Luis Alirio Calle - Pecados originales

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Pecados originales se destaca por su excelente calidad literaria. La voz narrativa es fuerte, no vacila, lo cual permite que el lector establezca de inmediato un pacto entre lo que lee y su interioridad. Las situaciones están muy bien trabajadas, pese a la brevedad que exige el cuento. El mundo de los personajes que pueblan las páginas de la obra se revela con claridad y verosimilitud. El entorno físico está bien descrito, y hay diversidad, pues cada uno de los ambientes en los relatos tiene sus características propias. Los diálogos, que no son numerosos, dejan de lado cualquier afectación para centrarse en la idea que se quiere expresar de manera natural. La obra se distingue por un español que además de correcto es elegante, ajustándose bien a los diferentes temas y situaciones.Cabe destacar que la naturaleza sexual de los cuentos aquí contenidos, asunto difícil de trabajar y más aún cuando se trata de un libro extenso, se caracteriza por su abordaje delicado, sin caer en lo explícito y evitando al mismo tiempo cualquier tipo de autocensura. En este sentido, los relatos gozan de una libertad que le permite al lector ejercer también la suya.María Cristina Restrepo

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Doralba se da cuenta de que ya está hablando en pasado del abuelo Aicardo, y siente escalofrío.

Era carpintero. Don Aicardo Grisales tenía un pequeño taller al que no había vuelto desde cuando sufrió el derrame. Se levantaba a las cuatro de la mañana y a las cinco y media ya estaba cortando madera o puliendo trabajos a punto de ser entregados. A las cuatro de la tarde cerraba y mientras caminaba las trece cuadras que lo separaban de la casa, iba rezando. Al llegar se encerraba a seguir orando, arrodillado o sentado, frente al Jesús de yeso que tenía en su cuarto. Salía de allí cuando la abuela le daba señal de que la comida estaba servida; comía, no decía una palabra, terminaba y regresaba a su cuarto del que solo volvía a salir al amanecer para ir al trabajo.

―¿Por qué dijiste eso del abuelo? ―pregunta Doralba.

―¡Es que es muy curioso, prima, es casi lo único que yo he oído decir de él!

Carolina sonrió y a Doralba no le pareció gracia, mas no porque creyera que su prima se burlaba del abuelo Aicardo sino porque esa sabida actitud de él era la causa de su desesperada pesadumbre. El abuelo Aicardo caminaba con la cabeza agachada, mirando al piso casi con los ojos cerrados. No alzaba a ver a nadie, y menos a una mujer... Estaba de moda la minifalda y no hacía mucho tiempo el bluyín y el pantalón corto en las mujeres habían hecho que los sacerdotes sermonearan desde el púlpito y exigieran a los padres de familia que castigaran duro a sus hijas “si salen a la calle con ropas tan impuras”. La minifalda y los pantalones cortos ―llamados shorts, por deformación choris― eran lo más satanizado por esos días en La Raya.

Le cuenta a su prima lo que, si sigue callando, cree, va a ahogarla.

Váyase de aquí, mija querida... No, no se vaya, vuelva, no me deje solo; quítese la ropa y déjeme ver, déjeme tocar, déjeme mojar los dedos... No, no se acerque que usté es el demonio, vístase, váyase, salga de mi vista, mijita... Pero no se demore, no me deje solo, sálveme, condénese conmigo... El abuelo ve a la prima Rosario frente a la cama mirándolo con rabia, con celos. Le habla pero él no se oye, solo ve y oye a la prima Rosario diciendo grosero, condenado, demonio que reza para engañar, fariseo de piedad mentirosa y carcomida por el pecado... Siente que la media espalda viva se desguaza y quema y él grita pero nadie oye, nadie viene, nadie sabrá que el dolor lo muerde y no cesará hasta devorarlo... No hay tiempo, Rosario, prima, vení desnuda quitame este dolor, arrancame lo que me queda de espalda, ayudame a morir del todo, prima...

Doralba sufría una extraña rabia contra el abuelo. No era capaz de aceptar que estuviera viejo, experimentaba la nostalgia insólita de no haber vivido cuando él era joven, las palabras de su mamá sobre los años mozos del abuelo terminaron sembrando en ella un anhelo antinatural... Hubiera querido no ser la nieta sino la vecina o algo así, y enamorarlo, y de tal sentimiento la culpa la tenía su mamá desde cuando dijo con palabras casi impúdicas que el abuelo había sido el hombre más hermoso del pueblo, y entonces ella sintió un deseo desquiciado de ese pasado en el que no estuvo.

