Pepa López Sevilla - 8 Pecados

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8 Pecados es una colección de ocho relatos cuyos protagonistas son hombres y mujeres que presentan contradicciones, secretos y conflictos internos que los hacen únicos. En todos ellos la crítica y la denuncia social están presentes, y se insinúan el misterio y el suspense. Además de tratar los 7 pecados capitales, la autora reflexiona acerca de un «octavo pecado»: uno de los grandes males de nuestros tiempos, que tiene consecuencias devastadoras tanto a nivel individual como social.

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8 PECADOS

PEPA LÓPEZ SEVILLA 8 PECADOS EXLIBRIC ANTEQUERA 2021 8 PECADOS Pepa López - фото 1

PEPA LÓPEZ SEVILLA

8 PECADOS

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2021

8 PECADOS

© Pepa López Sevilla

© de la imagen de cubiertas: Alberto Oliva Vilches

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2021.

Editado por: ExLibric

c/ Cueva de Viera, 2, Local 3

Centro Negocios CADI

29200 Antequera (Málaga)

Teléfono: 952 70 60 04

Fax: 952 84 55 03

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su contenido está protegido por la Ley vigente que establece

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reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,

artística o científica.

ISBN: 978-84-18730-69-6

Índice

Día de rebajas

Oxígeno activo

Cena de empresa

La escalera indiscreta

Frankenstein

La final

No morirás

Efectos secundarios

Sobre la autora

PEPA LÓPEZ SEVILLA

8 PECADOS

Día de rebajas Es sábado de rebajas sabías que el centro comercial rebosaría - фото 2

Día de rebajas

Es sábado de rebajas, sabías que el centro comercial rebosaría de gente, pero no has podido decirle «no» a tu madre, que te ha llamado esta mañana temprano para proponerte que fuerais de compras, las dos solas. Aunque querías mantener tu compromiso de no consumir en fin de semana, al final dijiste que sí porque hacía tiempo que no pasabais un día juntas. Pero esa no es la única razón, ¿verdad? También aceptaste acompañarla porque necesitabas salir de dudas: nunca habéis hablado de lo que sucedió la última vez que vinisteis al centro comercial y su invitación te ha parecido una oportunidad para hacerlo. «Sí, mamá», le dijiste mientras contemplabas con placer los móviles colgantes de tu salón. No eres obsesiva, pero tienes tus obsesiones, y los móviles son una de ellas; hay al menos uno en cada habitación de tu piso. Tu fijación por ellos empezó cuando tenías once años y pasaste un fin de semana en la casa de la abuela de tu mejor amiga, en el campo. No era la primera vez que ibas a aquella casa, pero sí la primera que oíste aquella musiquilla, y cuando sucedió, dejaste de ser la que eras, como si hubieras tomado conciencia de algo trascendental. La casa en sí misma no era gran cosa, pero la propiedad incluía una pequeña finca por la que corrían a sus anchas una yegua y su potro. También había un pequeño limonero, junto al cual tu amiga y tú os sentabais durante horas para hablar de cosas de niñas. El limonero daba paso a un pórtico donde un móvil colgaba del techo. Una circunferencia de madera oscura —como el pelaje de la yegua y su cría— sujetaba varias cadenitas de cobre rematadas por pequeñas campanas, y no te habrías percatado de él de no ser porque aquella tarde hacía viento y las campanitas comenzaron a moverse. El sonido de los badajos metálicos sobre la madera te cautivó, y entonces te pareció que todo era perfecto en aquel lugar, y fuiste feliz entre tanta naturaleza viva. Por eso las puertas de tu apartamento en la ciudad siempre están abiertas en los días de viento, para recrearte en la cadencia con la que las piezas de tus móviles se rozan unas con otras y acercarte así, momentáneamente, al recuerdo de la felicidad en aquella casa de campo.

