Nueva antología de Luis Tejada
Edición a cargo de
Gilberto Loaiza Cano
Periodismo
Editorial Universidad de Antioquia
Colección Periodismo
© De la selección, prólogo, cronología y notas: Gilberto Loaiza Cano
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-714-078-1
Primera edición: enero de 2008
Primera reimpresión: enero de 2019
Motivo de cubierta: Luis Tejada, 1913. Fotógrafo: Melitón Rodríguez. Archivo Fotográfico Biblioteca Pública Piloto, Medellín
Hecho en Colombia / Made in Colombia
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A María Cristina, Selene y Argos
Prólogo
Pequeño filósofo de lo cotidiano
Luis Tejada nació en Barbosa (Antioquia) en 1898 y murió en Girardot (Cundinamarca) en 1924. Sus crónicas comenzaron a ser publicadas en 1917. Estamos, entonces, ante alguien que vivió veintiséis años y que escribió, solamente, durante siete. Además, escribió unas breves crónicas, no todas brillantes, algunas repetidas, cuando el escritor estaba vacío de inspiración. Agreguemos los silencios e interrupciones obligados por las enfermedades y los viajes, y la pérdida de colecciones de prensa donde, posiblemente, hubo crónicas firmadas por un Luis Tejada. Así que cabe preguntarse qué hace interesante a este escritor, por qué sigue cautivando el interés de un público, por qué se reclaman todavía antologías de sus textos, por qué su vida y su obra siguen siendo objeto de estudios biográficos, de ensayos críticos y de compilaciones. Vivió poco tiempo, escribió poco en un género considerado menor y aun así estamos ante un señor bastante interesante. Y Tejada no ha sido un escritor interesante solamente para quienes lo hemos leído o estudiado en las últimas dos o tres décadas. Durante su vida gozó de admiración; en 1918, por ejemplo, cuando apenas cumplía un año de escritura sistemática en El Espectador, una nota del periódico El Día de Barranquilla apreciaba ya la calidad del joven periodista: “Tejada es un escritor joven, de veinte años, antioqueño... La recopilación de sus crónicas escritas hasta hoy supera a cualquiera otra hecha en los últimos tiempos”.1
Creo, entonces, que se impone tratar de explicar por qué este escritor sigue siendo importante y por qué su obra ha logrado vencer la existencia efímera de la publicación en la prensa de su época. Quisiera, primero, ponerme del lado del lector contemporáneo para presentar algunas razones. Como simple lector, se puede constatar que Luis Tejada era un escritor entretenido, que tenía el talento de divertir y de criticar al mismo tiempo, de tal modo que los temas serios no eran aburridos ni para el lector ni para el propio escritor. El cronista se divertía criticando, ejerciendo lo que él llamó el espíritu de contradicción. Ahora bien, un lector un poco más avisado puede establecer una pequeña comparación con los tiempos recientes, y va a hacer esta otra constatación: que la escritura libre y juguetona en el periodismo escrito ha ido desapareciendo. Se trata, quizás, de una especie en extinción de la que son pocos los sobrevivientes.
Es muy curioso que Luis Tejada sea un autor atractivo a pesar de que su obra completa sea ignorada y de que sólo se conozcan compilaciones que no han reunido, juntas, la mitad de toda su producción. Sin embargo, no hay que desconocer que las compilaciones de 1977 y 1989 reúnen crónicas que, digámoslo coloquialmente, “se defienden solas”. Así, parece que lo que hace más interesante a Tejada es que haya podido escribir en la prensa de la época unas breves piezas que se volvieron muy singulares, continuamente citadas o evocadas; aún más, resignificadas cuando son reproducidas en momentos ajenos a la época y a la vida del cronista. Creo que muchos lectores de Tejada se acuerdan de su “Oración para que no muera Lenin” o de sus “Meditaciones ante una butaca” o de sus “Paradojas geométricas” o de “El amor y la belleza”. Algo semejante no podría decirse con tanta facilidad de un Armando Solano o de un Luis Bernal o de un Lázaro Tobón o de un José Mar; es decir, de muchos de los escritores-periodistas coetáneos de Luis Tejada.
