Sofía Goytia Morillo - Tiam - El destello de tus ojos

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Tiam: El destello de tus ojos: краткое содержание, описание и аннотация

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«No sabía con exactitud cuánto tiempo había estado observando el cielo cuando de repente un fuerte sacudón la expulsó de sus cavilaciones. El suelo se zarandeaba sin tregua, y le hizo perder el equilibrio. En cuestión de segundos la ciudad quedó en penumbras.»
En 1944, un sismo de gran intensidad deja en ruinas a la ciudad de San Juan. Esa catástrofe es el punto de partida de esta historia protagonizada por Allegra, una joven enfermera que debe iniciar una búsqueda desenfrenada. Su preocupación y su personalidad arrolladora la llevan hasta la capital de la república, donde conoce a Bernardo, un abogado de ideas vanguardistas que trabaja en el Patronato Nacional de Menores. Ambos, con sus reticencias, se aventuran en un camino de lucha en defensa de la niñez sin sospechar que al final compartirán algo mucho mayor. Sus acciones desencadenarán una serie de hechos en los que la amistad, el amor y la pasión serán el motor que impulse esta historia que no ofrece pausa.

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—Está en fase de debate aún, ya presionamos, teniendo en cuenta especialmente la situación de los huérfanos de San Juan, y que muchos de los niños fueron colocados informalmente en distintas familias. Pero tienen mucha oposición —concluyó mirando al suelo.

A Bernardo lo ponían de un humor de perros todos los impedimentos que se presentaban. “Las cosas deberían ser más simples”, pensó. Es verdad que formaba parte de su genio la dificultad de cumplir órdenes y mandatos, pero tratándose de personas vulnerables, simplemente no comprendía la estupidez humana. “Es momento de dar visibilidad al tema”, reflexionó. Un fuerte dolor de cabeza lo empezó a molestar. Jacinto tenía razón, necesitaba dormir o, si no, ni él mismo sería de alguna ayuda. Terminada la reunión se iría derecho a su piso.

Capítulo 3

Sosteniendo su pequeña maleta, Allegra se abría paso entre el gentío que se acumulaba en la estación de Retiro. No era la única que venía de la región de Cuyo, familias enteras se fundían en sollozos y abrazos eufóricos. Su metro sesenta le impedía divisar a su tío político, Alejandro Pacheco Laprida.

Se adentró en el gran vestíbulo y allí estaba, peinado a la perfección y con un empleado a sus espaldas. Se habían visto dos veces en la vida, porque su padre nunca se había llevado bien con su cuñado, y además se encontraba constantemente ocupado como para viajar a la capital. Reuniendo la compostura, se acercó.

—Eres la viva imagen de tu padre, ¿ese es tu único equipaje? —le preguntó su tío con indiferencia, haciendo un gesto para que la persona que tenía detrás lo tomara.

—Le agradezco, pero ya lo llevo yo —dijo Allegra apegándose a lo único que le quedaba. En el terremoto había perdido la mayor parte de sus pertenencias—. Permítame expresarle mi gratitud por recibirme, seguro tiene muchos asuntos que atender.

—En efecto, pongámonos en marcha. Manuel, déjame de pasada en el club y luego conduce a la señorita a la casa.

Mientras se dirigían al automóvil, le llamó la atención una bombonería apostada en una esquina. Desprendía un exquisito olor a chocolate caliente y su estómago dio un pequeño rugido. Habían pasado horas desde la última vez que había probado bocado y su cuerpo le reclamaba un poco de azúcar. No se atrevió a pedirle a su tío que se detuvieran, ya algún día volvería por uno de ellos.

картинка 4

El hogar de los Pacheco Laprida se erigía en uno de los barrios más exclusivos de Buenos Aires; ocupaba media manzana allí donde las calles Montevideo y Paraná se tocan. Se trataba de una construcción nivelada en tres pisos con una rosaleda circular en la entrada. Tres ventanales de arco rebajado al estilo Art Nouveau inundaban la fachada, y la completaba un extenso jardín trasero. Este pequeño palacete había sido construido por un renombrado arquitecto francés para un empresario de la misma nacionalidad. Fallecido este, fue adquirido por sus tíos.

En la puerta de entrada, dos mujeres la aguardaban expectantes. Su prima, la joven Elena Pacheco Laprida, salió corriendo —pese a llevar zapatos altos— y la envolvió en un abrazo.

—Allé, ¡qué alegría saber que estás bien! ¡No pude dormir desde el día que escuché las noticias, las cartas no llegaban y a duras penas me retuvieron en la costa! —parloteaba Elena y logró arrancarle una media sonrisa.