Tu madre camina detrás de ti, con esos pasitos tan cortos que te irritan. No la esperas; aún estás molesta porque te haya pedido que la acompañes a las rebajas. ¿Cómo es posible que todavía no se haya enterado de que te has comprometido a no consumir los sábados y domingos? Te asquea esta costumbre suya de no enterarse de nada de lo que le dices. Como aquel día en que, en medio de una comida familiar, anunciaste que ibas a dejar de comer carne durante un tiempo. En ese momento ella no dijo nada, pero apretó los labios en un gesto que no supiste interpretar. Y cuando te invita a comer siempre te ofrece carne acompañada de una disculpa que te suena fingida: «Ay, perdona. Bueno, cómetelo. Total, por una vez». Y te hace sentir como la hija que ella no querría tener, con esas ideas tan raras que se te ocurren a menudo —como la de no comprar en fin de semana ni comprar productos envueltos en plástico—. ¿¡Por qué no serás como todo el mundo!? Su mundo.

El primer establecimiento al que entráis es una tienda de ropa bonita y barata. Mientras esperas a que tu madre se decida por algo, miras a tu alrededor como si fueras un detective que inspecciona el lugar de un crimen. Hay muchos clientes y todos se mueven caprichosos y rápidos, orgullosos de lo que van adquiriendo en su paseo por el centro comercial —objetos hechos de fragmentos de la Tierra mientras esta se marchita vertiginosamente—. El aire acondicionado está muy alto y sientes frío; afuera, la Tierra quema.

Tu madre se aleja un poco. Tú la persigues con la mirada, pero pronto la desvías hacia una joven que se está probando unos vaqueros ante los ojos atentos de una amiga, o una compañera, o una hermana. Frente a un espejo, la joven desliza las palmas de sus manos por los muslos, para alisar los pantalones. Y se da la vuelta, feliz ante la compra inminente. Pero no se decide y se pavonea tímida, con fingida indecisión.

—Me hace mucho culo.

—¡Qué va, tonta! Además, tienes un buen culo.

—No sé, no sé, voy a probarme los otros —los otros dos.

Lleva suelta su melena castaña y los labios pintados de un rojo intenso. La boca escarlata te desagrada, pero no es por el color; son sus labios finos y alargados, que no dejan de sonreír. No te gusta la gente que ríe por todo, te parece que hacen un esfuerzo grotesco para distorsionar la realidad, como si quisieran aparentar lo que no son o que todo va bien, que nuestro planeta es el mismo de antes, el de hace mucho tiempo. Después de veinte minutos, tu madre por fin elige tres pañuelos —así la unidad sale más barata que si compra solo dos—. La joven de la boca que siempre sonríe se lleva los tres vaqueros. Y cuando se dispone a cruzar la puerta, algo parecido a una mezcla de saliva y carmín le cae por la comisura de los labios. Igual que la otra vez.

Salís de la tienda y entráis en otro establecimiento. Tu madre ojea, elige y compara. Examina la ropa con avidez, como si se acabara el mundo —que se está acabando, aunque por otros motivos—, y después de un cuarto de hora, aún no se ha decidido. Te exasperan su avaricia y su indecisión, y la facilidad con que se deja arrastrar por el ansia de acumular cosas, lo que sea. Comienzas a morderte las uñas y piensas que quizás venir haya sido un error después de todo. Porque ¿qué harás si confirmas tus sospechas?

A tu lado, una señora que huele a jazmín rancio habla con la dependienta en la caja. Te hace gracia el gesto involuntario que hacen sus ojos arrugados al sonreír. Está radiante, y sus dientes amarillentos contrastan con el carmín rojo de sus labios, que se mueven rápidos cuando comienza a hacerle preguntas a la dependienta, visiblemente irritada. Que sí, que tiene quince días para devolver la ropa si no se la ve bien en casa. Que sí, que solo basta con presentar el ticket. Que no, que no tiene que llevarse otra prenda, que se le devuelve el importe completo. Finalmente, la mujer decide llevarse todo lo que ha escogido. Cuando paga, se gira hacia ti y das un respingo; de nuevo el hilillo viscoso y granate que corre despacio por su barbilla, un poco más despacio que el de la joven de los vaqueros.

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