Lucía Victoria Torres - Tus grandes ojos oscuros

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En esta novela se retoma el universo creado en Rojo como tu pelo, y de nuevo personajes de la familia Sánchez Ruiz enfrentan grandes desafíos. En esta ocasión, Margó, una mujer decidida que buscó tener el control de su existencia, desde muy temprano descubre que una parte siempre estará por fuera de su alcance. Entonces decide adaptarse y aceptar los caminos que las circunstancias le indican: tal vez residir en el extranjero, tal vez una vida matrimonial, y cuando cree que lo ha conseguido, que es dueña de su destino, la violencia que las bandas criminales instauran en su barrio, por su afán de poder y por su enfrentamiento con el Estado, viene a arrebatárselo y a trastornar no solo su cotidianidad sino también el sentido que decidió darle a su vida.

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—Al mío solo una cucharadita. Voy a empezar a reducir el azúcar –aclara.

Recibe el café y ve a Elvira sentarse con su pocillo en el taburete que le ha prestado. Viejo pero bien conservado, es el único que hay por ahora en la habitación. Se fija en el reloj sobre la mesa de noche.

—Nos ha rendido, son las tres y ya estoy acomodada.

—Gracias a los muchachos. Sin su ayuda, quién sabe dónde iríamos.

—Jóse es tan diligente.

—Afanoso, diría yo. Estaba convencida de que iba a quedarse más tiempo, pero ya dizque se va… Ay, Margó, ¿no se te hace muy rápido?

Margó es como le dicen en la familia.

—¿Qué hacemos ahora? –Elvira trata de animarse.

—Organizar nuestras vidas, la tuya, la mía, y preparar el viaje, a ver si nos olvidamos de este desastre.

—¡Nooo, que qué hacemos ya! –aclara.

—Ah… aquí nada queda para arreglar, al menos por hoy.

—Podríamos dar una vuelta por el lugar. Así vas conociendo a la gente, saludas y ves si…

—No no no, ahora no, mañana cuando tenga más ánimos.

—¿No salimos entonces? ¿Y las compras que querías hacer?

—Tomémonos este café primero.

—O prefieres descansar.

—No, todavía es temprano, me gustaría al menos arrimar a una agencia de viajes.

—¿Vas a buscar otro presupuesto? Pero si ya le hemos echado todas las cuentas a ese viaje.

—Es para ir haciéndome a la idea y ocuparme de otra cosa, pensar en que voy a volver a caminar por Manhattan me resulta más edificante en este momento, siempre añoraré Nueva York.

—¡¿En invierno?!

—Tiene su gracia. La nieve siempre es conmovedora.

—¡¿A nuestra edad?! Dudo que se le sienta el encanto.

—Puede ser…, sí, sería preferible aguardar a que pase tanto hielo.

—Así nos da más tiempo de resolver todo.

—Eso sí, y podría irme más tranquila.

—Parece que ya se está arreglando este problema.

—Ajá…, por lo menos salí de tu casa y voy a dejarte en paz.

—¿En paz? Quién te dijo que… ¿Por qué me dices eso? Yo te recibí con mucho gusto. La casa de un hermano es como la casa de uno.

—Lo sé, pero… es que en esas condiciones… caerte así de improviso, sin poder planear nada…

—¿Y es que el destino puede planearse? Si a eso vamos… Mira yo cómo terminé en ese apartamentico tan estrecho.

—¿Estrecho? No seas malagradecida, Elvira, cómo nos acomodamos de bien, la chica en su habitación, Julián en la suya, yo tuve la mía, y ahora te quedan dos desocupadas, y si la chica se independiza… Si hubieras conocido al menos un rancho de los miles que visité en el barrio, hasta diez metidos en una pieza con un mero colchón… peor, encima de un arrume de arena para darse calor.

—Quién iba a creer que te cayera encima semejante problema. Justo a ti. Cómo les ayudaste. Tantos años resolviéndoles las necesidades y peleando por esa gente y…

—Y terminé de arrimada.

—¿Arrimada? ¡¿Te sentiste muy arrimada en mi casa?!

—Es una manera de decir.

—Así sea, ni lo debes pensar.

—No te enfades por eso.

—Claro que sí. He estado en deuda contigo. Siempre quise pagarte, retribuirte por lo de Jóse.

—Nada te he cobrado.

—Yo sé. Pero siempre lo tengo presente.

—No tendrías por qué hacerlo.

—Su visita a la tumba del papá me lo recordó más.

—Ay, esa visita… le dio duro, pobrecito, casi ni habló en el almuerzo.

