María Cecilia Zunino - Penélope - El día que me casé, otra vez

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Penélope: El día que me casé, otra vez: краткое содержание, описание и аннотация

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Penélope Baldwin Cavagnola, argentina, mezcla de tana y señorita inglesa, protagoniza esta historia de humor, amor, inocencia y rebeldía. Separada y con una hija, decide comenzar una búsqueda de sí misma y del hombre ideal. Para conseguirlo crea una lista con todo lo que debería tener, pero el tiempo le demostrará que no es necesario tildar todas las casillas. Tironeada por las costumbres, los mandatos y sus propios deseos, se irá despertando a una nueva realidad en una novela fresca y divertida, con situaciones absurdas, reveses y giros inesperados, como la vida misma, donde un detalle puede ser crucial para abrir los ojos a una verdad que siempre fue evidente para los demás.

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Con mi primer apellido pude justificar mi nombre, claro, pero ¡¿a quién se le puede ocurrir poner el Cavagnola detrás del Baldwin?! ¿Era necesario? Sí, nena. «Serás muy inglesita como tu padre, pero también sos italiana», afirmaba mi madre: tana, re-tana, de esas que amasan tallarines, ravioles y cappelettis y que se comen religiosamente en familia los domingos al mediodía. «¡Y del norte! Que no se te olvide, ¿eh?». Así fue que me estamparon el Cavagnola después del Baldwin y al que estoy a punto de adosarle el Filiberti, de mi futuro marido. What??? ¡Qué combinación! Pero es así. Como todo en mi familia: no hay términos medios, pero esa es otra historia…

Lo que la puja familiar entre ingleses e italianos (del norte) pasó descaradamente por alto es que yo, Penélope Baldwin Cavagnola, soy Argentina. Complicadito, ¿no?

De todas formas, creo que el peor linaje que enredé en mi familia fue el del primer hombre que le llevé al tío Gerardo (y con el que me fui directo al altar…) ayyyy… ¡¡¡Es que no me explicaron nada!!! «Nena, ¡el amor es para siempre! Te ponés de noviecita e, inmediatamente, te me casás de blanco, ¿eh?», me lo han machacado y machacado, y ahí quedó, tatuado en mí. Dicen que borrarse un tatuaje implica someterse a un dolor profundo. Doy fe.

Borrón y cuenta nueva.

Antes de proseguir con los benditos linajes, debo presentar a mi tío Gerardo Cavagnola: mi figura paterna. ¡Qué tipo divino! Famiglia de Genoveses de La Boca, el barrio portuario de inmigrantes por excelencia. Un colorado pícaro, cabrón, cuida y adorable. Un porteño de pura cepa. El zio nació en Italia, a principios de los años treinta, y emigró de chico a la vera del Río de la Plata. Mi mamá, nacida en Buenos Aires, quedó a su cargo tras quedar huérfanos al poco tiempo de llegados a América. Amante del tango, de los cafetines, de la cortesía, de la picardía y del buen fútbol. El tío Gerardo es el lazo estrecho con mi niñez. Mi protector. El varón que me llevó de la mano a la escuela, a la ferretería a comprar cueritos para la canilla rota, un sábado a la mañana, o a la cancha de Boca Juniors, un domingo a la tarde. Jamás se perdió un acto mío de la escuela. Aunque todavía sigue siendo un don Juan; la discreción, ante todo. Seductor a más no poder y con un sentido del humor único, tiene la capacidad de hacerte reír hasta el ahogo con solo contar un chiste de salón. Un hombre comprometido. Él, siempre junto a mi madre. Nunca nos faltó cariño u apoyo gracias a él.

Perdí a mi padre inglés de muy niña, mi linaje directo a las islas británicas. Él era un hombre sobrio, conservador y acartonado. O, tal vez, es la imagen que me hice de él porque casi no lo recuerdo. Sin embargo, lo que se hereda no se roba. Sobre todo si tenés una abuela inglesa que te graba a fuego tu linaje cada vez que te ve. «Los modales, querida. Say please and thank you at any time». ¡Te lo enseñan antes que a decir mamá!

¿Y el five o’clock tea? No es folklore. ¡Es todo verdad! Ese acento soberbio, agudo y seco todavía me retumba en la cabeza. No es que reniegue de mi gringaje, por el contrario, me ha brindado más de una virtud sin las cuales hoy por hoy no podría vivir. Lo que sucede es que, en lo afectivo, los ingleses se expresan de un modo muy distinto al argentino y, al fin y al cabo, eso es lo que soy: Argentina (ni inglesa ni italiana como cada rama de la familia me ha querido inculcar). Aunque resulta complicado encontrar un parámetro afectivo en un país de inmigrantes, el estilo inglés no se jacta de ser el más expresivo, lo que no quiere decir que no sientan, of course. Las formas siempre cuentan. Manners, manners, manners… Afortunadamente, la vida me compensó con los entrañables Cavagnola. Cariñosos y expresivos, sí. Exagerados y sobreprotectores, también. Al fin y al cabo, y como dije al principio, nadie es perfecto.

