Volvió a guardar el libro de Dostoievski en el estante, fue andando despacio y algunos metros más adelante sacó otro libro, uno rojo con inscripciones en dorado.
–Si adivinas de quién es, tengo una sorpresa para ti.
De nuevo se puso a hojear, luego tamborileó con el dedo sobre un párrafo y comenzó a leer: “En la primavera si una doncella como una virgen me ofreciera una copa de vino junto a un verde campo de granos, aunque para el vulgo sea blasfemia, peor que un perro sería yo si mencionara otro paraíso”.(5)
–Dostoievski no es...
–Bueno, ya vas bien.
–¿Goethe? –¿Cuál podía ser la sorpresa?
–No, pero cerca. Mira... –Se acercó a mí, me pasó el libro y señaló algo en la portada. Yo leí mi propio nombre.
–Quizás fue tu bisabuelo, ¿quién sabe?
Me quedé con el libro y me senté. Estaba cubierto por una fina capa de polvo y tenía los lados gastados. En la tapa, en el centro de un escudo oriental ricamente ornamentado, estaba escrito con letras doradas en alemán: Las sentencias de Omar, el fabricante de tiendas, y en la portada: “Traducido del persa por Friedrich Rosen. Berlín, 1922”.
Yo estaba entusiasmado y quería seguir mirando, quería ver lo que había escrito mi eventual antepasado, pero Eisenstein me quitó el libro de las manos y se echó en su diván.
–Es el famoso Rubayat de Omar Khayyam. Siglo XI, Persia. Y esta es una de las dos traducciones que tengo. La mejor. A propósito, el traductor, este Friedrich Rosen, fue ministro de Relaciones Exteriores del Imperio alemán, el antecesor de Walther Rathenau.
Pero yo no había oído nunca ninguno de los dos nombres y pensé que si hubiésemos tenido un verdadero ministro de Relaciones Exteriores en nuestra familia, con toda seguridad mi padre no hubiera dejado de mencionarlo todos los días en la cena.
–Quién sabe –dijo Eisenstein, abrió el libro, lo apoyó sobre su pecho y se puso a hojearlo.
Durante un largo rato leyó para mí y para él los cuartetos de Omar, el fabricante de tiendas; la mayor parte del tiempo hablaba de muchachas y vino. Leía bien, en voz baja y lentamente, pero también melódicamente y en un alemán impecable como el que yo conocía de mi padre. Así me había leído él también hacía mucho tiempo, cuando yo estaba enfermo en cama. Seguimos bebiendo. En un momento cerró suavemente el libro y lo dejó apoyado sobre su corazón.
–En todos estos años –dijo– no logré descubrir qué es más importante en la vida: seducir a una muchacha o leer un buen libro. Simplemente no encuentro una respuesta. Y es la pregunta más importante en la vida de un hombre.
Yo había cerrado los ojos y veía la imagen de Gretchen bailando delante mío. Tenía que dejar de beber urgentemente.
–No sé –dije. Sentía la lengua lenta y pesada–. Las dos cosas me resultan tentadoras.
Eisenstein se había levantado sigilosamente, como si no quisiera despertarme, y había ido hasta el escritorio.
–Creo –dijo mientras se sentaba en su sillón– que el secreto es no llegar nunca a la situación en la que uno tenga que decidirse. Mientras las dos cosas sean posibles no es errada la vida.
3Se refiere a la “encamada” o “la cama de la paz” de John Lennon y Yoko Ono en 1969, en tiempos de la guerra de Vietnam. En un acontecimiento-performance abierto a la prensa pasaron una semana en la cama en un hotel de Ámsterdam y otra en un hotel de Montreal como forma no violenta de protestar contras las guerras y en pro de la paz [N. de la T.].
4Sopa que suele comerse, entre otras, en la cultura judía de origen europeo [N. de la T.].
5La versión al alemán es: “Im Frühling mag ich gern im Grünen weilen, und Einsamkeit mit einer Freundin teilen, und einem Kruge Wein. Mag man mich schelten : Ich lasse keinen anderen Himmel gelten” [N. de la T.].
