La llave de mi papá en la chapa de la puerta de la calle me sacó de los pensamientos y todo me dolió con mayor fuerza; hasta lo que ocurría afuera de mi cuerpo dolía: la puerta abriéndose, cerrándose, los pasos de mi papá. Sin todavía llegar al cuarto, casi sentía sobre mí su olor a sudor de todo el día por el trajín de cargar el camión, llevar la carga, descargar, reparar alguna avería, untarse de gasolina o aceite.
Mi mamá prendió la luz y eso templó los dolores. Él llegó, saludó a mi mamá sin ganas y sin mirarla, y me miró con furia.
―¡Vea eso como está, caguetas, por encaramarse en donde nada se le perdió!... ¿Qué estaba haciendo en el techo de La María, eso tan alto?... ¿y cómo hizo pa’subirse allá, ocioso?... ¡De milagro está vivo este niguatero! ―dijo mi papá, mirándome con angustia y rabia.
No dije nada; me había tapado con la cobija hasta la nariz. Probablemente tenía los ojos rojos por el golpe, mi mamá lo había mencionado. Sentía como si la luz del bombillo doliera más que todo y anhelaba con desesperación que lo apagaran.
―¡Que me diga, carajo, qué estaba buscando por allá!... ¿Por qué se cayó? ―gritó mi papá y se levantó del taburete donde se había sentado.
Sentí que me desinflaba. Mi papá se sentó de nuevo y le dijo a mi mamá que lo habían llamado de La María para decirle que ellas sospechaban que “su hijo estaba espiando a alguna de las muchachas internas y por eso se cayó del entejado”, y que lo necesitaban para que revisara a ver si había daños o si habría algún roto en el entejado.
―¡Alfredo!, ¿eso era lo que estabas haciendo?... ¡Puro pecado, pa’que lo sepa! ―dijo, exaltada, mi mamá, y jaló de la cobija para destaparme. Comprimido, moví la cabeza para decir que no. Ella no me dejó recobrar la manta y mi papá se quitó la correa.
―Lo voy a castigar, hijo, por ocioso... Quiero que le duela para que no lo vuelva a hacer.
Descargó sobre mis piernas tres fuetazos duros, secos, calculados. No solté un solo grito.
No volvieron a hablar y ambos salieron y me dejaron solo. Mi mamá apagó la luz al salir y sin decírselo le agradecí a pesar del dolor, el ardor, el calor, el furor. La luz de la vela de la Virgen parecía más enferma que yo. Los fuetazos ardían como si me hubieran quemado. Lloré un buen rato, los odié, cerré los ojos y volví a verla mirando hacia el cielo de su habitación como si me viera; la recordé en el salón de La María donde una vez estuve junto a ella y me miraba con sus ojos grandes y de un negro tan hondo que hacían dar temor de que sabía las cosas adentro de la gente, o al menos las que pasaban adentro de mí.
Tuve de nuevo la sospecha, entre feliz y opresora, de que ella supo que yo estaba allá, oculto sobre el entejado, viéndola; yo quería, a pesar del pavor, que ella supiera que casi me mato por verla. Mis papás no volvieron a la pieza y a pesar de los dolores y de los pensamientos, pude dormirme, creo...
La pausa la imponen la quietud y el silencio del grupo.
―Pidamos más café ―digo.
―Cuando terminés; leé lo que falta ―dice Raúl.
Ansiedad o aburrimiento, sombras o expectativas parecen rayar la mirada de Wilson...
Al amanecer mi mamá me despertó para darme una colada de pan de trigo. Ella sabía que eso me gustaba, pero no le recibí. Todo el cuerpo me dolía, y más la cabeza, y me alegré íntimamente de no poder ir al colegio.
―Contame qué era lo que estabas haciendo en el techo de La María que te caíste de allá y casi te matás ―empezó su cantaleta mi mamá.
―Nada ―contesté, tapado con las cobijas.
―¿Nada?... ¡Claro, nada!... ¡Haciendo nada te caíste!... ¿Qué estabas buscando?