Para explicar cómo logró escapar Tejada de la muerte cotidiana de cada número del periódico, tendré que dejar de pensar como el lector desprevenido y, más bien, tendré que detenerme en algunos rasgos que distinguen la escritura de este periodista. Un primer rasgo que percibo y defiendo de sus escritos es la capacidad para narrar circunstancias, así sean las más pequeñas y desprovistas, aparentemente, de importancia. Esa capacidad narrativa le confiere a sus textos el valor de documento; así que para los estudiosos del devenir de la cultura colombiana, la obra de Tejada es información valiosa acerca de las mutaciones de un período muy importante de la vida pública del país. De modo que además de la belleza y la alegría que guardan sus crónicas, ellas conservan un valor documental porque registran pequeños y grandes hechos, nimios y trascendentales debates que le sirven de información al científico social. Desde este punto de vista, el cronista fue fiel a su oficio y cumplió con darle un lugar a la memoria de los hechos que vivió. Él narró la transición del país hacia la modernización tecnológica; los rasgos perturbadores de la industrialización; las mutaciones en los servicios de transportes: la consolidación del tren, la llegada del automóvil y del avión. También narró mutaciones en las formas de diversión popular, motivadas por la llegada del “biógrafo” o del “cinematógrafo”, según los titubeos de los escritores de aquella época que dudaban acerca de cuál era la palabra más apropiada para designar el novedoso aparato. El cronista no ignoró que hasta su propia vida estuvo atrapada en ese proceso de transición; en varias crónicas, reflexiona sobre su origen provinciano, sobre la separación de la lejana y aislada aldea para incorporarse al bullicio de las incipientes urbes. Él mismo, en el corto trayecto de su vida, vivió la paulatina y definitiva concentración de la actividad periodística en Bogotá. Él fue de los últimos escritores que conoció la “doble vida” de El Espectador, tanto en Medellín como en Bogotá.
Ahora bien, Tejada no se ocupó de, simplemente, “inflar” la noticia. Él fue, como lo dijo en una feliz autodenominación, un pequeño filósofo de lo cotidiano. Él se concentró en esos pequeños detalles porque encontró en ellos los indicios de transformaciones muy significativas; pensemos en la importancia que le concede a la instalación de relojes en las zonas públicas de la ciudad; pensemos en su defensa de las moscas ante el avasallador higienismo; leamos su meditación sobre la prohibición del bigote entre los agentes de policía de Bucaramanga o su elogio de un árbol que fue cortado en un parque de Bogotá. En “Esa pobre niña”, crónica de 1918, Tejada ya se había afianzado como narrador perspicaz de “esas existencias que se deslizan calladamente” pero que pueden condensar “las tragedias más intensas”. A esto podemos añadir aquellas crónicas detenidas en el absurdo de la vida de las cosas: la corbata, los pantalones, el sombrero, los zapatos. También, evoquemos el detenido elogio de los pequeños detalles y personajes de lo cotidiano; los títulos son dicientes: “El pescador”, “Las uñas”, “La maestra”, “Los estudiantes”, “Elogio del carpintero”, “Los cajeros”, “Los cordones”. Minimalismo, dirán unos; evasión romántica, dirán otros. Influencia de los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, sin duda. Igualmente puede pensarse en una deuda de inspiración con las Enormes minucias de su admirado Chesterton. En todo caso, estas crónicas fueron fruto de un método que el mismo Tejada bautizó como vagabundeo filosófico por la ciudad, y que consistía en salir a caminar desprovisto de itinerario para conocer las vidas anónimas de las gentes, los imperceptibles cambios en las costumbres, la belleza y a la vez la tragedia de las novedades tecnológicas. Así, Tejada se aproximó a una incipiente y bella sociología urbana.
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