Vanessa Torres Ortiz - Crimen dormido
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—¡Claro! Sí, me parece estupendo. Cuando tú quieras, Justo.
Cintia se acomodó en su mesa de trabajo delante del ordenador comenzando a organizar sus ideas para dar pie a su artículo. No dejaba de pensar en la propuesta de Justo; vaya, siempre lo había visto como un hombre guapísimo e incluso no podía fingir que soñando con los ojos abiertos se había visto besándolo. No comprendía muy bien a qué era debida esa cita fuera de la redacción, ya que, si lo que él quería era hablar sobre lo que ella estuviese escribiendo del artículo, ¿por qué no se lo preguntaba allí? Sacó unos folios en blanco del cajón del escritorio para anotar pequeños apuntes e ideas y, cuando levantó la vista, se encontró de nuevo con la cara de su jefe pegada casi a la suya.
—Cintia, no me he acordado de decirte también que vayas en cuanto puedas a comisaría y averigües todo lo que puedas del caso. Habla con los demás vecinos de tu zona residencial: puede ser que alguien viera o escuchara algo esa noche en que los mataron. Infórmate de todo lo que puedas; conviértete en policía.
Precisamente eso era lo que tenía pensado hacer: convertirse en policía. No quiso perder más tiempo y pensó en que cuanto antes reuniera más información, antes podría ponerse manos a la obra, así que agarró su bolso y se dirigió de inmediato a la comisaría de Campero.
En aquel momento solo se le pasó por la cabeza que nunca había tenido que entrar allí. Bueno, cierto era que sí lo había hecho, pero solo para renovar su carné de identidad, cosa que no era comparable con tener que entrar en comisaría para algo importante como lo que estaba haciendo en esos momentos. Las demás conversaciones que había tenido con la policía sobre el tema de los asesinatos habían transcurrido en su propia casa; también pensó que tendría que volver a tener que pasar por eso. Preguntas y más preguntas, volver a tener que visualizar en su mente la escena del crimen: aquella corbata grisácea de Juan manchada de sangre, los ojos penetrantes de Mónica observándola desde debajo de su cama. Volvió a sentir escalofríos y náuseas.
—Buenos días. —Interrumpió sus pensares una mujer policía—. ¿Puedo ayudarla en algo, señorita?
—¡Oh, sí, perdone! Estaba distraída; me gustaría hablar con el capitán Méndez, por favor.
La condujo por un largo pasillo lleno de puertas y sonidos de teléfono en el aire. Cintia conocía al capitán Méndez, pues él mismo había estado el día anterior en su casa ametrallándola a preguntas. La mujer policía llamó a una de las puertas del pasillo donde se podía leer «Capitán José Luis Méndez» y abrió.
—¡Hola, Cintia! Adelante, siéntate. —El capitán Méndez era un hombre joven de unos casi cuarenta años tal vez; delgado, moreno, alto y usaba gafas; por su semblante, parecía ser una buena persona, simpático y cariñoso—. Qué casualidad que hayas venido, iba a ponerme en contacto contigo, pero siéntate y cuéntame a qué se debe tu visita.
—Bueno, capitán, como usted sabe —comenzó a explicarse Cintia con cierto nerviosismo que delataban sus manos sudosas y movedizas—, soy periodista y, cómo no, estoy escribiendo sobre el caso de mis vecinos. Como podrá imaginar, toda información que pueda recabar es poca, así que aquí tenga la esperanza de que pueda ayudarme. Me gustaría preguntarle por la autopsia de los cuerpos. ¿Ya la han conseguido?
—Vaya, Cintia, así que quieres trabajar sobre lo ocurrido, ¿crees que es buena idea que tú misma te ocupes de hacerlo? Me refiero a que, debido al mal trago que tuviste que pasar al encontrar los cuerpos de tus propios vecinos, ¿te sientes preparada para continuar engullendo más sobre este tema?
Las palabras del capitán parecían querer decir algo más de lo que significaban todas ellas en su conjunto o por lo menos eso le pareció a Cintia, pero ella simplemente se dedicó a contestar.
