Vanessa Torres Ortiz - Crimen dormido
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—¡Ah! ¿Que debo invitarte a comer? Mmm… ¿y qué voy a recibir a cambio? —dijo Juanra con picardía poniéndose en pie.
—Bueno, pues no sé… —respondió sensualmente junto a la oreja de su chico—, ya se nos ocurrirá algo. —Tendió la mano y le pegó un gran achuchón en el trasero. En ese momento, miró hacia la oficina de Justo y pudo comprobar que este los estaba mirando no con muy buena cara.
Mientras bajaban en el ascensor, ella pensaba en su jefe. ¿Por qué los miraba de esa forma? Parecía como si no le hubiese sentado muy bien ver cómo le tocaba el culo a su novio. ¿Qué quería Justo de ella? También se sorprendió al comprobar que había utilizado la palabra novio para referirse a Juanra; no sabía si sentir alegría o no, pero lo que sí se sentía era rara.
—Te invito a comer, pero iremos en tu coche —dijo Juanra cuando ya se encontraban en la puerta de la calle.
—¿En mi qué? —Cintia vio cómo sonreía abiertamente mientras con el dedo le señalaba un Peugeot 107 rojo estacionado en la misma puerta del periódico—. ¡Oh, Dios mío! Este es el coche de tu hermano, ¿verdad?
—No, este es tu coche; tu nuevo y bonito coche.
—¡Me encanta! —Le abrazó con todas sus fuerzas y le dio una multitud de besos.
—Pues se encontraba aquí esta mañana cuando llegaste, pero como siempre estás tan abismada con tus preocupaciones, pues no te diste cuenta… ¡Venga, arranca, que nos vamos!
El sonido del coche al arrancar la llenó de felicidad. Se encontraba tremendamente feliz en aquellos momentos: tenía coche nuevo, tenía novio e iban a comer en un bonito mesón donde tanto la carne como el pescado eran de buena calidad; eso era algo que la hacía también feliz: el hecho de vivir sola tanto tiempo hacía que no tuviese nunca ganas de cocinar un buen plato. Su menú se basaba casi siempre en pizzas, hamburguesas, bocadillos y carnes o pescados listos para freír en abundante aceite; alguna vez se le antojaba una ensalada, pero era tan aburrido tener que lavar y cortar la lechuga que pocas veces se daba ese gusto. Esta vez se preparaba para comer un buen solomillo o una presa ibérica, quizá de aperitivo pedirían queso manchego y jamón o incluso se atreverían con unas ricas almejas al vapor… Solo de pensarlo se le hacía la boca agua.
Cintia había pasado en numerosas ocasiones por la puerta del mesón donde se encontraban sentados, pero nunca había entrado. Le encantaban sus paredes blancas con adornos y zócalos de madera; el sonido de platos y cubiertos la hacían sentirse en el paraíso; parecía que era exagerado, pero así se sentía. Lo mejor de todo era sentirse amada por alguien, el poder compartir una comida con otra persona y, mejor si cabe, que esa persona la quisiera y se preocupase por ella. Eran tantos años de soledad, tantos años sin recibir el cariño de otro ser humano… Era consciente de que se volvía loca muchas veces pensando en su familia; tanto tiempo esperando a alguien que la amara de verdad y se encontraba en la mesa de al lado de su puesto de trabajo, qué casualidades de la vida.
—Juanra, ¿qué sorpresa me tenías preparada hoy? ¿Eh?
—¿A qué te refieres? —dijo bromeando—. ¿A la comida? ¿Al coche? ¿A mi agradable compañía?
—Pues visto así, a todo en su conjunto, —Miró firmemente a los ojos claros de Juanra con los suyos humedecidos—, sobre todo a tu agradable compañía.
Él cerró los ojos y la besó. Entonces, dos lágrimas fluyeron de los ojos de Cintia; eran de emoción, de alegría.
—Ey, venga, no quiero que te pongas así ahora. Recuerda que estamos aquí celebrando que tienes de nuevo coche —le dijo abrazándola.
—Sí, perdona, pero es de alegría: me siento muy contenta, tengo mucho que agradecerte.
