos meses estarás viviendo bajo este techo, ¿tienes la ropa adecuada?
La furia de Allegra emanaba de cada parte de su cuerpo. Estaba acostumbrada a lidiar con situaciones similares en el hospital, no obstante, le era imposible controlarse.
—No se preocupe, tío —empezó Allegra—. Tengo mi vestuario en perfectas condiciones, sin embargo, aprecio su invitación. Si me encuentro en Buenos Aires, es pura y exclusivamente para buscar a mis hermanas, así que no causaré ninguna molestia.
Alejandro levantó los ojos del plato por primera vez y contempló a esa jovencita que se había atrevido a llevarle la contra.
—Ahí estaremos, papá —interrumpió Elena mirando fijamente a su prima.
Allegra perdió completamente el apetito. Se excusó, no podía seguir en el mismo lugar sin quedarse callada, pero tampoco quería poner en aprietos a su tía y su prima. Necesitaba calmarse, así que aprovechó y fue a cambiar sus cosas de habitación.
Media hora más tarde, Elena, abatida, ingresó al cuarto que compartirían.
—¿Cómo lo haces? Yo le hubiera partido la jarra en la cabeza —preguntó incrédula Allegra.
—Créeme que tengo deseos de lo mismo, pero si le contestamos de forma indebida es peor, y eso hace sufrir a mi madre. Así que opto por callar para evitar nuevos conflictos. Igualmente, nunca está en casa. Se la pasa en el club, así que eso nos da un respiro —y mirando el diminuto equipaje dijo—: vamos a tener que encargarte vestidos nuevos.
—No creerás que voy a asistir a todos esos eventos, ¿verdad? Elena, tengo que encontrar a mis hermanas. No puedo soportar la idea de que ellas estén ahí fuera mientras yo pierdo el tiempo en estúpidos bailes.
—Se llaman dîner dansant.
—Bueno, me da igual, bebiendo y haciendo sociales como si todo estuviera de maravilla.
—Pero ahí está el punto, Allé, es la mejor forma de obtener pistas de las mellizas. ¿Crees que visitando los hospitales, los hogares o del mismísimo Patronato vas a sacar información? Lo queramos o no, todo depende de la voluntad de aquellos que detentan el poder. Y para lograrlo hay que asistir a estos “estúpidos eventos”.
—Pero… —pensó qué replicar, porque había gran acierto en lo expresado por su prima— no quiero deberle favores a nadie. Soy perfectamente capaz de buscarlas por mis propios medios.
—Lo sé, pero llevo inmersa en estas reglas toda mi vida y si una no juega a su compás, no llega a ningún lado —dijo y desapareció en el vestidor.
Sentada en el descansillo del jardín, Allegra redactaba la carta que le enviaría a Sara. Con todos los altibajos de su llegada no había podido comunicarse y seguro que estaba loca de preocupación. Las conexiones eléctricas en San Juan quedaron fuera de servicio, por lo que habían acordado que el remitente fuese el hospital. Se sobresaltó con la presencia de su tía y tiró la lapicera.
—Pequeña, nos ha llegado una invitación del taller de madame Henriette para la presentación de la nueva colección. Me gustaría que nos acompañaras, solo serán unas horas y podrás probarte algunos modelos.
Había meditado toda la noche cómo iniciar su búsqueda y, por mucho que le pesara, Elena tenía razón. Tendría que tragarse el disgusto y convertirse en la mejor socialité .
—¿Crees que todo esto vale la pena? ¿Que voy a lograr algún avance?
—Por supuesto que sí, debes saber que los Leloir son una de las familias insignia de Buenos Aires, si hay alguien que mueve poderosos hilos, son ellos. Además, nadie se pierde su agasajo porque es el evento que da inicio a la temporada. Querida, ayer me ibas a referir qué información tienes.
En ese instante apareció Elena a paso ligero. Allegra se preguntó cómo se las ingeniaba para hacerlo con semejantes zapatos. Extrañaba sus botines de enfermera. Elena se sentó al lado de Allegra y abrió un cuaderno de notas de cuero marrón.
—Ahora sí, somos todo oídos. No me mires así, no se nos tiene que escapar detalle.
—La verdad, no tengo mucha información, ni tampoco sé de qué utilidad. Luego de lo acontecido, trabajé en el hospital por casi cuatro días seguidos sin dormir, no podía ausentarme para ver qué había sido de todos porque no dábamos abasto y los heridos llegaban a montones. En el primer descanso que tuve salí desesperada. Jamás voy a olvidarme de lo que vi… en fin. Iba a ser en vano dirigirme a casa porque todos habíamos salido, me acordé de que las niñas iban a estar con unos amigos de mi padre en su domicilio cerca del centro. Cuando llegué, si bien una de las paredes estaba destruida, la casa se mantenía en pie. Sin embargo, no había ningún tipo de actividad ni se veía a nadie. Volví corriendo a la plaza principal a buscar en las distintas carpas que se habían instalado, pero tampoco tuve suerte. En la Escuela Normal Sarmiento se habían ubicado los comandos militares y de ahí se impartían todas las órdenes importantes, por eso cuando me presenté era todo bastante caótico, igualmente supieron decirme que días antes habían salido varios convoyes con niños de diferentes edades para Mendoza. Pregunté por registros e informes, pero se amparaban en la confidencialidad. Para ese momento se había terminado el descanso y debía volver al hospital —prefirió omitirles el detalle de que, por el cansancio y producto de no haber ingerido nada, se había desmayado y despertado veinticuatro horas más tarde—. Como habían llegado médicos y enfermeras voluntarias de distintos puntos del país, pude organizar un viaje a Mendoza con uno de los camiones de abastecimiento. Una vez en el Hospital Central, me guiaron hasta el primer piso, que habían acondicionado para recibir a todos los niños que no revestían urgencia médica o simplemente como refugio. Me había imaginado la sala a rebosar, pero solo unas cuantas camas estaban ocupadas, aunque ninguna de ellas por Aurora y Alanna. Una enfermera de planta, con mucha gentileza, me comentó que todos los días salían trenes hacia Buenos Aires y que había escuchado de su jefe que algunos iban dirigidos a Mar del Plata o Necochea. Otra vez, no tenían ningún tipo de registro o censo. “Esos se los llevan quienes los trasladan, señorita, aquí no quedó nada.” Le describí a mis niñas y no supo decirme por qué cambiaban de turno todos los días.
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