Vanessa Torres Ortiz - Crimen dormido
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—¿Qué pasa con tu familia? ¿No tienes ya ningún tipo de relación con ninguno de ellos? ¿Con tus padres? —Juanra apretó con fuerza las manos de ella cuando formuló esas preguntas incómodas.
Cintia comprendió que ese era el mejor momento para sincerarse con alguien y así poder calmar su pena: había tenido una infancia algo diferente con su familia. Hasta la muerte de su hermano todo era muy normal, pero justo después las cosas fueron cambiando para peor, sobre todo en su cabeza.
—Mis padres se marcharon hace muchos años al pueblo para dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de mis abuelos maternos: mi abuela María no podía valerse por ella misma para casi nada y el abuelo cada vez se encontraba más torpe. Después de acabar mi carrera, tuve la suerte de encontrar trabajo rápidamente en el periódico; yo no podía ni estaba dispuesta a abandonar esta gran oportunidad para marcharme con ellos al pueblo, así que me quedé aquí en su casa, en mi casa de siempre, donde me he criado y he crecido. Por otro lado, se encuentra mi hermana Amanda: prácticamente no sé nada de ella desde que mis padres se marcharon y es casi de risa porque vive aquí en la ciudad junto con su marido y sus dos hijos. Creo que la última vez que mantuve una conversación con ella fue en el bautizo de su segundo hijo, de Gabriel; de eso hace ya tres años y pico.
Juanra se marchó a la cocina y volvió con un vaso de güisqui para él y otro para ella. Parece ser que la cena romántica que él había pensado pasar se había convertido en otra muy diferente: la idea de declararle su amor se había esfumado de su mente y ahora tocaba hacer el papel del buen amigo que sabe escuchar; pero no le importaba en absoluto, pues simplemente el poder estar a su lado y hacerla sentir mejor lo reconfortaba.
—¿Durante todo este tiempo no os habéis llamado ni mantenido ningún pequeño contacto?
—No. —La respuesta de Cintia fue tajante y sincera—. Ella parecía querer mantener una distancia entre nosotras; en el bautizo de mi sobrino casi no me dirigió la palabra. Es cierto que desde entonces yo tampoco he puesto mucho de mi parte: creo que la telefoneé una vez para preguntar por los niños y hasta hoy; ella, exactamente igual.
Bebió un largo trago de güisqui, cosa que le hizo guiñar un ojo como consecuencia de lo fuerte que le pareció, y se quedó mirando fijamente a los ojos de Juanra en espera de algún tipo de consuelo por su parte. Él, en su defecto, prefirió preguntarle por sus padres, cosa que hizo que a Cintia volvieran a humedecérsele los ojos.
—¿Mis padres…? Ja, esa es otra historia triste de contar. Como te he dicho antes, después de la muerte de mi hermano Jaime, mi comportamiento cambió, en especial hacia ellos. Creo que… bueno, por decirlo de una manera rápida, me volví un poco loca. —Ojeó el techo mientras soltaba una pequeña risita al recordar—. La unión que teníamos mi hermano y yo era muy fuerte y, cuando lo perdí, también yo perdí un poco el norte; no sé, comencé a volverme un poco agresiva hacia ellos y discutíamos con mucha frecuencia; la verdad es que no los traté muy bien por aquel entonces y por supuesto que me arrepiento, pero me llevaron a un psicólogo. Este confirmó lo que todos pensaban: mi mala actitud se debía a no poder superar la muerte de Jaime, pero también es cierto que siendo yo tan orgullosa y, a pesar de que fui cambiando poco a poco, no he conseguido manifestar mi arrepentimiento y mi perdón hacia ellos. Cuando llevaban ya unos meses viviendo en el pueblo, mis padres me llamaban todas las semanas para saber de mí, pero un día mi madre y yo volvimos a discutir; ella prometió que no volvería a llamarme más, que para saber de mí telefonearía a mi hermana, y así, desde entonces, tampoco sé nada de ellos.
