―Es hoy, don Suso ―le dijo.
Mi abuelo lo vio caminar en dirección a Machado con el poncho envuelto en el brazo izquierdo... Lo vio sacar el cuchillo... Lo oyó decir, con imposible serenidad, te voy a matar... Lo vio hundir y mover con sevicia calculada el metal en las entrañas de Machado... Lo vio caminar hacia atrás con medio cuchillo en la mano derecha... Lo vio huir con el sombrero y el poncho en la otra mano... Oyó el grito ¡lo mataron!... Vio a Perucho Machado doblarse tapando la herida con las manos, de cuyos dedos parecía que brotara la sangre... Oyó a los que quisieron auxiliarlo, a los curiosos, a la gente que estaba en El Rialto salir a ver lo que estaba pasando... Los vio a todos hacer un círculo alrededor del moribundo antes de que llegara la policía... Sintió llegar a su lado al hombre del sombrero costeño, pálido como la neblina, con el sombrero en la mano como quien asiste a un ritual.
―Perucho Machado, el hombre que está muriendo en el suelo, mató al padre de ese muchacho cuando él tenía diez años. Se llamaba Antonio y era arriero. Perucho lo alcanzó en un camino para cobrarle unos centavos que el viejo le debía. ¡Y qué plata iba tener un hombre que bien pobre era!... Con el propio machete del viejo, Perucho lo mató, delante del hijo. Él le pedía que no lo matara porque tenía hijos muy pequeños. El hombre lo hizo picadillo y luego buscó al muchacho para hacer lo mismo. No lo encontró, había oscurecido y el jovencito era hábil pa’l rastrojo. Todo el pueblo sabe la historia, todos sabían que Rogelio iba a matar a Perucho. Y el que más lo sabía era él mismo, Perucho Machado ―contó mi abuelo mirando el cadáver, y en él, unas líneas a los lados de los labios en las que vio la marca de la sabida, temida, esperada venganza.
En ese momento, cuando la sangre se mezclaba con el polvo de la calle y estiércol de caballos, mi abuelo sentía que por su garganta bajaba, pesado, seco, el sabor de lo amargo. Para él, más que Perucho Machado, el muerto era Rogelio Bustamante, quien había huido con la boca desgarrada como cuando se bebía de un solo tiro sus solitarios rones dobles.
―¡Usté anoche no dijo “Rogelio”! ―le reclamó el hombre del sombrero costeño.
―Todos en el pueblo nos acostumbramos a mentir sobre él... Casi nadie ignoraba lo que iba a hacer; compró el cuchillo cuando hizo su primer negocio, a los catorce años.
―¡¿Y nadie, nadie le dijo al muerto, vea, aquel es el hombre que lo va a matar a usté?!
―Nadie.
Los secretos del entejado
Tengo la incómoda sensación de que la risa y la mirada de Wilson esconden una sombra antigua que nunca antes le vi; lo que me inquieta es que esa sombra quiere esculcarme, me parece.
Me mira como si buscara en mí las palabras para contar que cargó mucho tiempo con el pecado de haber faltado a clase por estar en el sótano de la escuela mirando por las rendijas del entablado a la profesora de Religión. Casi no podía ver nada porque le caía polvo en los ojos, pero una tarde pudo verle bien las piernas y los calzones y Wilson no aguantó la urgencia de ir al baño, de donde salió convertido en el pecador más grande de San Martín.
Nos reímos a carcajadas y nos damos cuenta de que el perdón puede llegar cuando uno les cuenta los pecados a los amigos para que ellos se rían; lo jodido, pienso, es que pasa mucho tiempo y uno vive media vida disminuyéndose con esa carga. Lo que hizo Wilson daba expulsión de la escuela y condenación eterna; no fue capaz de confesarlo en la iglesia porque, claro, lo más difícil de confesar eran las masturbaciones, y esa era peor porque sucedió pensando en la profesora de Dios, irrespeto que no tenía perdón ni de ningún cura, dice Wilson burlándose, en apariencia liberado de condenas y penas.
De golpe tengo casi la certeza de que la risa y la mirada de Wilson suceden en el pasado.
―No hay mayor soledad que la de un muchacho que se cree en pecado y es incapaz de contarlo ―comenta Raúl y todos reímos, pero se impone una curiosa seriedad repentina de Wilson para decir que tal soledad no solo es de plomo, sino que puede durar para siempre...