Pero la rabia mayor era porque a él le daba miedo mirarla, le dice a la prima; porque con su forma de ser, el abuelo hacía pensar que todo lo placentero era pecado, que todo lo que fuera sensual era obra del demonio, y no soportaba que él censurara sus vestidos sin siquiera ver cómo eran; eso la hacía sentirse mala, condenada. Por eso, movida por un impulso jamás imaginado, había aprovechado que el abuelo estaba solo en la casa; la abuela Tina se había ido a la capilla del orfanato a rezar, cosa que solía hacer casi todos los viernes.

Llegó a casa de los abuelos pasadas las cinco de la tarde a llevar una ropa vieja que enviaba su mamá para que la abuela Tina la remendara y la regalara a los necesitados, pero tanto ella como su mamá habían olvidado que ese era día de novenas de la abuela que, después de rezarlas, se quedaba para el rosario y la misa de seis.

Entonces tuvo el impulso, venido sin duda del demonio, dice.

Ese día tenía un vestido decente, hasta más abajo de la rodilla. Se lo subió hasta la cintura y entró al cuarto del abuelo para que este la viera. Como no estaba acostumbrado a sentir que alguien entrara en su cuarto sin antes tocar la puerta, él alzó la cabeza y miró: Doralba estaba ante él, sosteniendo su falda en alto y dejando ver el calzoncito que parecía apretarse en su blancura para calcar su pubis y hacer resaltar sus muslos.

Más que una confirmación, el color de los ojos verdes del abuelo Aicardo eran para ella un descubrimiento que no coincidía del todo con lo imaginado y provocado por las opiniones de su mamá y de la abuela Tina. Lo que decían de esos ojos había sido inventado por ellas, por algún secreto deseo, sin duda pecaminoso en el caso de su mamá, y por el afán de proclamarse la elegida de tales ojos en el caso de la abuela Tina. Doralba vio que, siendo verdes, eran normales, nada del otro mundo. Lo sorprendente fue la metamorfosis que enseguida sufrieron. Los ojos del abuelo Aicardo se convirtieron en una especie de rayo que, más que producir pavor, eran ellos las víctimas del pavor, como si sufrieran una posesión, satánica o divina. Lo que veían los hacía espantarse y al mismo tiempo los atraía perdida y poderosamente. Hasta pensó que no era al abuelo a quien veía en esos ojos, que era ella misma encendida en los ojos del abuelo.

Él no quitó la mirada. Estaba sentado en la cama con una novena abierta, de cara al Jesús de yeso. Sus ojos se fijaron en el pubis de Doralba que dio dos pasos hacia él sin atreverse a acercarse del todo. El rostro del abuelo enrojeció y tembló, y su mirada parecía capturada por el pubis de su nieta. De golpe volteó la cara, como si algo del otro lado con violencia lo jalara.

Sin embargo volvió a mirarla, a los ojos, el pecho, sus muslos y su pubis en el que se detuvo de nuevo. Ella corrió un taburete que había junto al nochero, se sentó y abrió las piernas para que la mirada del abuelo se hundiera entre ellas, se quitó la blusa para que él viera que nada sostenía sus senos y vio en sus ojos el brillo que parecía suplicarle que se fuera, que lo dejara solo, pero al mismo tiempo que se quedara, que lo dejara mirar, que se desnudara toda, que se acercara.

Salga de aquí, mija, váyase, pidió de golpe, aunque sin vehemencia, el abuelo.

Doralba dudó, pero se incorporó. Mientras ella se ponía la blusa el abuelo se cubrió los ojos con la mano como si fuera a llorar. Doralba permaneció por un instante más de pie frente al él, que volvió a mirarla suplicante. Dio media vuelta y buscó la salida levantándose la falda y ajustándose el calzoncito con la evidente intención de que el abuelo viera su trasero firme y joven. Caminó más lenta para alargar la mirada del abuelo y antes de salir volteó para verlo mirarla: vio en sus ojos la súplica, el dolor, la soledad, un anhelo exterminador.

Salió del cuarto y después de la casa; se alejó con rabia por no haberse acercado para obligar al abuelo a tocarla; fue a casa de unas amigas para sofocar sus sentimientos. Cuando regresó a la casa, a las once de la noche, la recibieron con la noticia de que el abuelo Aicardo había sufrido un derrame.

―¿Por qué hiciste eso, prima? ―pregunta Carolina.

―Ni sé.

―¿No sabés?

―Le tengo rabia porque sin siquiera mirarme yo soy el pecado, solo por ser mujer y por ser joven... Yo lo deseo porque fue el hombre más bello del pueblo... Yo quería que él me viera hermosa, que me deseara, que pecara viéndome.

Mordiéndose el labio inferior, Carolina mira fijamente a Doralba contar la cosa más íntima que jamás ha oído de nadie. Le cuesta creer que su prima, inesperadamente, confíe tanto en ella, y siente pavor de saber lo que está sabiendo y no hay modo de evitarlo. Piensa en la enfermedad, la agonía del abuelo Aicardo.

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