Susan Mallery
Dulces Pecados
Hermanas Keyes, 2
Título original: Sweet Spot
Traducido por: María del Carmen Perea Peña
Nicole Keyes siempre había pensado que, cuando la vida te daba limones, había que dejarlos en un frutero en la cocina e irse a tomar un croissant danés con un café, y esperar tiempos mejores. Lo cual explicaba por qué tenía en aquel momento un buen colocón de cafeína y azúcar.
Miró la vitrina, desde la que un croissant danés de queso y cerezas susurraba su nombre una y otra vez, y después observó el aparato ortopédico que llevaba en la rodilla y el bastón que había a su lado. Todavía se estaba recuperando de una operación, y no podía hacer mucha actividad física. Si no quería arriesgarse a que los vaqueros le quedaran todavía más apretados, debía renunciar a aquel segundo croissant danés.
«Es mejor dejarse tentar por un croissant que por un hombre», recordó. La bollería podía hacer engordar a una mujer, pero un hombre podía arrancarle el corazón y dejarla rota y ensangrentada. La cura de lo primero, dieta y ejercicio, no era agradable, pero podía soportarlo. En cambio, la cura para lo segundo era, como mínimo, incierta. Distancia, distracciones, buenas relaciones sexuales. En aquel momento no tenía ninguna de las tres cosas.
Se abrió la puerta de la pastelería y la campanilla tintineó. Nicole apenas alzó la vista mientras entraba un muchacho en edad de ir al instituto y pedía cinco docenas de donuts . Maggie, que estaba trabajando detrás de la vitrina, puso tres cajas grandes en el mostrador y comenzó a llenarlas de donuts. Justo en aquel momento sonó el teléfono. Maggie se giró a responder la llamada.
Nicole no supo qué fue lo que la impulsó a mirar hacia su joven cliente en aquel momento. ¿Un sexto sentido, suerte… o la manera de moverse nerviosamente del muchacho, que le llamó la atención?
Vio que el chico se metía el teléfono móvil en el bolsillo, tomaba las cajas de donuts y se dirigía a la puerta. Sin pagar.
Si había algo que le sentaba mal a Nicole, era que la tomaran por tonta. Sin pararse a pensarlo, sacó el bastón, hizo que el chico tropezara y después le clavó el extremo del bastón en el centro de la espalda.
– Me parece que no -dijo-. Maggie llama a la policía.
Esperaba que el muchacho se pusiera en pie de un salto y saliera corriendo. Ella no habría podido detenerlo, pero él no se movió. Diez minutos después volvió a abrirse la puerta, pero en vez de un policía de Seattle, Nicole vio a un hombre que podía pasar por modelo de ropa interior o héroe de película de acción.
Era un tipo alto, moreno y atlético. Ella supo que era atlético porque llevaba una camiseta gris del Instituto de Secundaria Pacific rota justo por encima de la cintura. Al moverse, se le encogían y estiraban músculos que ella desconocía en el cuerpo humano.
Llevaba unas gafas de sol oscuras. Miró al muchacho, que seguía en el suelo con el bastón de Nicole en la espalda, y vio los donuts esparcidos por el suelo. Después se quitó las gafas y sonrió.
Ella había visto antes aquella sonrisa.
No en él, concretamente. Era la de Pierce Brosnan cuando interpretaba a James Bond, la que usaba para sacarles información a secretarias ligeramente obnubiladas. Era también la que solía usar su ex marido para librarse de una bronca. Nicole no podría ser más inmune a aquella sonrisa ni aunque hubiera inventado la vacuna ella misma.
– Hola -dijo el tipo-. Me llamo Eric Hawkins. Puede llamarme Hawk.
– Qué estupendo para mí. Me llamo Nicole Keyes. Puede llamarme señora Keyes. ¿Es usted policía? -preguntó, y lo miró de pies a cabeza, intentando no dejarse impresionar por tanta perfección masculina en un espacio tan pequeño-. ¿Es que tiene el uniforme en el tinte?
