Luis Alirio Calle - Pecados originales

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Pecados originales: краткое содержание, описание и аннотация

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Pecados originales se destaca por su excelente calidad literaria. La voz narrativa es fuerte, no vacila, lo cual permite que el lector establezca de inmediato un pacto entre lo que lee y su interioridad. Las situaciones están muy bien trabajadas, pese a la brevedad que exige el cuento. El mundo de los personajes que pueblan las páginas de la obra se revela con claridad y verosimilitud. El entorno físico está bien descrito, y hay diversidad, pues cada uno de los ambientes en los relatos tiene sus características propias. Los diálogos, que no son numerosos, dejan de lado cualquier afectación para centrarse en la idea que se quiere expresar de manera natural. La obra se distingue por un español que además de correcto es elegante, ajustándose bien a los diferentes temas y situaciones.Cabe destacar que la naturaleza sexual de los cuentos aquí contenidos, asunto difícil de trabajar y más aún cuando se trata de un libro extenso, se caracteriza por su abordaje delicado, sin caer en lo explícito y evitando al mismo tiempo cualquier tipo de autocensura. En este sentido, los relatos gozan de una libertad que le permite al lector ejercer también la suya.María Cristina Restrepo

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No era un juego propio de niñas, pero era lo único que podíamos compartir. Ella no conocía juegos y los otros que yo sabía eran muy bruscos. En el camino al lavadero abundaba una soledad provocadora que olía a perfumes de flores mezclados con el que a mí me parecía que era el perfume de Noelia, un aroma inventado tal vez por mi deseo de estar con ella. A veces me miraba fijo a los ojos y respiraba como si supiera que yo quería acercarme y pegarme a ella, pero a mí me atajaba el miedo al pecado, y ella seguía mirándome como si supiera lo del pecado y como si suplicara que lo hiciera.

Yo no hubiera podido explicarlo así, pero a Noelia y a mí nos acercaron la soledad, la pobreza y el miedo. Tampoco podía decir miedo a qué, pero era tal vez al hecho de ser niños y estar vivos, acechados a toda hora por los pecados que alguien muy arriba apuntaba en un inmenso cuaderno para mandarlo a uno al infierno. No podía saber por qué no era capaz de no imaginar a Noelia desnuda para tocarla y encontrar su perfume; pensaba que porque era muda sería fácil quitarle la ropa y olerla; mirando su cuello largo casi la veía sin ropa a toda ella, detenía mis ojos en su boca para sentir el endemoniado deseo de morderla y un pesado aire caliente se me venía encima, hacía que me sintiera sucio y señalado para formar parte de los condenados. Entonces yo odiaba a mi madre y al cura porque pensaba que entre los dos habían inventado el pecado para que yo no fuera feliz.

Sentía los fuetazos que me dio mi madre como brasas que ardían hasta en los pensamientos. No podía no pensar en cómo fue que el olor de Noelia me ganó la voluntad hacía dos días, domingo de sol picante. Se subió a un árbol a tratar de alcanzar un nido de pájaro y se dio cuenta de que yo me quedé mirándole las piernas; tal vez hasta supo que el corazón me estaba haciendo un escándalo. Me miró desde el árbol con una luz brillante, imposible en el gris opaco de esos ojos, y fue como si me dijera que no había problema en subir por el árbol y después por sus piernas. Tenía un pantaloncito rosado, desteñido.

―¡Noelia! ―me estremeció la voz dura, llamando desde el patio, de doña Josefina.

No había duda de que gritó para que yo la oyera: había rabia en esa voz. Le di golpes al árbol para que Noelia me mirara y le dije con señas torpes que doña Josefina la estaba llamando.

Casi me cae encima cuando bajó, tan bruscamente que la falda se le remangó hasta la cintura, y el pantaloncito rosado estaba tan ceñido que me pareció más desnuda que sin él. Sin importarle mucho lo de la falda me pidió que le amarrara las manos, pues yo se las había soltado cuando llegué. Lo hice temblando, tanto por la provocación de la imagen de su pantaloncito como por el miedo a doña Josefina. Noelia se fue corriendo y yo me quedé con el pavor de que doña Josefina viniera a verme en los ojos el pecado.

Me senté en una piedra que había antes de llegar al lavadero y me di cuenta de que no había sentido jamás ese temblor que parecía sofocarme. Se revolvían en mi mente Noelia, las piernas de Noelia, el pantaloncito rosado de Noelia.

Volvió corriendo con movimientos de pingüino a causa de sus manos amarradas atrás; me hizo señas de que se las soltara. Lo hice y me dijo, con las señales de sus manos que parecían pájaros jugando con las alas abiertas, que doña Josefina le había dicho que me dijera que me fuera porque había cosas que hacer. Yo había aprendido a descifrar y a responder el vuelo de las manos de Noelia.

