Pecados originales
Luis Alirio Calle
Literatura / Cuento
Editorial Universidad de Antioquia®
Colección Literatura / Cuento
© Luis Alirio Calle
© Editorial Universidad de Antioquia®
ISBN: 978-958-714-988-3
ISBNe: 978-958-714-989-0
Primera edición: diciembre del 2020
Motivo de cubierta: Male Correa. Espera. Acrílico y collage sobre lienzo, 2008
Hecho en Colombia / Made in Colombia
Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®
Editorial Universidad de Antioquia®
(+57) 4 219 50 10
editorial@udea.edu.co
http://editorial.udea.edu.co
Apartado 1226. Medellín, Colombia
Imprenta Universidad de Antioquia
(+57) 4 219 53 30
imprenta@udea.edu.co
Agradecimiento especial al profesor, investigador y editor Humberto Barrera O., que me ayudó a ver
Noelia
Conté diecisiete fuetazos.
Fue cuando llegué de la escuela, antes de acabarse la tarde. Mi mamá me abrió la puerta, me agarró de la mano y me llevó a la cocina donde tenía la correa con que me dio esa cueriza enloquecida. Doña Josefina le había puesto quejas... ¡Que digás qué fue lo que hiciste!, gritó, casi sin respiración y pálida como si fuera a morirse. Yo le dije que le había desamarrado las manos a Noelia.
―¡¿Las manos?!... ¡Y otras cosas!... ¡Allá no volvés, condenado! ―dijo, y descargó sobre mis piernas y mi espalda los correazos.
Me encerré y me eché a llorar sobre costales viejos y sucios en el cuarto donde mi papá guardaba madera, cemento, ladrillos y otras cosas del trabajo. Lloré de dolor y de miedo, de rabia contra doña Josefina, de ganas de Noelia.
—Te vas a ir pa’l infierno —había dicho mi mamá.
Ella y doña Josefina se querían casi sagradamente, jamás volví a ver una amistad como esa. Mi mamá le regalaba ropa que sobraba en mi casa y comida que faltaba en la de doña Josefina, y muchas veces intercedió, cuidando de que doña Josefina no se enojara, para que no tratara tan duro a Noelia. Doña Josefina cosía y remendaba ropa, mucha de la que yo me ponía había sido arreglada por ella. Una noche le oí decir que no quería perder por nada en este mundo el cariño de Leticia, mi mamá.
Mi mente estaba atrapada en lo ocurrido hacía dos tardes en su casa... El recuerdo repite lo placentero haciendo más intenso lo que fue o imaginando lo que pudo haber sido; si lo vivido fue doloroso, lo duplica con sevicia; y si lo recordado oprime el alma, hace aún más inútil el remordimiento... Sentí pavor de lo que ella pudo haberle dicho a mi mamá. Tal vez nos vio, pensé, o tal vez sospechó; las señoras como doña Josefina y mi mamá sospechaban todo y les resultaba cierto. La conciencia aplastada por el plomo del pecado me hundió en los costales y me hizo doler aún más los fuetazos, sobre todo en los brazos y uno en el cuello que ardía condenadamente... Me vi pasando por el patio de doña Josefina, buscando la salida, caminando empinado para que no me oyera. Noelia estaba amarrada a uno de los pilares del techo en el corredor, con la cabeza agachada para no mirarme. Salí de esa casa con el peso de la tristeza de Noelia, como si yo la hubiera amarrado, como si después de crearlo, yo mismo hubiera arrebatado de sus ojos grises el brillo de la felicidad.
Recordé al padre Martínez en la misa predicando su sermón fabricado para condenar. Disminuido en la banca de la iglesia, al lado de mi madre, yo lo miraba decir que éramos culpables. Yo iba a misa con miedo porque había ojos vidriosos de santos en los rincones de la iglesia, porque el padre Martínez salía de las oscuridades pálido como un muerto, y porque mi madre era una esponja para guardar las palabras del cura y repetirlas en la casa.
