Luis Alirio Calle - Pecados originales

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Pecados originales se destaca por su excelente calidad literaria. La voz narrativa es fuerte, no vacila, lo cual permite que el lector establezca de inmediato un pacto entre lo que lee y su interioridad. Las situaciones están muy bien trabajadas, pese a la brevedad que exige el cuento. El mundo de los personajes que pueblan las páginas de la obra se revela con claridad y verosimilitud. El entorno físico está bien descrito, y hay diversidad, pues cada uno de los ambientes en los relatos tiene sus características propias. Los diálogos, que no son numerosos, dejan de lado cualquier afectación para centrarse en la idea que se quiere expresar de manera natural. La obra se distingue por un español que además de correcto es elegante, ajustándose bien a los diferentes temas y situaciones.Cabe destacar que la naturaleza sexual de los cuentos aquí contenidos, asunto difícil de trabajar y más aún cuando se trata de un libro extenso, se caracteriza por su abordaje delicado, sin caer en lo explícito y evitando al mismo tiempo cualquier tipo de autocensura. En este sentido, los relatos gozan de una libertad que le permite al lector ejercer también la suya.María Cristina Restrepo

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Hace diez días que el abuelo Aicardo sufrió el derrame; ya muy entrada la noche cayó, semiparalizado, en el piso de su cuarto. Está al borde de la muerte, repitió varias veces la mamá de Doralba y con cada vez ella sintió chuzos clavándose en su conciencia. Doralba cree que la conciencia está en el estómago. Ama y odia al abuelo, quiere que muera y a la vez lo desea vivo, aliviado, rejuvenecido, convertido en hombre nuevo que ríe y habla y abraza. El abuelo tiene paralizado todo el lado derecho, no puede decir palabra alguna y no puede cerrar el ojo de ese lado, explicó su mamá según lo que dijo el médico, y a Doralba esas palabras le voltean en la mente como un remolino, como un mareo. Los alimentos que el abuelo recibe son solo líquidos que le dan a cucharaditas con suma dificultad. Doralba tiene horror y dolor; como las sentencias de los curas, no puede sacar de su memoria los ojos del abuelo Aicardo que la siguen con su mirada estancada como si hubiera escapado de su cara para seguir a Doralba. Para ella es un suplicio venido de la hermosura pavorosa de esos ojos. No ha vuelto a verlo y no volverá, no pasará otra vez por el terror de ver que él la ve.

Sigue vivo, pero morirá. Ella cree ser la portadora de la lenta muerte del abuelo Aicardo.

No hay más tiempo, dice el abuelo ignorando que sus labios no se mueven y su voz no se oye... Se acabó, se acabó el tiempo, ya no podrás quitarte toda la ropa, hija. Se acabó, yo lo acabé, ya no cuenta, ya no pasa el tiempo, agrega con el anhelo de ser oído cuando su nuera sale sin volver a mirarlo... Perdóname, Señor; perdóname Padre desde tus Alturas... María madre, ¿también a mí me amas?, ¿yo también puedo alcanzar algo del amor que te hace Virgen?, dice el abuelo Aicardo con la desesperación que ignora que no es oído, no es perdonado, no es salvado...

Dos horas antes de que él sufriera el derrame ella había creído descubrir el verdadero esplendor de los ojos del abuelo. Sabía que eran verdes, pero nunca los había visto tan de cerca y tan de frente porque él no miraba a nadie de ese modo. Lo que oía decir de esos ojos la había cargado con una obsesión y a menudo se veía asaltada por la curiosidad de confirmar las palabras de la primera vez que su mamá habló de ellos.

Los ojos del señor Aicardo son tan bellos que dan miedo, había dicho.

Y hoy solo quiere huir de esa mirada que se pegó a ella cuando entró al cuarto donde él estaba, sentado en su cama, rezando ante la imagen del Jesús de yeso que, decían en la casa, conservaba como un tesoro porque se lo había regalado la bisabuela de Doralba el día que él hizo la primera comunión.

Su mamá siempre se refirió al papá de su marido como “el señor Aicardo”, como si aún fuera la novia que guarda un reverente respeto por el progenitor de su prometido. Su papá, también llamado Aicardo, hablaba poco del abuelo y hasta daba la impresión de que prefería no hacerlo. Aunque declaraba un amor profundo por él, la relación entre el padre de Doralba y el abuelo era fría, distante, se diría que inexistente.

Sin embargo, dos noches atrás, en esa especie de tertulia familiar con motivo de la enfermedad del abuelo, habló de él y sus palabras fluyeron como si se rompiera el dique que las contenía. El papá de Doralba contó que el abuelo Aicardo había sido siempre indiferente con la abuela Tina y con sus hijos; que, desde recién casados, según contaba la abuela, estuvo muchas noches ausente de la casa para sufridos desvelos de ella; y ella jamás le dijo nada ni nunca le hizo un reclamo por esas ausencias que tantas malas noches le hizo pasar, recordó Doralba que dijo su padre.