La sonrisa de él se hizo más amplia.
– Soy el entrenador de fútbol americano del Instituto de Secundaria Pacific. Tengo un amigo que trabaja en la comisaría. El mismo respondió su llamada, y me telefoneó.
La gente creía que Seattle era una ciudad muy grande, pero estaba hecha de pequeños barrios. A Nicole casi siempre le gustaba eso de su ciudad. Aquel día, sin embargo, no.
Disgustada, miró hacia atrás.
– Maggie, ¿te importaría llamar a la policía otra vez?
– Maggie, espere un segundo -dijo Hawk. Apartó el bastón de Nicole para que el chico pudiera ponerse en pie-. Raoul, ¿estás bien?
Nicole miró al techo con resignación.
– Oh, por favor. ¿Qué podría haberle ocurrido?
– Es mi quarterback estrella. No estoy dispuesto a correr ningún riesgo. ¿Raoul?
El chico arrastró los pies y bajó la cabeza.
– Estoy bien, entrenador.
Hawk se lo llevó a un rincón y mantuvo una conversación en voz baja con él. Nicole los observó con cautela.
En el estado de Washington, el fútbol americano era un asunto muy importante. Ser el quarterback titular de un equipo de instituto era tan bueno como ser Paris Hilton. Probablemente, Hawk tenía la esperanza de que ella sucumbiera a sus encantos y dejara marchar al chico con un encogimiento de hombros, como si todo fuera un malentendido. Aquello no iba a suceder.
– Mire -dijo, con tanta severidad como pudo-, ha robado cinco docenas de donuts. Quizá para usted eso no tenga importancia, pero para mí sí. Voy a llamar a la policía.
– No ha sido culpa suya -dijo Hawk-. Es culpa mía.
– ¿Porque usted le dijo que los robara?
– Raoul, espérame en el coche -dijo Hawk.
– Raoul, ni se te ocurra moverte -replicó ella.
Vio que el buen humor de Hawk se esfumaba. Este tomó una silla y se sentó a su lado.
– No lo entiende -dijo, en voz baja-. Raoul es uno de los capitanes. Todos los viernes, el capitán lleva donuts a los jugadores.
Tenía manos grandes, pensó ella, distraída por el tamaño. Grandes y fuertes.
Nicole se obligó a atender a la conversación.
– En ese caso, debería haberlos pagado.
– No puede -prosiguió él en un susurro-. Raoul es un buen chico. Está en un hogar de acogida. Normalmente tiene trabajo, pero durante los entrenamientos no puede. Nuestro trato es que yo le doy unos cuantos dólares para los donuts , pero ayer se me olvidó, y él es demasiado orgulloso como para pedírmelos. Hoy es viernes y tenía que llevar los donuts. Ha tomado una decisión equivocada. ¿Nunca ha cometido un error, Nicole?
Casi la tenía convencida. La triste historia del pobre Raoul la había conmovido. Entonces Hawk bajó más la voz, hasta llegar a un tono íntimo, y dijo su nombre de un modo que a ella le resultó muy molesto.
– No me tome el pelo -le soltó.
– Yo no…
– Y no me trate como si fuera idiota.
Hawk alzó ambas manos.
– No…
Ella lo fulminó con la mirada.
Seguro que estaba acostumbrado a salirse con la suya, sobre todo con las mujeres. Con aquella sonrisa asesina, cualquiera con dos cromosomas X se derretiría como la mantequilla bajo el sol. Bien, pues ella no.
Se puso en pie y agarró el bastón.
– Voy a denunciar al chico.
Hawk se levantó de un salto.
– Demonios, eso no es justo.
– Dígaselo al juez.
Hawk avanzó hacia ella, pero Raoul se interpuso.
– Entrenador, no se preocupe. He actuado mal. Sabía que estaba mal robar los donuts , y de todos modos lo hice. Usted siempre dice que hay que aceptar las consecuencias de nuestros actos. Esta es una de ellas.
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