Lucía Victoria Torres - Tus grandes ojos oscuros

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En esta novela se retoma el universo creado en Rojo como tu pelo, y de nuevo personajes de la familia Sánchez Ruiz enfrentan grandes desafíos. En esta ocasión, Margó, una mujer decidida que buscó tener el control de su existencia, desde muy temprano descubre que una parte siempre estará por fuera de su alcance. Entonces decide adaptarse y aceptar los caminos que las circunstancias le indican: tal vez residir en el extranjero, tal vez una vida matrimonial, y cuando cree que lo ha conseguido, que es dueña de su destino, la violencia que las bandas criminales instauran en su barrio, por su afán de poder y por su enfrentamiento con el Estado, viene a arrebatárselo y a trastornar no solo su cotidianidad sino también el sentido que decidió darle a su vida.

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marca nominal dificultábamos nuestra integración como habitantes de la zona. ¡Discutía con ellas! Me gusta llamar las cosas por su nombre y valorarlas en su justa medida. Nosotros habíamos pagado por el lote. Éramos residentes legales. Los invasores no. Pero forcejearon y se opusieron. Soportaron y sobrevivieron. Lo convirtieron en un acto de resistencia. Hasta que el despropósito pegó. Se asentaron y nació un barrio aquí y otro allá y uno más allá. Les ponían nombres acordes al hecho mismo. Las Independencias. Los Héroes. Nuevos Conquistadores. Libertad. Al nombrarlos los hacían reales. Y vea el resultado. Dieciocho barrios. Una comuna entera. Sin darme cuenta pude haber recorrido los siete kilómetros cuadrados que tiene el sector. No reconozco a toda la gente. Imposible. Sé que son más las mujeres que los hombres porque a ellos los matan más. Que hay menos casas que familias y que todas son de clase baja. Las funcionarias del Gobierno también nos recalcaban que dijéramos estrato socioeconómico y que especificáramos si era bajo-bajo, bajo o medio-bajo porque en el barrio no todos estaban en las mismas condiciones. Para mí no existía diferencia. La vida era difícil para todos y en todo sentido. Demasiada desocupación y carencia de lo básico. Aun así fuimos organizando la comunidad y saliendo adelante con ella. Que servicios públicos. Que transporte. Que puesto de salud. Que la escuelita para los niños. Hasta que empezó a meterse gente rara y se fue perdiendo el control. Primero aparecieron los guerrilleros. Detrás llegaron los paramilitares que los combatían. De ahí pasamos a los narcotraficantes y sus sicarios. Los peores porque para ellos el crimen es una forma de trabajo. Les gusta hacer dinero con el mínimo esfuerzo. Matan al que se les oponga y pagan lo que sea. Con ellos todo se enredó más. Se volvió ingobernable. Se depravó. Empezó a ser escabroso. Desplazaron a unos policías que no sabían defenderse y vacilaban para entrar a nuestro barrio. Se renovaban los delitos y los delincuentes y la población aumentaba pues la guerra del país seguía botando desplazados a las ciudades. Quien huye busca un lugar para aterrizar. Necesita donde acomodarse. Se somete con tal de alejarse de los enemigos aunque exista el riesgo de que surjan otros nuevos. Batalla en otro campo de batalla. Entonces el barrio crecía y a la vez se deterioraba. Los policías se rindieron y nos dejaron a la deriva en manos de inmorales y pícaros. Con su ausencia favorecieron el exceso y el atropello. Una situación así es ineludible cuando se la padece. De alguna manera hay que enfrentarla. La gente clama que alguien intervenga. Se cansa. Hace lo que sea para combatir el mal. El barrio no se quedó atrás. “Si la justicia privada es la única forma posible de defendernos, ¿por qué no aceptarla?”, le oí decir a uno de la acción comunal. Después otro señor dijo que como el presidente de la república había fundado las cooperativas de autodefensa para proteger sus tierras, “entonces no hay nada malo en hacerlo nosotros que trabajamos por una comunidad”. Me dio temor que se tratara de tolerar grupos armados como los que había en otras partes de la ciudad. Grupos de limpieza social. Me horrorizaba dicha alternativa. Pero la mayoría estuvo de acuerdo. Hasta ese día les fui a las reuniones. Lo que no se puede cambiar hay que tolerarlo y si no puedes tolerarlo tienes que alejarte. Concluí que también lo pernicioso se copia así conduzca al infierno. Me di cuenta de que eso era un círculo vicioso y peligroso. Que el miedo a las balas doblega a buenos y malos y que donde se carece de gobierno y nadie se atreve siempre hay quien se aproveche. Terminaron mezclándose guerrilleros con gente que estaba dispuesta a armarse, y paramilitares con policías que no sabían moverse solos. Todos querían mandar. Imponer su ley. Unos y otros lograron apoyo. Se propagaron. Se adueñaron de la zona por sectores. Aplacaron a las bandas de asaltantes y