Sin embargo, el enfrentamiento internacional que comenzara en 1939 también daría pie al desarrollo de las grandes tendencias en la comunicación empresarial, ya que este hecho configuró un escenario propicio para el desarrollo de campañas propagandísticas por parte de los gobiernos. Nos centraremos en los Estados Unidos, porque allí encontramos la cuna intelectual del marketing y, en general, de las diferentes escuelas de ciencias de la administración.
Cuenta Daniel Scheinsohn en su libro La huella digital (2003):
Vemos cómo, un hecho desafortunado como una guerra, motivó una de las transformaciones más aceleradas de la cultura popular norteamericana. En aquella época, su gobierno puso en práctica una de las campañas de comunicación integrada más efectivas de la que se tenga conocimiento fehaciente.
El propósito principal de esta campaña era barrer con las dudas acerca de la intervención norteamericana en asuntos de política exterior: alineó a hombres, mujeres y niños hacia un mismo esfuerzo bélico, hacia una misma visión compartida.
Los medios masivos existentes y algunos otros creados para tal propósito, exaltaban un solo mensaje clave: “Derrotemos a las potencias del Eje”. Esta campaña no sólo ponía el acento en las actitudes sino además en las conductas. Así, el pueblo estadounidense “aprendía” a odiar y a burlarse de Adolf Hitler y de Benito Mussolini, pero al mismo tiempo se esmeraba por construir hábitos capaces de exaltar la disciplina y la responsabilidad individual, entre muchas otras virtudes.
Así, al finalizar la guerra, el mundo se dividía entre la reconstrucción y la abundancia de conocimiento tecnológico que ahora estaba disponible para volcarse de lleno a satisfacer un mercado con grandes necesidades.
Solo como dato, el mercado norteamericano al concluir la Segunda Guerra Mundial representaba aproximadamente el 50% del mercado mundial.
Los comienzos de la segunda mitad del siglo XX, hasta fines de los años sesenta, serían dominados por otra área dura: las finanzas. El problema ahora se trasladaba de cómo producir a cómo financiar la producción y el crecimiento de la demanda. Fue la era de las megacorporaciones, como IBM, GE, por citar algunas. Básicamente, se entendía que, con capital, el conocimiento técnico necesario para desarrollar cualquier producto o servicio estaba al alcance de la mano de cualquier empresa.
En la década de los sesenta, surgen muchos de los postulados que se consideran como el catecismo del marketing tradicional, entre ellos el de Jerome McCarthy de la Universidad Estatal de Michigan, quien concibió la famosa fórmula de las “cuatro P” (Producto, Plaza, Promoción, Precio). De acuerdo con la filosofía vigente en su época, las cuatro P ponían más énfasis en el producto que en el consumidor. Así, el productor decidía fabricar el producto que podía elaborar, luego lo distribuía en las cadenas que él dominaba, lo promovía y, por último, le adjudicaba un precio que, una vez cubiertos los costos, le permitiera obtener la mayor ganancia posible.
Por aquella época los medios de difusión también tenían una orientación hacia la masividad, sobre todo debido al dinero que movilizaba la publicidad. La consigna era impactar a la mayor cantidad de consumidores al menor costo (costo por contacto). Anunciantes y agencias subestimaban la inteligencia del consumidor, pues elaboraban avisos con mensajes manipuladores. La repetición continua prometía los resultados más anhelados. La publicidad ganaba protagonismo de manera progresiva, pero los directivos formados en las lógicas de las llamadas “disciplinas duras” (tales como las áreas de Manufactura, Finanzas o Ingeniería) sentían cierta resistencia hacia ella, ya que la consideraban una disciplina blanda. Si bien no se sentían muy a gusto con este protagonismo, lo cierto era que existía una correlación entre los aumentos de la inversión publicitaria y los volúmenes de las ventas.
A pesar de que poco a poco se gestaba una corriente de gran expansión económica, algunas voces ya advertían que “el crecimiento nunca es para siempre”. Es también durante los años sesenta que Theodore Levitt escribe un libro que titula La miopía en marketing (Marketing Myopia, en su título original). En este texto, el estudioso de Harvard declara que lo que verdaderamente importa son las necesidades del consumidor, y que estas pueden variar en cualquier momento.
Se imponía progresivamente la idea de tratar de comprender al consumidor.
En los años setenta, y a partir de que Alvin Toffler impusiera un nuevo término, comenzó una valorización por lo que denominó “desmasificación”. Con esta palabra, Toffler predeciría lo que sería norma para las décadas venideras en materia de marketing.
El decenio de los ochenta, además de mucha música pop, traería el inicio o consolidación de un nuevo período. A esta etapa se la llamaría “la era del cliente”, pues este ocupaba, ya sin lugar a dudas, el lugar central en la prioridad de cualquier organización que buscara el éxito.
De allí surge la explicación de que las empresas que logran los mayores éxitos son las que consiguen posicionarse en la mente de los consumidores como verdaderas primeras opciones de compra y donde su valor no está dado por la funcionalidad o servicios de posventa, sino por la experiencia que nos permite obtener de su uso. Este último término será explicado con detalle más adelante.
Por primera vez el concepto de marca es comprendido como una gran fuente de atracción para cientos de clientes. De este modo, las marcas se fueron convirtiendo en el activo más valioso de cualquier organización.
No obstante, la tarea de crear una marca no es nada simple. El estudio del comportamiento del consumidor, el neuromarketing, la economía conductual, entre tantas nuevas disciplinas, ahora hacen foco en interpretar qué es lo que sucede en el cerebro de los consumidores, e intentan descifrar la manera de lograr que los productos sean atractivos.
El comienzo del siglo XXI volvería a exigir al marketing repensar su posición y, sobre todo, reinventarse en un mundo de cambio permanente e hiperacelerado. La consolidación de internet como la herramienta de comunicación de las masas obliga a la reinvención y adecuación de las estrategias de comunicación. Así, la publicidad tradicional se muere y da paso a un sinfín de alternativas de relacionamiento. Los integrantes de las nuevas generaciones, denominados “nativos digitales”, viven y se rigen por las leyes no escritas del mundo digital.
De repente todo está al alcance de todos, y llegar a los clientes no es cuestión de presupuesto, sino más bien de creatividad y elección del medio adecuado sin ser intrusivos. Los consumidores no quieren ser molestados, y eligen sobre qué y dónde quieren ser informados con respecto a un producto o servicio. Si tienen dudas, ¡ellos se encargarán de buscarlo!
Surge un nuevo perfil de consumidor, ante el cual el tradicional “vendedor de buzones” no tiene nada que hacer. El cliente hiperinformado llega a nosotros con mucho conocimiento y una decisión casi tomada. Otros no necesitan interactuar en el mundo físico y solo se mueven, compran y se relacionan a través de las redes.
¿Problema u oportunidad? Eso dependerá de cada uno y de la rápida adaptación que podamos hacer en este nuevo mundo, con reglas aún no completamente definidas.
Desde este lugar pretendo ayudarlos a desarrollar su propuesta de valor.
3.1. El qué y los quiénes
Resulta obvio que don Henry Ford no estaba muy preocupado por los quiénes; era tiempo de definir los qué (autos), y los quiénes estaban ahí: cientos de miles de personas deseosas de obtener un automóvil. Tan así es, que muchos le atribuyen la famosa frase “puedes elegir el auto del color que quieras, siempre y cuando sea negro”.
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