Georg Gänswein - Cómo la iglesia católica puede restaurar nuestra cultura

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Georg Gänswein es una de las figuras más destacadas de la Iglesia católica, y el único hombre que trabaja a diario con dos papas. En este libro presenta una serie de observaciones sobre el estado de la Iglesia y su futuro más probable en una sociedad cada día más secular.
Argumenta con vigor sobre la fuerza civilizadora de la Iglesia en el ámbito cultural, y cómo esta constituye el único baluarte con capacidad de hacer frente al creciente totalitarismo cultural que se apodera de Occidente.
Gänswein contempló más cerca que nadie la renuncia de Benedicto XVI, y ofrece en estas homilías, conferencias y entrevistas una explicación que lo justifica. Brinda también un marco para una renovación espiritual, comenzando por la reforma personal de obispos y sacerdotes.

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¿Pero de qué trata realmente esta cuestión de la naturaleza humana? Está en juego nada menos que la correcta comprensión de la dignidad humana según el estándar de la semejanza del hombre con Dios, como subraya Gänswein en su discurso con ocasión del decimoséptimo aniversario de la constitución de la República Federal de Alemania:

La respuesta católica a la cuestión de la dignidad humana es esta: uno no tiene dignidad humana como tiene una pierna o un cerebro. El hombre no adquiere su dignidad, y por lo tanto no puede perderla. Se da a cada persona incluso antes de que comience su concepción, y forma parte de la voluntad de Dios crear personas a su imagen y semejanza. Así pues, esta dignidad les viene dada y es propia de todas las personas, sin importar de dónde vengan, qué idioma hablen, qué color de piel tengan, carezcan de interés por la política o sean radicales, respeten la ley o la violen. Aunque todos seamos conscientes de ello, reiterémoslo una vez más: se da el mismo caso en los no cristianos. Todas las personas están hechas a imagen y semejanza de Dios.

Mi hogar de origen está en África; soy etíope. Solo puedo declarar mi adhesión de corazón a lo que Gänswein dice cuando, en el mismo discurso, concluye:

Cualquiera que quiera entender qué representa la «C» en las siglas de los partidos que se hacen llamar cristianos tiene que mirar al pesebre, donde el llanto del recién nacido ya nos susurra al oído en Belén: «¡Dios es el más pequeño!». Esta incomprensible humildad del Más Grande es una preciosa inscripción en el mundo mediante la cual, tras una serie de catástrofes para la humanidad, la dignidad humana pudo ser declarada inviolable. […] Quien quiera entender por qué incontables personas que atraviesan dificultades huyen a Europa y no a China o a Emiratos Árabes Unidos, debe mirar a ese niño, a quien debemos la base más importante de nuestro mundo cristiano, que adoptó una forma peculiar y la trasladó a sus medidas sociales, a su voluntad de libertad y a la exigencia de una inviolabilidad para la dignidad humana.

Nuestro trato hacia los parias, a los hambrientos, a los pobres y a los enfermos, y a los extranjeros pone a prueba a diario a nuestra fe cristiana.

Con todo, otro pensamiento emerge siempre en las conferencias de Gänswein: «La Iglesia quiere y no solo debe satisfacer las necesidades materiales del mundo. No es solo Caritas, aunque esa y muchas otras excelentes instituciones católicas en el ámbito social y de la salud ofrezcan un evidente testimonio de la Iglesia».

«Mi reino no es de este mundo», dijo Jesús a Poncio Pilatos (Juan 18, 36). En palabras de Gänswein:

El Omega y la meta de la dignidad humana es la santificación de los seres humanos y su reposo en Dios por toda la eternidad. Este es el último horizonte ante el cual nuestra vida puede tener éxito y las iglesias pueden y deben renovarse a sí mismas y al mundo entero que las rodea una vez más. […] Sabemos que esta dignidad llegará a la perfección solo al final de los tiempos, como también el papa Francisco subraya una y otra vez, porque la categoría definitiva de la vida es vivir con Dios en la eternidad, cuyas puertas celestiales el Hijo de Dios crucificado ha echado abajo de una vez por todas, al resucitar de entre los muertos.

Se dice sobre san Bruno, el fundador de la orden de los cartujos, que en el año 1080 tenía serias perspectivas de ocupar la sede episcopal de Reims en el noreste de Francia. Pero el deplorable estado de los asuntos eclesiásticos se había vuelto tan insostenible para él que rechazó su candidatura y eligió una vida contemplativa.

