Georg Gänswein - Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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Georg Gänswein es una de las figuras más destacadas de la Iglesia católica, y el único hombre que trabaja a diario con dos papas. En este libro presenta una serie de observaciones sobre el estado de la Iglesia y su futuro más probable en una sociedad cada día más secular.
Argumenta con vigor sobre la fuerza civilizadora de la Iglesia en el ámbito cultural, y cómo esta constituye el único baluarte con capacidad de hacer frente al creciente totalitarismo cultural que se apodera de Occidente.
Gänswein contempló más cerca que nadie la renuncia de Benedicto XVI, y ofrece en estas homilías, conferencias y entrevistas una explicación que lo justifica. Brinda también un marco para una renovación espiritual, comenzando por la reforma personal de obispos y sacerdotes.

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En el trasfondo de este diagnóstico, se comprende el remedio que el papa Benedicto propone: volver a colocar la cuestión de Dios en el centro de la vida de la Iglesia y de la predicación. En esta centralidad de Dios resplandece también el núcleo más íntimo de lo que debe entenderse con el término «desmundanización». «No ser de este mundo» significa, en sentido bíblico, ser de Dios y conformar la propia vida en torno a Dios. «Desmundanización» significa ante todo redescubrir que el cristianismo es, en su esencia, creer en Dios y vivir en una relación personal con Él, y que todo lo demás es consecuencia de ello. Dado que la nueva evangelización consiste esencialmente en llevar a Dios a las personas y acompañarlas en su relación personal con Dios, la nueva evangelización y la «desmundanización» son dos caras de la misma moneda.

La centralidad de la cuestión de Dios y la predicación cristocéntrica son los contenidos elementales en juego en esta «desmundanización» que ha de emprender la Iglesia, y que lleva a su verdadera renovación: una renovación que no proviene de fuera, sino de sus propias entrañas. La llamada de Benedicto a la «desmundanización» como un programa de reforma de la Iglesia católica enfocado en lo esencial significa, simplemente, dar testimonio de la fe.

De hecho, la propuesta de esta «desmundanización» tiene como objetivo dar testimonio. El programa no consiste, por tanto, en alejarse del mundo, sino en que ese testimonio misionero de una Iglesia que no es de este mundo no solo salga a la luz, sino también que parezca creíble.

Los cristianos no pueden elegir en qué tiempo vivir. Las respuestas que demandan no pueden ser simplemente una repetición de las que obtuvieron las generaciones anteriores. La Iglesia en su conjunto, después del giro emprendido con Constantino y tras dos mil años de historia, no puede regresar a la comunidad primitiva. También ella tiene que encontrar respuestas para su forma de vida que traduzcan fielmente su forma inicial. La pregunta es si los católicos, al aferrarse a lo tradicional y temer ante lo desconocido, seguirán justificando el preciado tesoro del discurso de la sala de conciertos de Friburgo hasta despojarse finalmente de él como de una piedra de molino, o si, inspirados en Benedicto XVI, correrán el riesgo de redescubrir la Iglesia como «algo completamente nuevo», discutirán con determinación y se atendrán a las consecuencias que resulten de su diálogo con la sociedad.

Estamos tratando con una mayoría de no cristianos y de cristianos que no conocen la fe y la Iglesia, y que ya no encuentran nada que merezca la pena cuestionar en su forma anterior. Este hecho parece ir abriéndose camino lentamente en nuestras conciencias, de modo que aún no se ve reflejado en la predicación y en el lenguaje de la Iglesia. Al nivel del cuidado pastoral de los más próximos, un buen punto de partida sería comprobar si la homilía y la catequesis dominical o festiva resultan comprensibles por quienes no hablan el idioma interno de la Iglesia. Ser conscientes de esta inmensa tarea es el requisito previo para iniciar una nueva vida en la Iglesia. Porque la nueva evangelización no constituye una tarea adicional, sino que significa sencillamente un cambio de perspectiva para la Iglesia y sus creyentes.

[1]Discurso de apertura del año académico en la Universidad Filosófica-Teológica Benedicto XVI, abadía de Heiligenkreuz, en el Bosque de Viena (1 de octubre de 2015).

3.