—Claro. ¡Con lo que Fonso le hizo! Y me hizo a mí. No me separé por no cargar más problemas. ¡Que un papá eche a un hijo de la casa! Siempre que me acuerdo me pregunto con qué clase de hombre me casé.

—Nunca se sabe con qué puede salir un hombre. Mira a Ken.

Sin ponerse de acuerdo, las dos mujeres coinciden en sorber su café. Silenciosas, miran alrededor e inspeccionan de nuevo la organización del cuarto.

—Bueno, ¿y cómo quieres los zapatos?

—Descansados. –Margó se mira los pies–. Parecidos a estos.

—¿Como esos? Cómprate algo menos rudo. Ya no tienes que preocuparte si te sacarán ampollas o no y si la suela aguanta las piedras.

—Creo que serán los últimos que compre. Muere también mi engorrosa búsqueda de zapatos.

Vuelven a quedarse en silencio. El significado de lo dicho por Margó está claro para Elvira. En realidad, desde los sesenta años de edad uno podría empezar a considerar como últimas muchas cosas, especialmente el hecho de adquirir nuevas posesiones. Hasta las más simples o indispensables terminan siendo revaluadas. El desprendimiento de los objetos materiales se hace más fuerte a medida que la conciencia de la muerte se vuelve presencia en la vida diaria, en ese momento en el que la frontera entre la vida y la muerte es cada vez más sutil. A la edad de Margó algunos incluso ponen en duda el sentido de comprarse una propiedad para vivir solos y les resulta más sensato meterse en esos internados de viejitos tan parecidos a los conventos.

Gracias a las semanas en casa de su hermana, Margó pudo buscar con cierta calma dónde acomodarse. Un sitio digno, acorde a su estatus y capacidad económica. La habitación asignada se ajusta a su condición y a su nivel de exigencia. Dio la talla cuando inspeccionó cada huella posible de suciedad: pisos brillantes, paredes blancas recién pintadas, rincones exentos de telarañas o mugres acumulados, baldosines casi nuevos en el baño, griferías y conexiones en buen estado. Un espacio casi inmaculado. La limpieza del lugar, infalible, la convenció de que era el mejor. En otros que visitó, los olores a orines y a viejos sin bañarse la espantaron en la puerta de entrada.

—No previmos lo de la cortina, pero siquiera no hay que comprar y me defiendo con la que vas a prestarme mientras traigo las mías.

—Creo que te agradará. Tenemos gustos parecidos.

—Cómo es la vida, sin cortina y con el montón de trapos que tenía, algunos se quedaron sin estrenar.

—Si te hubieras ido cuando empezaron esas invasiones habrías podido lucir las bellezas que trajiste de Estados Unidos.

—Lo que debí hacer fue no guardar nada, pero uno siempre está como a la espera de algo, sabiendo que el futuro nunca puede adivinarse, sencillamente no existe.

—Lástima la vajilla tan fina. Apenas la usaste.

—Era indigno en medio de tanta miseria.

—Y el cristal. ¡Y ese montón de porcelanas!

—Ya, Elvira, ya, deja eso.

—Es que… ¡qué vas a hacer con tanta cosa!

—Ya veremos, nunca tuve tiempo de pensar en eso, ahora me sobrará, por ahora solo me interesa la cortina.

—Mañana te la mando.

—Pero no molestemos más a los muchachos que ya han volteado demasiado y qué pena haberlos preocupado por una cortina.

—Preocupados han estado y estarán hasta que se resuelva todo. Lo malo es que lo de Flor los ha puesto más ansiosos.

—Por qué Flor no me contestará. Para eso le dejé el teléfono, para mantenernos comunicadas. Debí comprar el celular. Cómo voy a vivir sin teléfono aquí.

—Convéncete. Cortaron la línea. Esos hombres te cogieron bronca.

—Se supone que ya están derrotados, ¿para qué han sido tantas operaciones entonces?, y no fue bronca, ni a mí solamente, con todo y por todas partes se metieron.

—Son como una plaga. Con razón Julián dice que eso es muy difícil de erradicar. Ay, ese muchacho. Es capaz de irse para allá si Flor no da señales de vida de aquí a mañana.

—Si va, me gustaría que me trajera el baúl, no se me quita de la cabeza, no sé por qué.

—¡Ese armatoste! ¿Para ponerlo dónde?

—En esa esquina, con las otras fotos, y allá va a ir el escritorio.

—Un escritorio es muy necesario, pero ¿si cabe aquí?

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