―Aunque más que el pecado, me parece, lo que pesa es el deseo de pecar y no haber pecado, no haber tenido la oportunidad, y sin miedo ―dice, y todos volvemos a reír.
―O, teniéndola, no haberla aprovechado, pero con miedo, que es lo que le da gusto al pecado ―digo.
Todos ríen aún más fuerte, pero en breve callan al ver que saco del bolsillo el papel que prometí traer para leerles algo de esos pecados no redimibles que uno entierra, pero que ellos se desentierran solos y hasta pesan más que cuando fueron cometidos...
Bajé por uno de los canales del techo sin hacer mayor ruido, creo, pisé la punta de una de las tejas que cubrían la tapia que daba al callejón y caí contra unas piedras que había por ese lado del colegio. Desperté en mi cama. La cabeza me dolía como si estuviera partida. Sentía raspaduras, fiebre, sabor a sangre, y un olor penetrante a alcohol, como si me hubieran vaciado una botella entera.
Casi me mato. Había picos de piedras contra los que mi cabeza pudo haber chocado. Hasta pensé que ya estaba muerto y el dolor no se había ido. Tal vez eso es el infierno: que uno muere pero el dolor no, pensé.
De pronto oí a mi mamá llorando a un lado de la cama, creía que yo estaba reventado por dentro y que me iba a morir. Al verme despertar pareció alegrarse, se limpió las lágrimas pero no tardó en empezar la cantaleta sobre por qué y cómo había subido yo por esas tapias de La María. El bombillo estaba apagado y ella había prendido una vela a la Virgen del Perpetuo Socorro que daba una llama tan deprimente que parecía oscurecer aún más el cuarto. Tal vez los dolores me hacían verlo así, y a los dolores se sumaba el alegato de mi mamá para terminar diciendo que mi papá estaba furioso y que por aporreado que yo estuviera me daría unos fuetazos “a ver qué estabas haciendo en el entejado de ese colegio a esa hora”. Me toqué la cara y estaba hinchado. Oímos el reloj de la iglesia. Eran las once de la noche, creo. Sentí las campanadas como si sonaran en el dolor, que era mi cuerpo.
Cerré los ojos y volví al momento en el que antes del último sol pero casi oscuro, como a las seis o seis y media, yo estaba ya en el entejado. Había logrado dar con la parte del techo sobre su habitación, corrí unas tejas y por un pequeño roto que hice y luego amplié con la punta de un palo que llevé para eso, pude verla. Estaba descalza; el pelo, suelto, le caía a los hombros, la cubría una bata gris desde los hombros hasta el suelo. Se miraba, y de pronto alzó los ojos, como cuando uno oye algo. Me paralicé porque ella sostuvo la mirada como si me viera y yo intenté retirarme, pero no podía moverme, o no quería, creo. Estaba hermosa con el pelo así, libre. Me pareció estar ante un escándalo, que no estaba en lo que yo estaba viendo sino en el hecho de verlo, pero sobre todo, en el modo de estar viéndolo: escondido y con el condenado deseo, que a la vez era pánico, de caer sobre ella. Soltó algo por debajo del pelo, en la nuca, y la bata cayó al suelo. Caminó hacia la cama y se acostó boca arriba, casi desnuda como el deseo, expuesta como la luz, y yo vi todo, o casi todo, lo que la ropa reprimía con celosa religión. Sentí el pavor del pecado y a la vez el suplicio que causa la cercanía de lo inalcanzable.
Aunque feliz ante la imagen, me pareció extraño que se quitara la bata. Pensé que le gustaba recostarse desnuda sobre la cama, para pensar, quizás, no se me ocurre imaginar para qué. Tal vez, contrario a lo que yo creía, ella tenía calor... O experimentaba la sensación de alguna libertad... Pudo haber imaginado, o sospechado, que alguien la veía, y entonces deseó que así fuera, y lo hizo. Anhelé que el motivo fuera esto último y que imaginara que quien la estaba mirando era yo... Algo sonó bajo mi pecho, y tuve verdadero miedo de que el entejado cediera y ocurriera el desastre. Ella volvió a mirar hacia arriba.
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