Georg Gänswein - Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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Georg Gänswein es una de las figuras más destacadas de la Iglesia católica, y el único hombre que trabaja a diario con dos papas. En este libro presenta una serie de observaciones sobre el estado de la Iglesia y su futuro más probable en una sociedad cada día más secular.
Argumenta con vigor sobre la fuerza civilizadora de la Iglesia en el ámbito cultural, y cómo esta constituye el único baluarte con capacidad de hacer frente al creciente totalitarismo cultural que se apodera de Occidente.
Gänswein contempló más cerca que nadie la renuncia de Benedicto XVI, y ofrece en estas homilías, conferencias y entrevistas una explicación que lo justifica. Brinda también un marco para una renovación espiritual, comenzando por la reforma personal de obispos y sacerdotes.

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La historia del «Anima» es siglos más antigua que la del Hospicio Austríaco, aunque, naturalmente, la propia Jerusalén tiene raíces mucho más profundas. Aquí la historia de la Revelación en general y del cristianismo en particular se puede comprender con las manos y medir con los pies. La Iglesia vio la luz en Jerusalén. Solo el cristianismo, y ninguna otra religión, proviene de esta ciudad. Esa historia puede respirarse en ese lugar: la historia de la Encarnación de Dios, que desde el Hospicio se despliega en sus aspectos esenciales como en un caleidoscopio. En la cuarta estación del Vía Crucis, al otro lado de la calle, encontramos un mosaico bizantino-armenio del siglo VI que representa unas pequeñas sandalias de mujer junto a las huellas de Jesús. Aquí se dice que María se encontró con su hijo torturado camino al Calvario, Él con la corona de espinas en la cabeza y la cruz en el hombro ensangrentado. De ahí que los peregrinos difícilmente puedan encontrar un alojamiento más conmovedor antes de partir desde aquí, por la mañana, hacia el Santo Sepulcro, y hacia la primera liturgia solemne de los franciscanos frente a la tumba. ¡Porque en esta basílica todos los días es Viernes Santo y Pascua!

En el prólogo a este libro, el cardenal Schönborn cita el siguiente extracto del Ecclesia in Medio Oriente del papa Benedicto XVI:

En esta tierra elegida por Dios de manera especial anduvieron los patriarcas y los profetas. Fue el glorioso escenario de la Encarnación del Mesías, vio la cruz del Salvador asomándose y fue testigo de la resurrección del Salvador y el derramamiento del Espíritu Santo. Recorrido por los apóstoles, los santos y muchos Padres de la Iglesia, fue el crisol de las primeras formulaciones dogmáticas.

En el mosaico del ábside de la capilla del Hospicio, bajo el libro apocalíptico de los siete sellos sobre los que descansa el Cordero de Dios, volvemos a encontrarnos con algunos de estos peregrinos. En el medio nos mira severamente el Padre de la Iglesia Jerónimo de Dalmacia, a quien debemos la primera traducción latina de toda la Biblia, en la que estuvo trabajando en Belén junto a la Gruta de la Natividad. Ya en el siglo IV, san Jerónimo dijo que además de los cuatro Evangelios, hay un quinto: la propia Tierra Santa, que, por así decirlo, abre y explica los primeros cuatro Evangelios. Esta observación no ha perdido un ápice de relevancia en nuestros días.

San Jerónimo también está rodeado por algunos santos populares de la monarquía de los Habsburgo, desde san Leopoldo a san Esteban, de san Wenceslao a san Estanislao y san Florián. Esta asamblea la interpretan Wolfgang Bandion y Helmut Wohnout en su contribución a este libro como un motivo simbólico que apela a «una Europa unida por su identidad cristiana». No podría estar más de acuerdo, porque el Hospicio Austríaco fue siempre un monumento fascinante del Estado multiétnico de los Habsburgo antes de 1914 y lo sigue siendo hasta el día de hoy. El lugar siempre ha encarnado la tradición católica supranacional de este imperio europeo. Antes del fin del imperio multiétnico de los Habsburgo, se la conocía como la «hospedería austrohúngara para los peregrinos de la Sagrada Familia». Se suponía que era una casa donde las disputas nacionales quedaban a un lado, un lugar comunal para los pueblos de la monarquía bajo el sello de su fe común en el Resucitado.