9
Ya no sé si ella había entrado exactamente con esas palabras, pero de pronto la tenía delante de mí, en el medio entre los dos divanes, entre el polvo de los libros y la niebla de los cigarros. Llevaba una camiseta blanca holgada y pantalones cortos de jean, su cabello rojizo relumbraba bajo la exigua luz, me sonrió y me miró. Yo quise levantarme, pero ella se sentó al lado mío en el diván y colocó su mano sobre mi pecho. Luego se inclinó sobre mí y me dio un beso.
Yo no había adivinado de quién era el poema, pero él igual tenía una sorpresa para mí.
Horas más tarde, cuando después de acompañarla a la puerta, fui tambaleándome por el corredor y entré a ese salón inmerso en la difusa turbiedad de un acuario, con la mente vacía y llena al mismo tiempo como después de una fuerte embriaguez, incapaz de cualquier idea clara y cercado por miles de imágenes de los últimos momentos, Eisenstein seguía como escondido detrás del escritorio. No se había movido un centímetro, por lo que pude distinguir en la semipenumbra; se había deslizado, empero, hundiéndose en el asiento del sillón negro como la pez, tenía las orejas a la altura de los reposabrazos, la cabeza hundida entre los hombros, de modo que su cuerpo, normalmente imponente, ahora se veía como el de un niño de delicada contextura. Pero su rostro tenía otra expresión. Si antes Eisenstein había parecido introvertido, distante como el distinguido contemplador de una obra de arte, de un happening que Gretchen y yo celebrábamos ante él, ahora que estaba solo conmigo su mirada era de una curiosidad clínica y de una indiscreción como si tuviera que saber sí o sí cómo había logrado yo lo que él acababa de presenciar. Como si hubiera algo que saber...
Indeciso de pie en el medio de la habitación incliné la mirada para ver lo poco que alcanzaba a espiar de él: sus blancos dedos, la colilla de un cigarrillo encendido entre ellos, los labios entreabiertos. Sus ojos negros centelleaban desde la oscuridad, un animal depredador en su cueva.
–¿Y?
–¿Y qué?
–Y... ¿cómo fue? –susurraba.
–¿Cómo fue... qué?
Me empezaron a temblar las piernas. Los desacostumbrados esfuerzos de la última hora se hacían notar. Estaba hambriento y sobresaturado a la vez.
–Dios, Johnny, no te hagas el tonto más de lo que eres. Vamos, dime.
Me dejé caer en el diván, allí donde hasta hacía unos momentos había estado tendido con Gretchen, y a medias incorporado apoyé la cabeza sobre el reposabrazos de tal modo que ya no lo podía ver más a Eisenstein.
–¿Decirte? ¿Qué tengo que decirte?
–¡Tienes que contarme, maldición!
Sus susurros habían dejado lugar a un hablar entre dientes impaciente.
–¿Qué quieres que te cuente si estabas ahí? ¿Qué te puedo contar que sea nuevo para ti? ¿No estuviste sentado todo el tiempo ahí y viste todo?
–Vi, Jonathan, vi. ¿Pero eso significa que participé? ¿Yo me acosté con ella? ¿Yo la toqué? Ni mucho menos. El único que participó fuiste tú, Jonathan. ¿Acaso yo soy tú? ¿Estoy en tu cabeza, estoy en tu cuerpo? Yo simplemente quiero que me dejes participar. Cuéntame sobre ella, sobre su cuerpo, sus movimientos, su perfume, su piel. Cuéntame tus sensaciones, cuéntame todo lo que sentiste. Déjame sentirlo, Jonathan, déjame sentir lo que pasó verdaderamente. Cuéntame cómo fue.
Yo me quedé entrecortado. Había subido el volumen de su voz, el tono sonaba más serio que lo que estaba acostumbrado de él, y tuve la sensación, ya antes de que el tercer “Jonathan”, esta vez totalmente alemán, me recordara definitivamente la forma severa en que solía llamarme mi padre, de que por un momento él había olvidado ocultar el acento extranjero en sus palabras.
–No estoy muy inspirado, creo.
–Conviértete en el amo y señor de tu inspiración entonces.
No cedía.
Yo no supe qué decir. No entendía. Él lo había visto, ¿qué más había para contar? Yo no sabía cómo se hacía para revivir en él con meras palabras algo que antes había estado vivo en mí.
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