La comida transcurrió placenteramente: todos los platos estaban exquisitos, y volvieron a reír y a bromear juntos; era una espléndida velada. Después del postre, Juanra pidió al camarero que los atendía unos licores de hierbas para ayudar a la digestión. Ella entonces ojeó el reloj y se asombró al comprobar que el tiempo había pasado volando y que solo faltaba menos de media hora para las seis de la tarde, hora en la que había quedado con Justo; también recordó que no le había comentado nada a Juanra sobre su cita con el jefe. No sabía cómo reaccionaría él, pero tampoco creyó que sintiese celos por haber quedado con él para tratar el tema de su artículo. Sin más cavilaciones, se lo contó todo.
—Pero ¿por qué no te cuenta lo que tenga que contarte en la redacción y no en una cafetería? ¡Ese está buscando algo más, Cintia!
—Juanra, no me vengas con esas. La verdad es que a mí también me tiene intrigada; al igual que tú, yo me he hecho esa misma pregunta, pero él me vio esta mañana tocarte el culo, debe de haberse imaginado ya que estamos juntos, no creo que su intención sea esa. Y, bueno, si lo es, pues se lo explicaré.
—Está bien, pero si intenta algo contigo me lo cuentas.
Cintia refunfuñó mirando al cielo.
—Puedes estar tranquilo. —Cerró la conversación con un beso y se marcharon del mesón.
Como tuvo que llevar a Juanra a su casa y pasarse por la suya para peinarse un poco y coger algo de dinero, sabía perfectamente que a esa cita llegaría un poco tarde. Mientras se volvía a hacer su típica coleta alta, pensaba en cómo había reaccionado Juanra cuando le contó lo del café con Justo. Era cierto que él no había tenido mucha suerte en el amor, pues sabía que llevaba un largo periodo de tiempo sin haber mantenido ninguna relación que durase más de una noche o incluso de unas horas; él había sido su mejor amigo y le había confiado todos sus secretos. Comprendía que sintiera celos y miedo: se encontraba muy ilusionado con ella y una vez le confesó que su primer amor se acabó porque ella lo engañó con su mejor amigo. Debió de pasarlo muy mal: sabía que Juanra era muy sentimental y aquello tuvo que dolerle demasiado, pero ella no era de ese tipo de mujeres; bien cierto era que todavía no sabía exactamente si lo amaba de veras, pero lo que sí sabía era que se encontraba muy a gusto con él.
Eran las seis en punto y su jefe se encontraba en la puerta de la cafetería; pensó que sería más correcto esperarla fuera, pero tampoco quería parecer un príncipe azul a la espera de su amada princesa, como en un cuento de hadas, así que pasó adentro y se sentó en la primera mesa que vio libre. Llegó la camarera, pero él prefirió decirle que esperaría a que llegara su acompañante; la mujer lo miró con gesto molesto, no dijo nada y continuó ejerciendo su trabajo, atendiendo a los demás clientes que se encontraban allí. La espera se le estaba haciendo algo insoportable: Justo era hombre de máxima puntualidad y, de la misma forma, le gustaba que los demás lo fueran también. Cintia se estaba retrasando. Ya que para él esa cita iba a ser algo incómoda, el hecho de tener que esperar como un gilipollas le hacía sentirse todavía peor. Entonces, pensó en pedir un café, pero ya que le había confesado a la camarera que estaba esperando a una persona, le pareció mal llamarla para pedirlo. ¿Qué pensaría la mujer? ¿Que lo habían dejado plantado? Sintió verdadera vergüenza: no le gustaba nada que la gente se riera de él; optó simplemente por levantarse y marcharse antes de que nadie se percatara. Empujó la puerta del establecimiento hacia afuera, tal y como se indicaba en el cartelito, y entonces vio su cara.
—¡Justo! Oh, ¿ya te marchabas? —saludó Cintia avergonzada por su tardanza.
—Sí, llevo esperando más de media hora y pensé que ya no vendrías.
La expresión del jefe era de mero enfado y la de Cintia de completa vergüenza. ¿Qué estaría pensando de ella en esos momentos? Se sentaron en la misma mesa donde Justo había estado esperando minutos antes. La camarera los vio y fue rápidamente hacia ellos.
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