Se me cerró la garganta. La pregunta fue como si ella supiera. No había duda de que daba por cierta la versión dudosa de las monjas. Me dijo que yo había cometido un pecado mortal y que tenía que confesarme y contarle al padre en la iglesia. Me vació un sermón sobre la candela del infierno, “los fogones donde el diablo quema a los pecadores”, los ejemplos que ella y mi papá me daban para que fuera un muchacho bueno, qué iba a decirle a mi abuela que me quería tanto y vivía rezando por mí para que no cometiera pecados mortales.
―¿A qué muchacha de ese colegio estabas mirando? ―preguntó mi mamá como si pensara en un nombre, como si ya fuera a decirlo. No dije nada y ella exclamó “qué pena con las monjas, cómo cuidan a esas muchachas, qué dirá la hermana superiora: que el hijo mío es un pervertido”.
Durante varios días fue lo mismo. Entre bebidas y coladas, y paños de agua tibia con alcohol y otras cosas, mi mamá me convenció de ser un gran pecador. Su advertencia fue siempre que en cuanto pudiera levantarme, ella misma me llevaría a confesarme, echarme la bendición con agua bendita en la iglesia y alejar a satanás, que me había hecho pecar; el castigo de Dios era haberme caído de ese techo para que aprendiera, dijo. Estaba visto que ella ignoraba que el verdadero castigo eran sus cuidados, sus bebidas y sus coladas, pero sobre todo la repetición de lo mismo con cada entrada y cada salida de mi cuarto. Mi papá no volvió a verme durante la semana que estuve bajo los cuidados de ella. Su ausencia fue mi primer alivio.
El segundo fue la tranquilidad de saber que mi mamá no escucharía mi confesión. El padre Salazar me dijo que masturbarse no era pecado pero que era preferible evitarlo, por higiene, porque seguramente yo mantenía las manos muy sucias, y que lo mejor, cuando me acosaran los pensamientos y las ganas, era ir al sanitario, pues el deseo se aplacaba con el simple hecho de orinar. Dijo que también servía bañarse con agua fría.
Y eso mismo decía mi director espiritual en el seminario, luego de oír la historia que no le conté al confesor en la iglesia del pueblo; su atención era tal que parecía querer ser él quien viviera lo que oía.
―¿Cómo era? ―preguntó con el deseo que anhela oír los detalles que no pude darle con mis palabras difíciles.
―Como en una película para mayores a la que uno entra colado, padre ―le dije, y le conté que alguna noche me entré al teatro del pueblo sin pagar y sin saber qué película estaban presentando, lo hice solo por el placer de aprovechar la oportunidad que tuve de entrar sin que el hombre que recibía las boletas, me viera. Era una película para mayores de veintiuno y lo que vi en la pantalla me sometió al insomnio: de frente, plano entero, desnuda toda, una mujer caminaba hacia quien ya la devoraba sin tocarla. Su pubis afeitado me paralizó los ojos; salí del teatro corriendo, acosado por la certeza de haber cometido el sacrilegio de ver.
En el pueblo, le conté, me subía al entejado de un colegio de mujeres manejado por monjas capuchinas. Yo tenía mis mañas para treparme al techo y para entrar a ciertos lugares del colegio sin que me vieran. Lo hacía con el corazón a punto de salir corriendo y el propósito no era otro que poder verla. Era todavía muy joven, ojos negros y tan blanca que parecía intocable. Cuando la veía el corazón casi me delataba, pese a que ella no sabía que yo, escondido y sudando, la estaba mirando amenazado, acosado y empujado por el poder del pecado.
Un domingo por la tarde mi mamá me llevó a La María para hacerle la visita a la madre superiora; eran amigas gracias a mi papá, que a veces les prestaba servicios de transporte de cosas pesadas, materiales de construcción y víveres. Mientras conversaban fui a caminar por los pasillos y la vi; estaba en la puerta de una especie de oficina.
Me hizo señas con la mano para que fuera adonde ella.
Me tomó de la mano y entramos al salón. De tanto desear estar junto a ella, yo tenía pánico. Sacó de un frasco unos bombones, se sentó en una silla frente a mí, y sus ojos y los míos estaban de pronto mirándose como si apenas descubrieran la facultad de mirar. Me tomó la mano de nuevo y me puso dos bombones en ella. Sus manos ―las sentí como si, de tanto desearlas, algo en ellas me quemara― no se separaron de la mía durante un minuto o dos que me pareció que no terminarían nunca; tenía pavor a que alguien entrara.
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