¿Cómo hacía uno para arrepentirse de estar vivo?, pensé.
La casa donde vivía Noelia era pobre pero limpia, de tapia pisada y blanqueada; no había casas contiguas, parecía separada del resto del mundo. La puerta y la única ventana, azules, siempre estaban cerradas. El entejado se había oscurecido de tiempo y cuando llovía parecía un enorme, pesado y escurrido sombrero que lloraba. El piso de tierra estaba siempre recién barrido y en los cuartos se le pegaba a uno el olor que sale de lo que está escondido o arrinconado. Doña Josefina parecía esforzarse para que la gente creyera que tenía buen corazón, pero no se reía. Era criticona y mandona. Noelia hacía pequeños mandados y ayudaba en las labores de la casa, y al final de la tarde debía acompañar a doña Josefina durante el largo rezo de las novenas y el rosario.
Noelia rezaba mirando. Era nieta de don Pedro Pablo ―el marido de doña Josefina―, única hija de uno de los hijos de su primer matrimonio. La madre de Noelia había muerto cuando ella nació y a su padre lo habían matado por ser del Partido Liberal, contaba doña Josefina. Don Rafael la puso en manos de su segunda mujer, pero parecía que él no quisiera saber nada de su nieta sordomuda. Doña Josefina siempre se refirió a ella como una hijastra y don Pedro Pablo sabía que estaba ahí pero nunca la miraba y mucho menos le hablaba, ni siquiera preguntaba por ella. Se podría decir que Noelia no conocía a su abuelo, aunque siempre durmieron casi juntos; solo los separaba la tapia que dividía los cuartos.
El pelo amarillo opaco le bajaba hasta la cintura. Era delgada y tenía dedos largos y maltratados por el trabajo en la casa. Mantenía las uñas cortas porque se las comía, y ese era uno de los motivos por los cuales doña Josefina le amarraba las manos. Otra razón era que a Noelia le gustaba quitarles los pétalos a las flores para ponérselos en el pelo o para comérselos; la otra parecía ser la costumbre: su abuelastra la amarraba porque le desobedecía, porque jugaba, porque ensuciaba la ropa, porque se le perdía, porque sí.
Y porque le tenía rabia, creo. A mí me parecía ver en la cara de doña Josefina la amargura de tener que cargar con una nieta de su marido, y además sordomuda. La veía tal vez como una obligación antinatural. Era una boca más que alimentar y don Rafael trabajaba poco porque en el pueblo poco trabajo le ofrecían ya: lo veían lento, torpe, viejo. Era albañil, como mi papá.
Pienso en cosas que el tiempo guarda en extraños rincones de la memoria, como a la espera de destaparlas para hurgar en un remordimiento o cobrar una culpa... Lo que determinaba la actitud de doña Josefina con Noelia, creo, era una tristeza disfrazada de severidad, una amargura incurable vivida por una mujer con mucho trabajo y poco cariño, mucha demanda de amor escaso, se diría que nulo. Muchas veces vi a don Rafael llegar a la casa: entraba, no saludaba, se encerraba en su cuarto. Alguna vez le vi los ojos y tuve la irrazonable certeza de que cargaba oscuridades que no lo dejaron amar a nadie.
Noelia tenía faldas de flores que doña Josefina le hacía de tela barata. Era tímida, sola, sin vecinos. No conocía más allá de dos cuadras de su casa, jamás la habían llevado a la plaza del pueblo y el único templo adonde había ido era el del orfanato, a una cuadra de donde vivía. Cuando nos veíamos dejaba ver una risa ansiosa, un poco tonta pero que la embellecía. A la hora de despedirme agachaba la cabeza como si entristeciera, aunque nunca la vi llorar. Mi casa estaba a cuatro cuadras, y durante muchas tardes de domingo me iba adonde doña Josefina a buscar buenos ratos con Noelia; jugábamos con bolas de cristal en el camino por donde se iba al lavadero que estaba a unos cincuenta metros de la casa.
Читать дальше