Cintia apuró su copa y se despidió de su amigo dándole un suave beso en la mejilla. Le agradeció enormemente el haber escuchado su historia, pues era algo que la reconcomía por dentro, tal vez incluso era el origen de todas sus pesadillas. No había sido una buena hija, eso era algo que ella comprendía, pero su familia tampoco se había molestado en intentar comprenderla y ayudarla.
Ya en su cama, se dispuso a descansar para amanecer más fuerte al día siguiente, pues había pensado en hablar con Justo, su jefe, para exponerle la idea de escribir sobre el acontecimiento ocurrido esa mañana. Cerró los ojos y cayó en un sueño profundo; ya no había vecinos ruidosos que no la dejasen dormir, pero en sus sueños sí que aparecieron, ellos y su difunto hermano, mirándola, como culpándola de algo.
Un sol precioso dibujó el cielo azul de aquel día de verano. Cintia fue poco a poco abriendo los ojos hasta despertar. No había sido una buena noche: sus pesadillas eran las culpables de no haberla dejado descansar. Aun así, se dispuso a levantarse con buen pie y con ganas, dispuesta a exponerle sus ideas a su jefe.
De camino a la redacción, pensó en lo ocurrido el día anterior, en las cansinas preguntas de la policía. Entonces, recordó el anillo que encontró debajo de la cama, justo donde se encontraba el cuerpo de Mónica; no se había acordado de comentárselo a la policía. Recordó los nombres y la fecha grabados en la alianza: debía de ser sin ninguna duda una de las alianzas de boda de la pareja, más posiblemente de Mónica por el hecho de haberla encontrado en el dormitorio junto a su cuerpo. Le parecía obvio que se le hubiese caído cuando el asesino la metió debajo de la cama. Pensó que sería buena idea pasarse luego por comisaría y comentarlo.
Justo se encontraba hablando agitadamente por teléfono: solo en su despacho, con el aparato pegado a la oreja, parecía mantener, fuera con quien fuese que hablara, una conversación un tanto irritante. Miró a la puerta en el mismo momento en que se dispuso a colgar el auricular y fue entonces cuando vio que Cintia aguardaba ante él.
—Pasa, Cintia. —Le ordenó amablemente con la mano—. Buenos días, siéntate. Imagino que vienes a comentarme alguna cosa, ¿no es así?
—Buenos días, Justo. Sí, así es. —Se sentó en el asiento que había colocado al otro lado del escritorio de su jefe. Cruzó los dedos de las manos y tragó saliva antes de continuar—. Verás, me gustaría exponerte una idea que he estado pensando. Debido a lo ocurrido ayer, me refiero a los crímenes, y dada mi cercanía con ellos y a que fui yo la que encontró los cuerpos, me parece buena idea poder trabajar en ello. Me refiero, claro está, a escribir un buen artículo para el periódico.
—¡Claro! Me parece estupendo, yo mismo iba a comentártelo ahora mismo. ¡Claro que sí! ¿Quién mejor que tú para ello? La persona que encontró los cuerpos y además eran tus vecinos. Puedes hacer un fabuloso artículo comenzando primero por escribir cómo eran sus vidas y posteriormente dando cada detalle de cómo los encontraste.
Parecía sentirse muy entusiasmado con la idea de que Cintia trabajara sobre lo ocurrido, pero algo había en sus bonitos ojos azules que a ella no le acababa de encajar. Al tiempo que manaban de ellos entusiasmo y ganas de trabajar, existía también una gran ráfaga de tristeza que ella pudo captar rápidamente.
—Muy bien —continuó ella mientras se incorporaba del asiento—, así lo haré.
Ya se disponía a abrir la puerta del despacho cuando la llamó suavemente:
—Cintia… Quería proponerte algo: —Justo soltó las palabras mientras se incorporaba también de su sillón negro de piel—: si te parece bien, no sé, cuando tengas algo escrito y tengas además en mente alguna idea para el artículo, podríamos quedar alguna tarde para tomar un café y así me vas comentando cómo lo llevas. ¿Te parece bien?
No podía creer lo que estaba escuchando: su jefe… ¿El guaperas de su jefe le estaba proponiendo una cita? ¡Increíble!
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