matones. Es verdad. Se volvieron autoridad. Cuando los guerrilleros alcanzaron el control ahí el Gobierno sí se preocupó. Aterrizó con un programa de mejoramiento para cambiar ranchos por casas de material. Sobre todo en la parte alta. La más conflictiva. Millones de préstamos internacionales invertidos y sin embargo poco mejoró la vida con eso. Siguió teniendo la misma dureza. La vida allá era una tragedia social desbordada. Saber que ahí están mis casas y queda todavía Flor. Mi muchacha me recuerda a las mujeres que lavaban ropa en la quebrada. Muchas veces llegué hasta donde ellas para conversar. No paraban de restregar la ropa y darle golpes contra las rocas mientras hablábamos. Yo me sentaba en una piedra. Me quitaba los zapatos y metía los pies a la quebrada. Era tan limpia el agua que me veía las uñas patenticas. Mis pies se hinchaban con las caminadas por las lomas. Qué asoleadas aquellas. Yo me ponía un sombrero. Tenía la costumbre de los sombreros. Desde niña en la finca los usábamos mis hermanas y yo. Luego en el verano en Estados Unidos. También echaba en el bolso una camisa vieja de Ken de manga larga para ponérmela encima. Siempre había algo de qué protegerse. Los mosquitos. Un alambrado. Una llovizna inesperada. El viento en la tarde que enfriaba. El invariable sol de una ciudad sin estaciones y en primavera perpetua. A esas mujeres el solazo les caía directo. Tenían las mejillas resecas y tostadas. Se metían descalzas a la quebrada. Se les emparamaba la barriga. Por las sienes les chorreaba el sudor que les humedecía el pelo y las hacía echarse agua en la cara y el cuello. Conversábamos bueno. Tranquilas. Con confianza. Como mujeres. Se desahogaban. Las oía con verdadero interés. En el colegio me enseñaron que una simple conversación puede transformar vidas. Que con un gesto sencillo de generosidad, por ejemplo, es posible cambiar un panorama oscuro. Y la lección más grande que recibí de la vida religiosa fue la aceptación de lo que nos pasa y no quisiéramos que nos pasara. Entonces se los decía a ellas y ahora me lo digo a mí. Trato de encontrar maneras de aceptar mi situación. De ayudarme así como me hubiera gustado ayudarles a todas esas mujeres de la quebrada. Era lo que intentaba. Ofrecerles al menos unas palabras que les dieran esperanza en un futuro más claro. Tan claro como el agua que tomábamos en las manos para mitigar la resequedad que nos dejaba en la boca la confesión de la intimidad. Para limpiar el llanto derramado al confiarla a otro. También yo sentía ganas de llorar. Pero me cohibía. Si era quien estaba consolando no podía desmoronarme. Oprimía las lágrimas y se las devolvía a mi corazón. Él me castigaba ocasionándome como un desgarre en el pecho. Yo le hacía entender que podía desahogarme por el camino de vuelta. A veces la perturbación me bloqueaba el llanto hasta por la noche cuando llegaba a casa y se me chorreaban las lágrimas apenas cerraba la puerta. Hablar con la gente humilde me ponía triste. Pero yo necesitaba descubrir a aquellas personas. Saber cómo enfrentaban su situación. En las historias cotidianas que me contaban veía el coraje que exige llevar una vida como la suya. Un coraje que la mayoría ignora porque la gente mal vestida y revejida con niños desnutridos nada les da a entender ni les dice. Es gente que apenas significa algo para quienes los aman. O para mí que los tuve cerca. Una gente que me enseñó la cara verdadera de la solidaridad. Lo que yo tanto he pregonado. En ninguna otra parte conocí personas capaces de privarse de algo para compartirlo con otro aunque nadaran en la necesidad. Los ricos que nos ayudaban desconocían el verdadero significado de su gesto. En algunos era solo apariencia y conveniencia. A otros ni les interesaba saber que los pobres existen y son gente buena. Cuando iba por las donaciones me tropezaba con su imponencia. Me atropellaban con su mezquindad. Me humillaban con su actitud. Me hacían sentir miserable y darles la razón a los que se sublevan. ¿Qué hace una persona con necesidad y hambre que recibe desdén de quien podría tenderle la mano con algo de comida o ropa o techo para hacerle la vida más llevadera? Me tildaban de paternalista. No valía explicarles que la asistencia social y humana ha existido por siglos. No les interesaba saber que en el mundo entero hay voluntarios que trabajan por los necesitados. Gente preparada que promueve la caridad. Universidades que piensan la pobreza. Nunca pudieron entender que eso también puede ser una inquietud de la inteligencia. O yo no pude convencerlos como sí logré convencer a esas mujeres que recordaré siempre y extrañaré tanto como al barrio. Porque aun en medio de tanta carencia y doblez el barrio tuvo sus momentos bonitos. Y tenía otro nombre cuando Ken y yo llegamos. San Javier. Nombre de origen vasco que curiosamente significaba casa nueva o castillo. Compramos