El itinerario de Gänswein, en mi opinión, se parece más al de san Agustín, que también quiso consagrar su vida a la contemplación, pero luego decidió que en adelante viviría «con Cristo y para Cristo, pero al servicio de todos», como lo describe el papa Benedicto. Los cartujos también saben que en medio de la labor «puede mantenerse el espíritu de oración y soledad». En mi opinión, la vida de Gänswein es justamente un ejemplo de ello, como este libro refleja de una manera maravillosa.

[1]Cfr. Estatutos de la Orden de los Cartujos en http://www.chartreux.org/es/textos/estatutos-libro-4.php#c34

1.

MARÍA, ESTRELLA DE LA MAÑANA[1]

CASTEL GANDOLFO ES UNO de los lugares más bellos de los Montes Albanos, a media hora de Roma en coche, magníficamente situado sobre el lago Albano. Durante siglos ha estado aquí la residencia de verano de los papas, y desde 1934 el Observatorio Vaticano tiene aquí su sede. Fue trasladado de Roma a Castel Gandolfo por el papa Pío XI, porque en ese entonces ya se había vuelto imposible observar el cielo nocturno de la metrópoli, anegada de luz artificial. El mismo papa confió entonces la administración del observatorio a la orden de los jesuitas.

Hace ahora algún tiempo que dos padres jesuitas descubrieron durante sus observaciones astronómicas un nuevo planeta en el firmamento. La noticia dio la vuelta al mundo. En cuanto a mí, el descubrimiento astronómico me hizo recordar que a veces ocurren cosas similares en la doctrina de la fe. Observando el cielo estrellado con instrumentos ópticos cada vez más precisos, de cuando en cuando los astrónomos consiguen descubrir una nueva estrella desconocida hasta entonces. Naturalmente, esta estrella no empezó a existir en el momento de ser descubierta, sino que ya existía desde mucho antes. Lo que ocurre es que nadie la había visto hasta ese instante; los cálculos y las observaciones no habían sido lo suficientemente exactos, los instrumentos habían carecido de la sensibilidad suficiente, y a esa búsqueda le había faltado algo.

Algo parecido ocurre cuando observamos el maravilloso firmamento de las verdades reveladas, que Dios nos ha anunciado a los seres humanos a través de su Hijo Jesucristo y de sus apóstoles. Mediante observaciones más exactas, de cuando en cuando una nueva estrella se descubre (y no simplemente se crea) en el cielo de la revelación divina.

Eso pasó a mediados del siglo XIX: los teólogos, como los astrónomos, habían orientado el telescopio de sus investigaciones hacia la Estrella de la mañana, o Stella matutina, como se llama a la Virgen en las letanías lauretanas. Observaron la salida de esta Estrella del alba y descubrieron que su luminiscencia y claridad habían sido inmarcesibles desde un principio.

En otras palabras: los teólogos de la época concentraron sus observaciones e investigaciones en el propio comienzo de la existencia de María, y descubrieron con mayor claridad y de manera inequívoca que desde el momento de su concepción María estaba «llena de gracia», libre del pecado original. Tras esto, el 8 de diciembre de 1854 el papa Pío IX, como maestro supremo de la Iglesia, declaró solemnemente que el descubrimiento de los teólogos era certero; que es una verdad revelada por Dios que ha de ser aceptada y creída por todos los cristianos que María fue concebida inmaculada, esto es, libre del pecado original.

En el siglo posterior a esta declaración infalible los teólogos volvieron a concentrar sus observaciones en la Estrella del alba. Esta vez, sin embargo, no se fijaron en su salida, sino en su ocaso. Descubrieron cada vez con mayor claridad y agudeza que esta Estrella no se oculta, sino que continúa brillando en el otro mundo con un esplendor inagotable, con incluso más intensidad que antes.

Esta vez, los teólogos no estaban preocupados con el comienzo, sino con el final de la vida terrenal de María. Y he aquí que reconocieron que su comienzo radiante como la Inmaculada Concepción tiene por contrapartida su final luminoso: la partida de María sin deterioro, una glorificación de la Madre de Dios en alma y cuerpo. Con creciente claridad pudo saberse algo que había sido parte de la revelación divina desde el principio, y que ya se había creído y celebrado con su propia fiesta durante mucho tiempo, al menos desde el siglo VI o el VII, a saber: al final de su vida, María fue llevada a la gloria del cielo no sólo en su alma inmaculadamente pura, sino también en su virginal cuerpo. No tuvo que experimentar la muerte en su efecto más humillante, es decir, su descomposición, sino que con su Hijo obtuvo la victoria completa sobre el pecado y sus consecuencias, la principal de las cuales es la muerte. Está entronizada en el cielo, en cuerpo y alma, como reina de los ángeles y los santos.

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