—Sí, capitán, me encuentro perfectamente cualificada para encargarme de este trabajo. Tengo la oportunidad de escribir un gran artículo debido a la cercanía que tengo con este caso y no quiero perder tan buena oportunidad.
—Muy bien, entonces mucha suerte con el artículo. La verdad es que por mi parte no veo ningún inconveniente en ayudarte, así que te explicaré lo que sabemos dentro de lo que pueda revelarte, claro está. Los resultados de la autopsia de ambos cuerpos no los tengo todavía en mis manos, pero te puedo decir que en breve los tendré. Por otro lado, sí que sabemos cómo fueron asesinados: creemos que la persona que cometió el crimen entró en la casa sin ninguna dificultad, cosa que nos dice que muy posiblemente la misma pareja le abriese la puerta, dando por hecho que fuese una persona conocida del matrimonio. En la cocina había mucha sangre de Juan; allí fue donde el asesino o la asesina lo apuñaló con un arma blanca directamente en el corazón. No habiendo acabado todavía con su vida, Juan se dirigió como pudo a su despacho, que se encontraba a continuación de la cocina, creemos que con la intención de agarrar el teléfono, pero cayendo al suelo sin poder descolgarlo. Allí fue donde su vida terminó definitivamente.
»Luego, nuestro asesino o asesina, repito, subió escaleras arriba al piso superior de la vivienda con la intención de encontrar a la esposa. Esto mismo nos está diciendo que sabía perfectamente que Mónica se encontraba en la casa y también nos dice que fue Juan quien abrió la puerta al asesino, ya que ella se encontraba en su dormitorio. Subió, como ya he dicho, y la encontró en la habitación donde, con un objeto pesado, le golpeó el cráneo varias veces; esto posiblemente la haría desvanecerse y entonces la apuñaló tres veces en el tórax y una directamente en el corazón, acabando así con su vida. Los orificios son de un arma blanca, como ya le he comentado, de grandes dimensiones, así para que me entienda como de un cuchillo de cortar jamón. Cuando el culpable acabó su obra maestra, se marchó de la casa dejando la puerta entreabierta, como muy bien nos has contado, ¿no, Cintia?
—Sí, así es, la puerta se encontraba entreabierta, por eso mismo me decidí a entrar en la casa. Bueno, eso y, como ya le he contado, porque algo me decía en mi interior que ahí dentro pasaba algo malo, muy malo.
—Cintia, vuelvo a preguntarte. ¿No recuerdas nada nuevo?
—No, capitán, todo lo que sé ya se lo he hecho saber. Esta pareja era una pareja normal, salvo por sus continuas disputas. Todas las noches solían discutir fuertemente, cosa a la que culpo de mi insomnio; no podía dormir bien por culpa de ellos, pero ahora es gracioso: los echo en falta… Esa noche, como ya sabe, me disponía a dormir cuando los escuché nuevamente discutir: gritos, voces, jarrones rotos y un gran chillido de Mónica. Eso sí, siento escalofríos al recordarlo; ahora comprendo que ese chillido era de puro terror. He estado pensando en ello, capitán, y creo…
—Que ese chillido aterrador de Mónica se produjo exactamente cuando se encontró cara a cara con su asesino —continuó cortantemente el capitán, echándose hacia adelante con las manos cruzadas y apoyadas en su mesa.
—Sí, eso mismo he pensado yo…
Se estrecharon la mano amistosamente y Cintia le dio las gracias por lo amable y colaborador que había estado con ella. Era consciente de que le quedaba un largo e incluso complicado trabajo por delante, pero se sentía con ganas de ello. Se puso en pie y, girándose con la intención de marcharse del despacho del capitán, este llamó su atención:
—¡Cintia, espera! —Ella se volvió rápidamente esperando las palabras que quería decirle el capitán—. Antes de marcharte, por favor, acompaña a mi compañera por este pasillo: necesitamos que nos facilites tu ADN y huellas dactilares. Al haber estado en la escena del crimen, es lógico que aparezcan huellas tuyas allí y debemos estar prevenidos.
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