En la Argentina, somos todos argentinos, pero, entre familias de inmigrantes, a principios del siglo veintiuno, todavía perduran ciertas picas pintorescas.

Existe, desde el vamos, la competencia con los países limítrofes: los argentos nos chicaneamos con chilotes, brasucas, paraguas, bolas y charrúas… entre nosotros nos matamos por esto o por aquello, pero la verdadera pica siempre pasa por el fútbol.

Y, si hablamos de las colectividades que habitamos las provincias unidas del sur, las variedades son casi infinitas. Fieles a nuestro estilo, tenemos nombres para todos, aunque más de uno puede caer en la misma categoría nominal que otro a quien no se le parece ni en lo blanco del ojo. Así somos.

Podemos mencionar a los tanos, o sea, los italianos; a los gallegos o gaitas, que vienen a ser casi todos los españoles, ya que los vascos son los vascos. Hay portugueses, que pensamos que emigraron todos al Brasil, pero, en Argentina, está lleno. Bajo la nomenclatura gringos, se contempla un abanico dispar en sí mismo que va desde los ingleses, pasando por los alemanes, cada uno de los países celtas, llegando hasta los escandinavos (para ser francos, un gringo viene a ser cualquier persona de tez blanca y de ojos claros que habite en la Argentina). Una de las colectividades más distintivas son los moishes, o sea, los judíos de todos los colores y formas. Hay armenios en cantidad; griegos con apellidos imposibles, y turcos a roletes, ya que dicha nomenclatura contempla una enorme variedad de razas como ser turcos, sirios y árabes o cualquiera que venga del medio oriente, sin distinción. Tenemos a los franchutes o franceses, y una categoría muy interesante: los rusos. Los rusos pueden ser rusos, ucranianos o de, prácticamente, cualquier país de la ex Unión Soviética, o bien los mismísimos judíos (del origen geográfico que sean). No podemos dejar de lado a los croatas, y razas aledañas, y a los polacos (calentones por excelencia). Los chinos abarcan a cualquier ser humano de cualquier raza que tenga los ojos rasgados. Pero los chinos, japoneses, taiwaneses o vietnamitas también suelen ser llamados ponjas. Los negros son otra enorme categoría que va desde los negros azules del África a los pueblos originarios y hasta cualquier individuo que tenga la piel un tono más oscuro que el estándar porteño o argento medio (aunque negro puede ser tanto una expresión de cariño como un terrible insulto…). No puedo dejar afuera a algún que otro yankee que pasó por acá y se quedó entre nosotros por algún motivo laboral o sentimental.

Los argentinos no tenemos ni un drama en convivir o mezclarnos en términos de raza, nos chicaneamos, nos gastamos, sí. De lo contrario no seríamos argentinos. Pero, a la hora de los matrimonios, algunas colectividades se prefieren entre sí. No hay vuelta que darle. Como diría Orwell: «Somos todos iguales, pero algunos somos más iguales que otros».

Y el primer hombre que le llevé a mi tío Gerardo era un típico gallego-argento. López y López. ¡López y López! Pero eso no fue nada: también era hincha de River. En este bendito país, un cuadro de fútbol también puede generar rispideces. Especialmente si se trata del clásico de clásicos porteño. ¿Qué digo porteño? ¡De la nación entera! La rivalidad River-Boca llega, en este país, a límites insospechados. Somos, de hecho, un país extremo. ¡Ni hablar cuando de política se trata! Es una utopía ponernos de acuerdo…

—¡Pero es lindo, tío! —le decía yo para convencerlo.

A mí, ciertos gallegos me pueden, pero ¡cómo explicárselo al tano que no hizo más que soñarme casada con otro genovés!

—¡Se parece a Antonio Banderas! A Banderas en Átame… ayyy, ¿te acordás, Laura?

—¡Sí! ¡Obvio! ¡Qué bombón!

Y bueh… la cosa es que a mí Banderas me gustaba, el mandato decía: “tenés que casarte”, entonces fui y me casé.

Pobre tío, ¡lo que sufrió! Mamá, en cambio, estaba contenta: había casado a la nena, (aunque fuera con un gallego; y aunque, por pura rebeldía mía, el vestido no haya sido blanco). «¡Y, bueno, Gerardo! ¡Hay que adaptarse! ¡Esto no es Génova!», lo consolaba mamá.

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