Se volteó para que volviera a amarrarla. Lo hice y sentí el olor de su pelo limpio, jamás acariciado. Doña Josefina la bañaba todos los días con jabón de la tierra, una bola negra blanda y con olor amargo que venía envuelta en hojas secas de mazorca. Ella se dejó empujar hasta el árbol donde había intentado alcanzar el nido de pájaro, le sentí los brincos del corazón; me senté sobre una parte cómoda de la raíz y subí, temblando, mis manos por sus piernas. Ella participó acercándose. Quise desamarrarle otra vez las manos pero no había tiempo. Le subí la falda y la dejé caer de modo que me tapara la cabeza, y mi cara quedó entre sus piernas, y yo pegué la boca a su pantaloncito rosado caliente de sudor y de temblor. Su calor y su humedad me quemaban la cara cuando ella me estrechó con sus piernas contra el árbol. Le bajé a ciegas el pantaloncito y la boca se me hundió en las aguas del pecado, más pecado, creía yo, por la desesperación que desataban en mí el sudor y el olor vírgenes de Noelia.

Pegó su pubis a mí casi con crueldad, como si de ese modo quisiera decir lo que la vida le obligaba a callar, un furor contenido que once días después se desbocaría contra su existencia, breve como su sonrisa, como toda ella... Yo habría de sentir el íntimo pavor de ser el veneno mismo, culpable de haber hecho que ella conociera una dicha que no tendría de nuevo porque su abuelastra con odio se la prohibía, porque la vida sin palabras se la negaba.

Doña Josefina gritó de nuevo y a mí me pareció que estaba al pie, mirándonos, a mí arrodillado y tapado por la falda de Noelia, y a Noelia con los ojos cerrados como si le dolieran el cuerpo y la ropa: así la vi cuando mis manos subían la primera vez por sus piernas.

Nos quedamos quietos, apretándonos, y yo respiré el olor del pecado profanado. Tuve sobre mí todo el peso de lo que mi madre llamaba “sacrilegio”, palabra abismal que me sentenciaba a la condenación tantas veces oída de su boca.

Tras esos instantes eternos luego del grito de doña Josefina, Noelia se apartó y me pidió con las señas de la angustia en sus ojos que le subiera el pantaloncito. Lo hice, sudando. Me miró con ojos iluminados y a la vez condenados, con el brillo que precede a las lágrimas, y de golpe se fue corriendo a que doña Josefina le apretara el nudo de las manos y le amarrara los pies y el cuello a la pilastra de madera en el corredor donde acostumbraba aquietar a Noelia.

La tía Nidia

—¡La puta se va de la casa o me voy yo! —gritó el tío Carlos con tanta fuerza que la casa pareció estremecerse.

Me levanto en la oscuridad y abro la puerta, oigo otras puertas abrirse y a la abuela Nita llorar diciendo Jesús tres veces santo, mirá como la volviste, desgraciado. Pasos descalzos caminan hacia la sala y yo salgo del cuarto donde duermo para ver qué está pasando. La tía Nidia está acurrucada en el suelo del zaguán contra la puerta de la calle, llorando, los zapatos tirados a un lado, la blusa desguazada, los otros dos tíos parados en la sala mirando como idiotas, la abuela diciéndole al tío Carlos que si siguen tratando tan mal a la tía Nidia, me les voy a largar pa’la mierda.

En el reloj de la sala son las dos y cinco de la mañana. El tío Carlos le alega a la abuela Nita que se tapa la cara con las manos y llora. Sus dedos parecen arrugarse más años.

―¡Alcahueta que sos, mamá! ―grita el tío. ―¡Vea todo lo que pasa en la casa con esa perra, esto se tiene que acabar porque ya no soportamos más a esta haciendo lo que le da la gana, mire a las horas que llega, todos los hombres de la casa acostados y ella en la calle putiando, maldita sea!

Da miedo el furor en la cara enrojecida del tío Carlos. Grita como si creyera que nadie lo oye, la vena gorda del cuello se le hincha como si fuera a reventar, se atraganta con las palabras, se mueve por la casa como si no supiera dónde está...

―¡Y ustedes, ¿qué putas hacen ahí parados como unos majaderos?!

Nadie habla. La abuela Nita se encierra a llorar. Todos volvemos a la cama. La tía Nidia se queda tirada en el zaguán, llorando, moqueando, limpiándose con las mangas de la blusa rota las lágrimas.

Asustado y ya sin sueño, encerrado en el cuarto donde duermo cuando me quedo en la casa de la abuela Nita, pienso que la tía Nidia siempre hará enojar a los tíos y los escándalos no terminarán porque ya no está el abuelo que era el que ponía orden en la casa. Él entraba y con él la paz, aunque llegara borracho; nadie le discutía porque todos le tenían respeto, o miedo, y miedo le tenía yo a esa paz porque el abuelo no reía. Cuando lo mataron mi papá decía llorando que en la casa de la abuela todo iba a cambiar porque la tía Nidia es muy llevada de su parecer y el tío Carlos un descarado que quiere mandar sobre todos sin siquiera ser el mayor.

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