Yo lo quiero mucho, pero era un descarao, había agregado, y su esposa le reprochó y le pidió que no hablara así del abuelo. “¡Mirá que el señor Aicardo se está muriendo, respetalo al menos por eso!”.

El abuelo levanta el brazo izquierdo para alcanzar a la prima Rosario que murió de neumonía hace quince años y que ahora ha venido para acompañarlo y esperarlo. Ella estira su brazo derecho y él la siente, la mira con su ojo vivo y descubre que no está como murió, que decidió venirse joven a esperarlo. Él siente alivio en su cuerpo, como si un benéfico viento viniera a redimirlo del calor y de la picazón de su media espalda pelándose contra la sábana. La prima Rosario está rosada y sonríe, sus dientes blanquísimos brillan para él con cada palabra, con cada risa, y él baja la mirada por todo el cuerpo de Rosario que viste una falda de flores que cae hasta más alto de las rodillas... Por qué te vestís tan vulgar, Rosario, cómo podés ponerte esa falda que te hace pecadora y me atormenta, querida, hermosa prima. Vení, vení pero que nadie te vea. Dejame tocarte, Rosario... Los muslos blancos de Rosario están ante él a punto de despojarse de la falda para ser tocados, pero ella impide que su mano la alcance... No, Aicardo, todavía no es tiempo, aún faltan vidas, la hora de lo que anhelás está lejos todavía... La mira a los ojos que son los ojos de su nieta Doralba que se aleja despacio, que corre, que huye y lo abandona y parece que tira de la sábana que duele entera en su media espalda... El abuelo Aicardo cierra el ojo con el que ve y vuelve a abrirlo para darse cuenta de que es el demonio que insiste en arrastrarlo, en hacerlo caer a ese hueco que hay debajo de la cama donde el piso de tablas ya no está, los soportes y las vigas desaparecieron y el sótano ya no es el sótano, sino una hondonada que él no ve pero que sabe que está ahí y él está a punto de caer en ella para ser tragado por ser un pecador que no fue capaz de alcanzar el perdón, no tuvo tiempo de implorar... El dolor lo paraliza y nadie hay en el cuarto para que se dé cuenta y lo ayude...

La otra vez la mamá de Doralba contó que, según la abuela Tina, el señor Aicardo había sido muy hermoso cuando estaba joven. La abuela, cuando apenas era la novia de un hombre con el que mil mujeres soñaban, había llorado muchas veces por celos, pues, aunque el abuelo Aicardo era pobre, nacido en el campo y levantado con arepa, aguapanela y madrugadas a ordeñar vacas ajenas, tenía éxito con muchas mujeres, hasta casadas.

“Yo creo que hasta matrimonios dañó”, había dicho el papá de Doralba en la tertulia de hacía un par de noches con los tíos que habían ido a visitar al abuelo.

Y aun muriéndose, con la cara torcida y el ojo derecho siempre abierto a causa del derrame, en el abuelo Aicardo había algo que dejaba saber que sí había sido hermoso, piensa Doralba mientras camina en dirección a la casa de la prima con quien mayor confianza tiene, hija de uno de los hermanos de su mamá. Espera encontrarla para salir juntas a tomar café en alguna heladería; no tiene el propósito de contarle nada, solo desea huir de sus pensamientos, hacerlos a un lado por un rato, o si fuese posible, cancelarlos. Envidia a un grupo de chicas que hablan y se ríen mientras caminan en dirección probablemente al parque principal. Doralba las siente felices, tranquilas, sin arrepentimientos, a salvo de sus propios impulsos gracias a que tal vez tengan la capacidad de dominarlos apoyadas en la fe que sin duda aceptan sin condiciones, o porque quizás no tienen impulsos porque a lo mejor el pecado no anda tras ellas como un cobrador... O puede ser que no sufren la enfermedad del remordimiento.

―Una vez mi papá contó que tu abuelo siempre camina con la mirada en el piso para no ver a las mujeres, que porque muchas se ponen ropa indecente y él no quiere mirarlas ―dice Carolina, la prima de Doralba.

Llegan a la heladería, buscan una mesa en la penumbra y se sientan; piden café. Doralba no ha podido escapar del tema porque en cuanto llegó a casa de su prima todos querían saber sobre la salud del abuelo Aicardo. Es como si todo La Raya estuviera pendiente del enfermo, pues su abuelo paterno, entre la familia y entre muchos amigos de la familia, ha sido notable justamente a cuenta de su anonimato: no hablaba con nadie, no hacía visitas a familiares, ni siquiera a sus hijos, y mucho menos asistía a actos sociales.

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