el lote porque nos pareció muy agradable todo alrededor. La primera vez que fuimos a verlo había tres vacas y dos terneros masticando hierba. Me gustó la arboleda en la parte más alta. Sigue casi igual. Quién sabe si se conservará en el futuro. Servía de escondite a los guerrilleros y por ahí escapaban los delincuentes cuando empezaron los allanamientos y requisas. Al lado de ese bosque nació el botadero de escombros a donde han ido a dar los desaparecidos de estos años. Cientos de muertos sepultados en una fosa común impensada. Se sabe por el olor. Es inevitable ignorarlo. Cómo imaginarse entonces semejante porvenir. Nos ilusionaba construir una casa a nuestro gusto y al final decidimos hacer dos. Una encima de la otra. La de abajo para alquilar. La de arriba para vivir con mamá. Durante nueve meses vimos cómo levantaban cada parte de las casas. Sé por dónde van las tuberías y los cables de la electricidad. Aún me parece sentir el olor de los adobes húmedos y el piso de tierra cuando íbamos en las tardes a ver cómo había avanzado el maestro de obra. Seguramente lo tenía cansado yendo a diario a chequear lo que estaba haciendo. Que si el inodoro allí y que si el lavamanos allá. Que la poceta y la instalación para la lavadora. Que esto y aquello. Me emocionó mucho ver el armazón de madera para techar la casa de encima. Lloré cuando terminaron de poner las tejas de barro. Yo fui artífice y testigo del nacimiento de lo que hoy me quieren quitar y tuve que dejar. Mis casas no tienen balazos en las paredes como las de tantos en el barrio o como las escuelas. Sin embargo están en peligro. Las quiero por lo que llegaron a representar para mí. Nunca antes había tenido una casa propia. Ni soltera ni casada. La casa de Ken era la de él y su madre. Ella terminó aceptando que cambiara cosas. Un mueble. Una alfombra. El puesto de las ollas. Ella terminó muriéndose y yo pude hacer lo que quise. Pero esa casa nunca fue mía ni pude sentirla como mía. Quería tener una y en mi país. Hacer la casa de los dos. Fue el inicio de una nueva vida. Nuestra vida aquí. No sabíamos cómo podía resultar. Tomamos el riesgo con ilusión. Ken terminó conformándose y trabajando en lo menos pensado. Ken no había necesitado plantearse el servicio a los demás. Desconozco qué significó para él conocer la pobreza extrema y vivir rodeado de ella trabajando para hacerle frente. Nunca se me ocurrió preguntárselo. Lo embarqué en una empresa y un compromiso que lo extenuaban. Pero jamás le oí renegar por ello. Lo asumió con seriedad y nobleza. Se dedicaba a los contactos y a conseguir las ayudas con los curas y las entidades estatales. Ser extranjero y hombre le facilitó las cosas. La presencia y el acento le abrieron puertas. Le caía en gracia a la gente por la forma como se vestía y hablaba. Fue el gestor del centro médico que tanto nos enorgulleció después de haber empezado en una carpa en la calle con practicantes de medicina y las novicias como enfermeras. Fue mi cómplice y compañero en la aventura. Me alentó en momentos en que quise darme por vencida. Por eso merece que le perdone lo que me hizo. Aún no logro excusarlo del todo. Pero el día llegará. Fue justo el homenaje en la Alcaldía y que le dieran la ciudadanía. Mínimo reconocimiento por sus servicios a un país que no era el suyo y lo recibió de esa manera. Yo pienso y pienso en toda esa gente amontonada de mi barrio querido. Gente sencilla. La gente sencilla conmueve. Más si es honesta y trabajadora. Nunca podré olvidar la mirada de respeto que siempre nos dirigieron. El tono de voz cuando nos hablaban. Acordarme de eso me resarce ahora que tuve que echarme para atrás. Me hace ver un lado diferente de las cosas y me evita arrepentimientos. En ese momento era lo que había que hacer. Alguien tenía que hacerlo. Nos tocó a nosotros. No me pesa. Me ha gustado vivir en la frontera. Eso ofrece otra mirada. Ayuda a entender la verdad del otro. Enseña que la de uno es solo una entre muchas y no necesariamente la correcta. Que hay ideas más valederas. No es fácil llegar y entrar de manera segura sin levantar sospechas. Generar rechazo o correr peligro. A Ken le tocó lo bueno dentro de todo eso tan nefasto. Siquiera se libró del chantaje. Las amenazas. La decadencia. Hasta donde pude le oculté las llamadas y los anónimos. Me sentía culpable. Pero estuvo a salvo. Yo también lo estuve mientras vivió a mi lado. Había estado opacada por él y se fijaron en mí apenas quedé sola. Ahí mismo fueron a visitarme. Ni siquiera había terminado el novenario. Primero llegó un hombre solo. Que a darme el primer aviso que porque no habíamos hecho caso de las boletas debajo de la puerta y las llamadas. Como estaba haciéndose el bueno, con un cinismo desvergonzado, entonces me tocó cantarle la tabla. Se me grabó la conversación.Читать дальше
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