Desde el tejado del Hospicio podemos discernir a simple vista en el sur de Jerusalén, a la distancia, en las colinas de Judea, el poderoso muro que hoy corta y divide la Tierra Santa. «Todos los muros caen, hoy, mañana o dentro de cien años», le gusta repetir al papa Francisco. No obstante, estamos viendo al mismo tiempo cómo Europa se está enfrentando ahora a desafíos existenciales completamente nuevos. Fronteras que aparentemente se creía superadas están tomando forma de nuevo. Nuevas líneas divisorias, nuevos rollos de alambre de púas, incluso nuevos muros amenazan con emerger en la nueva Europa, que se había reencontrado consigo misma hace veintiséis años cuando cayó el Muro de Berlín, o eso les pareció a muchos en aquel momento.

Precisamente en esta situación, cada peregrino de Tierra Santa volverá hoy y mañana al corazón de nuestra identidad. «Europa nació de las peregrinaciones», reconocía Goethe. Justamente por eso la peregrinación a Jerusalén puede ser de gran ayuda y apoyo para que nos cercioremos de cuáles son nuestras raíces. Durante siglos, el Occidente cristiano hizo una peregrinación a la «Jerusalén celestial» citada por el Apocalipsis de Juan. Esta última ciudad de Dios se convirtió en el modelo central de nuestra cultura. ¡Que este libro sea una pequeña pieza del mosaico en el camino de esta memoria, y dé a los creyentes del ámbito de habla alemana un impulso para emprender el camino hacia el origen material de nuestra fe!

Y es que es especialmente en tiempos de crisis cuando más peregrinos se necesitan en Jerusalén. Lo que está sucediendo aquí concierne directamente al cristianismo. Cada vez son más los cristianos que abandonan el país, cuyos antepasados han vivido allí alrededor de dos mil años. Que ocurriese lo contrario sería lo que ayudaría a la Tierra Santa. Los peregrinos no se van, los peregrinos vienen. Porque los peregrinos no tienen miedo y no deben tener miedo, especialmente en el Hospicio Austriaco. Los peregrinos no son turistas; van siempre en camino hacia Dios. Por tanto, los peregrinos son siempre constructores de puentes. Tierra Santa y Europa, y el mundo entero, los necesitan más que nunca.

Con esto termino. Como prefecto de la Casa Pontificia, por supuesto, ni puedo ni debo publicitar un albergue, por mucho que me fascine. Ese no es el asunto que nos reúne esta noche. Lo que en realidad me gustaría publicitar aquí y ahora es ante todo una nueva reflexión sobre una de las tradiciones más venerables de Occidente. Me gustaría promover la peregrinación a Tierra Santa, con una abrumadora variedad de lugares que pueden leerse como un único mosaico de la Encarnación de Dios. Cada torre de iglesia en Europa apunta a ese sitio. Así es que vayan, y tanto mejor si lo hacen en masa. Dicho de otra forma, con las palabras del evangelista Juan: «¡Ven y mira!».

[1]Palabras de presentación de un libro sobre el Hospicio Austríaco en Jerusalén, pronunciadas en Santa Maria dell’Anima (Roma, 12 de octubre de 2015).

4.

DIOS O NADA[1]

QUERIDO CARDENAL SARAH: cuando en verano leí las galeradas de su libro Dios o nada, su franqueza me recordó varias veces la audacia con la que el papa Gelasio I escribió una carta al emperador Anastasio I de Constantinopla, en Roma en 494. Cuando finalmente se encontró una fecha adecuada para la presentación de este libro aquí en el Anima, descubrí que hoy, 20 de noviembre, la Iglesia está conmemorando a ese mismo papa. Hoy es la advocación del papa norteafricano Gelasio. Por lo tanto, me gustaría comenzar diciendo unas pocas palabras sobre esta carta del año 494.

Dieciocho años antes, en el 476, las tribus germánicas habían irrumpido en la ciudad de Roma. Fue el comienzo de la migración en masa de los pueblos que acabaron con el Imperio romano de Occidente. Del antes todopoderoso imperio, solo quedó en pie la impotente Iglesia.

Esta era la situación cuando el papa Gelasio escribió lo siguiente al emperador romano de Oriente en Bizancio: «No hay solo un poder para gobernar el mundo, sino dos. Sabemos, desde que el Señor transmitió a sus apóstoles la misteriosa información después de la Última Cena, que las “dos espadas” que le acababan de entregar eran “suficientes”» (Lucas 22, 38). Sin embargo, en opinión de Gelasio, estas dos espadas tendrían que ser compartidas por el emperador y el papa en un momento de la historia. En otras palabras: con esta carta, el papa Gelasio puso el poder espiritual al mismo nivel que el secular. Ya no habría un poder omnipotente, a su juicio. De acuerdo con el plan divino, estaba pensado que el papa y el emperador fuesen socios, por el bien de la humanidad entera.

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