—Elena, querida, dale un respiro a la pobre, ya van a tener mucho tiempo para ponerse al corriente —susurró María del Pilar Moreno Naón, la hermana menor de su madre—. Ven aquí, pequeña… —dijo y la tomó en sus brazos.

Allegra, al observar el parecido familiar, no pudo contenerse más y estalló en sollozos quedos, como si hubieran liberado el tapón que frenaba su dolor. Diez minutos después, y con los ojos como compota, se dirigió a su tía:

—Perdóneme, tía, esto, yo no sé qué me pasó… —bajó su mirada.

—Nada que perdonar, mi niña, y, por favor, tutéame, somos familia —sostuvo mientras le acariciaba la mejilla—. Elena, dile a Luisa que prepare un baño caliente, unas tisanas y un almuerzo tardío para Allegra.

Hacía mucho que no se dejaba cuidar de esa forma, pero la verdad era que nunca había sentido tanto abatimiento y cansancio. Guiándose por su tía, ingresó. María del Pilar Moreno se caracterizaba por ser una mujer en extremo bondadosa. Desde la muerte de su madre era quien más pendiente estaba de ella y de las mellizas, jamás se olvidaba de los cumpleaños o fiestas, y se las ingeniaba para hacerles llegar pequeños presentes. Por su padre, sabía que su vida no había sido fácil. En medio de un confuso enlace, había tenido grandes dificultades para concebir. Antes del nacimiento de Elena había perdido a una niña de muy corta edad y su esposo no se jactaba de ser el más respetuoso. “Al parecer, sigue atrapada en ese matrimonio”, concluyó Allegra. Por su parte Elena, ahora de veinte años, distaba mucho de ser la niña mimada y consentida que todos creían. Por fortuna, se habían mantenido en contacto a través de extensas cartas y Allegra la sentía más cerca que nunca. Con su pelo rubio radiante, era el centro de atención en cada lugar que pisaba y dentro de esa jovencita habitaba un corazón inquieto e indomable.

Unas cuantas horas más tarde, sin saber dónde se encontraba, Allegra intentó abrir los ojos, pero estaba todo oscuro. Saltó de la cama con el corazón en la boca y tanteó el interruptor de luz porque desde esos días no soportaba encontrarse envuelta en penumbras. Se dio un tiempo para acostumbrarse, estudió la habitación. Todo era excesivamente rosa, paredes pasteles, cómoda y armario de pie decorados con pequeñas florecillas salpicadas del mismo tono y, por si fuera poco, cubrecama de seda rosa. “Dios mío, ¡qué intensidad!”, y automáticamente recordó a sus hermanas. Volvió a sentir esa opresión en el pecho y sostuvo en su puño a la Virgen Niña. “Madre mía, protégelas dondequiera que se encuentren.”

Tenía que ponerse en marcha, no había ido a Buenos Aires para reposar, cada día que pasaba era un día más en que las niñas estaban por su cuenta. Se sorprendió de la energía que la inundó, y tras vestirse con lo primero que encontró, bajó en busca de su tía. “¿Ahora adónde voy? Esta casa es tan grande y silenciosa…” Todo se veía impoluto e intocable, por primera vez en su vida el orden la perturbaba. Extrañaba el alboroto de su propio hogar.

—¡Allé! Por fin despertaste, dormiste como cinco horas seguidas y mi madre nos tenía prohibido emitir sonido —la sobresaltó Elena—. Veo que te mandaron a la habitación rosa, con solo pasar me encandila. Pero mi madre se niega a redecorarla —alzó los hombros—. Si quieres, puedes dormir conmigo.

Le bombeaba la cabeza. La euforia de su prima no contribuía en lo más mínimo, sin embargo, tenerla cerca le traía ese pedacito de paz que tanto anhelaba y no quería dormir sola, los fantasmas eran demasiado grandes.

—Por favor, pero solo con la condición de que me narres una de tus tantas historias que mencionas en las cartas, allá nos tenías embelesadas —bajó repentinamente la voz.

—Yo estoy contigo y lo sabes, nada ni nadie me detendrá. No olvides que no estás sola y, por más autosuficiente que seas, primita, no debes cargarlo todo —concluyó tomándola por la cintura—. Ahora bajemos, mi madre me mandó a buscarte y, si no aparecemos, nos quedaremos sin cenar.

Entró en una sala de estar inmensa pero acogedora, y su tía las recibió sentada en una butaca donde estaba leyendo.

—Tía, quería agradecerle… agradecerte por haberme recibido, ojalá fuera en mejores circunstancias.

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