DE ORIENTE A OCCIDENTE[1]

HACE NUEVE DÍAS, EL 3 DE OCTUBRE, una pareja judía que se encontraba en su ruta sabática hacia el Muro Occidental fue asesinada a puñaladas en la calle Al Wad en la ciudad vieja de Jerusalén, a pocos pasos de la puerta de acero del «Hospicio Austriaco». Fue una noticia impactante. Ya ni nos acordábamos de asesinatos de este tipo. Ha hecho que muchos teman una tercera Intifada en Tierra Santa. El joven palestino que perpetró el acto fue abatido a disparos por las fuerzas de seguridad israelíes. Venía de El-Bireh, cerca de Ramallah, donde, según la tradición, María y José se dieron cuenta de que Jesús ya no los acompañaba a su regreso a Nazaret, y donde se dieron la vuelta y partieron nuevamente hacia Jerusalén en busca de su hijo. Es muy probable que María y José corriesen preocupados por la calle Al Wad en su camino de regreso a Jerusalén en dirección al templo, del que en la actualidad solo se conserva el muro occidental. Debieron pasar apresurados por el lugar donde se encuentra el hospicio de peregrinos de la Sagrada Familia, que lleva allí más de ciento cincuenta años.

Es seguro que Jesús, María y José pasaron por aquí muchas veces; el lugar debía resultarles familiar. El retablo de la capilla del hospicio recoge este motivo con mucha viveza. Muestra a la Sagrada Familia con el Jesús de doce años en su camino desde Galilea hasta Jerusalén. Les queda por delante la última y más ardua parte del ascenso; pero ya se disciernen claramente los contornos de la ciudad y José, el padre adoptivo de Jesús, le muestra el camino a los lugares santos.

Hasta aquí la topografía del Hospicio Austríaco en Jerusalén. No está lejos del destino final de todos los cristianos que peregrinan a Jerusalén: la tumba vacía de nuestro Señor y Salvador. Cada paso que damos aquí sigue la estela del Salvador. La imponente casa en una esquina de la Vía Dolorosa señala un punto focal de la historia del mundo que nunca desaparecerá. Su legendario techo plano es algo así como el techo del mundo. Desde allí arriba, a la izquierda, casi se puede tocar con las manos la dorada Cúpula de la Roca, que se alza desde hace más de mil años sobre el lugar donde se encontraba el Sanctasanctórum del templo judío hace dos mil años. Ese era el templo que Jesús llamó «la casa de mi Padre», desde el Monte de los Olivos. Allí Jesús sudó sangre; allí arriba lloró por Jerusalén. A la derecha, las cúpulas de la tumba y la Basílica de la Resurrección se elevan sobre la colina del Gólgota desde el laberinto de casas del casco antiguo. Allí nuestro Señor fue clavado en la cruz y tres días después, en otro lugar que está a un tiro de piedra, en el Santo Sepulcro, regresó para siempre del reino de los muertos a la tierra de los vivos. En el Monte Sion, al sur, vemos la imponente rotonda de la abadía benedictina alemana de la Dormición, donde su madre se durmió. Esta Abadía de Hagia María es un lugar inconcebible, un desafío para los sentidos. Desde el tejado del Hospicio se escuchan las campanas de la ciudad, las llamadas a la oración de los muecines, muchas sirenas y el viento silbante de Jerusalén, que ya se ha llevado el último grito de Jesús.

Al mismo tiempo, esta pacífica casa parece como de otro mundo, de otro planeta, cuando salimos del bazar oriental en la calle Al Wad y entramos en una casa de los Habsburgo, un reflejo del orden austríaco. En un paso nos trasladamos de Oriente a Occidente: del corazón de Tierra Santa al corazón de Europa. No hay muchos lugares así. En el Hospicio Austríaco estamos en medio de los acontecimientos mundiales. Por eso acepté con mucho gusto presidir la instalación de una reliquia del beato emperador Carlos en la capilla de la casa de los peregrinos, durante la fiesta de la Ascensión de Cristo el pasado mes de mayo. Y tengo que admitir que disfruté del lugar como un niño. Por lo tanto, me complace presentar este libro sobre el Hospicio aquí, en Santa Maria dell’Anima, un libro que con suerte introducirá a muchos lectores en este fascinante albergue de la Iglesia católica en Jerusalén, donde uno puede dejar que nuestro mundo, con sus consustanciales tensiones encerradas en una especie de cáscara de nuez, lo maraville y lo asombre.

Por eso me parece importante que se presente hoy este magnífico volumen, no solo en las casas de peregrinos de Jerusalén y Viena, sino también aquí, en Roma, en el Instituto Pontificio Santa Maria dell’Anima. Porque este también es un enclave legendario de la Casa de los Habsburgo y una especie de cápsula del tiempo del desaparecido Sacro Imperio Romano Germánico en medio de la capital italiana. Ambas casas, el Hospicio y el «Anima», tienen conexiones con Viena que se remontan a mucho tiempo atrás. Gran parte del glamur de la antigua metrópolis de los Habsburgo y la proverbial pietas austriaca se refleja en ambas casas.

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