Nada. Solo el silencio está con él. Mejor dicho, únicamente sus rodillas haciendo crujir el pasto seco de su camastro improvisado y su propia respiración profunda, intentando llenar sus pulmones de aire. Es lo único que se escucha en ese espacio.
Intenta incorporarse luego de su acoso sexual con final desafortunado. Seguir en cuatro patas sobre ella ya no tiene sentido.
Cuando se mueve para levantarse, un reflejo se cuela por uno de los agujeros de las chapas rotas del galpón y le da de lleno en la cara a Evelyn. Al verla con claridad, Charly se asusta. Percibe el rostro perfecto de la joven, con los ojos cerrados y su cabeza ladeada hacia un costado. Dormida. Era una hermosa muñequita de cera. Al instante, la confusión se convierte en desesperación. La toma de sus hombros y la zamarrea.
—¡Bonita! ¡Linda! ¡Despierta! Despierta por favor.
Nada. No reacciona. Su cuerpo permanece inmóvil. Charly le levanta un brazo y lo suelta. Cae flácido sobre el camastro. Sin vida.
En su mente tan confusa, intenta medir la dimensión de lo que acaba de ocurrir. De la terrible tragedia que termina de provocar. No hay posibilidades de revivirla. No hay vuelta atrás.
Su ira descontrolada, manejó sus manos de manera descomunal. Recién ahora se da cuenta del estrago que ha ocasionado en el frágil y joven cuerpo de Evelyn. ¿Qué ha hecho?
El sitio está oscuro, tan opaco como su espíritu en este instante. No sabe qué hacer o a dónde ir. No logra razonar con juicio. Él solo ha querido tener un rato de sexo —se consuela y se justifica íntimamente—, pero se siente desesperado, asustado y acorralado.
Algo mareado, se levanta y se sube su mameluco que lo tenía caído hasta sus pies. Parado junto al cuerpo de ella, se tapa la cara con sus dos manos, aturdido por la imagen que tiene ante sus ojos. Intenta concentrarse y pensar un momento, pero el estado de inquietud y nerviosismo no se lo permite. Vertiginoso, sale apresurado hacia la puerta del galpón. La abre y examina el exterior. Ningún ruido. Ni un alma por allí afuera, solo una leve brisa silbando entre los maizales. Todavía no amanece en el campo.
No sabe qué hacer, pero precisa tomar alguna decisión. No puede dejar a la muchacha allí. Debe ocultarla en algún lado, pero ¿dónde? Decidido, retorna al camastro, la viste torpemente y la levanta en brazos. El cuerpo de ella es una pluma y completamente flácido entre sus poderosos músculos. Hace unos movimientos esquivando el portón entreabierto y logra salir con ella a upa.
No sabe a dónde ir, pero lo que importa —piensa preocupado— es alejarse de allí urgente, salir de esa podrida senda iluminada por donde camina para ocultarse en las sombras. Apresurado, decide ir hacia el campo de maizales y cambiar la forma de llevarla.
La aferra con sus piernas juntas y se la echa sobre su hombro izquierdo, como si estuviera llevando una bolsa de cereal. Los brazos de Evelyn cuelgan por detrás de su poderosa espalda y, al caminar, paradójicamente, ella con sus manos inertes, le va tocando su propio culo.
A la distancia, distingue los maizales y hacia allí se dirige. Camina más o menos unos doscientos metros con ella encima, hasta el borde de un canal de agua de riego relativamente angosto. Tomando empuje, lo cruza de un salto. Allí pegado hay un camino de tierra, lo rodea por unos cien metros más o menos y se mete en el campo lindero a través de una alambrada.
Avanza indeciso. Se mueve unos pasos. No encuentra ningún lugar donde esconderla. Camina entre la plantación, pero no le convence. No la puede dejar allí tirada entre medio de los surcos. Trata de despistar sus huellas, cruza de un salto el zanjón de agua de riego, pero en dirección contraria. Ya ha perdido la noción del tiempo, sin embargo, lo protege la oscuridad. Aún no ha amanecido.
En una de sus vueltas, ve a la distancia las luminarias que rodean el edificio de ordeñe y a un lado distingue el galpón en desuso, del que acaba de escapar. Desde los maizales, vuelve a las instalaciones, pero por otro camino. Recorre el borde del zanjón, hasta que divisa un tanque australiano, justo detrás del viejo edificio a remodelar. Y hacia allí decide ir.
Cada minuto que pasa se siente peor. Su conciencia lo mortifica implacablemente. Perturbado, permanece en alerta máxima, asumiendo que, en cualquier oportunidad, se aparecerá por sorpresa don George o quizás dos o tres peones del campo. Tiene los nervios de punta por lo que está aconteciendo. Abatido y desconsolado, se pregunta por sus cambios de personalidad, tan salvajes y repentinos. Primero mostrando una aparente calma y autocontrol, que él imponía en sus relaciones con mujeres, queriendo entablar una amistad y seducirlas, diciéndoles palabras dulces y cariñosas. Pero, íntimamente, se da cuenta de que eran demasiado forzadas. Le brota naturalmente “un verso” para engatusarlas. Porque finalmente, cuando ellas se niegan a obedecerle o no aceptan lo que les exige, en un segundo se transformaba en “Mister Hyde”.
Su propia inseguridad y un ego desmedido lo impulsan inconscientemente a demostrar su necesidad de exponer su poder a los demás. Sentirse único y especial. Necesita ser admirado y querido. Pero de igual manera, le molesta si ellas no están a la altura de sus pretensiones. No acepta que lo contradigan. Lo ponen loco.
En un instante, su personalidad apacible se convierte en un volcán en erupción. Su amabilidad explota por los aires, sobre todo con aquellas mujeres que no respetan sus órdenes y exigencias, sean ellas del tipo que sean. Y por eso estalla siempre como una bomba.
Otra vez volvió a suceder. En su psiquis se activó el disparador y la ira reventó por sus poros. En esta ocasión, fue la pobre Evelyn la que cayó bajo su furia, bajo su fuerza descomunal y descontrolada, que él no sabe o no puede dominar. Mientras Charly piensa, y estas reflexiones lo agobiaban, sigue vagando en la oscuridad del campo, con ella sobre sus hombros, sin aún saber qué hacer con el cuerpo de la muchacha. Hasta que detrás de una empalizada y un cerco de ligustre, distingue una pequeña construcción. Se acerca y la revisa.
Es un cobertizo casi cerrado, viejo y oxidado. El techo y tres de sus lados, construidos con cerramientos de chapas metálicas, son apenas más alto que su estatura. Un reflejo de la luminaria sobre una de las calles laterales le permite distinguir lo que hay adentro. Son tambores de 200 litros, de aceite y combustible; bidones y latas pequeñas, herramientas, diversos neumáticos usados y varios trastos viejos.
Ya agotado mentalmente, decide que ese es el lugar para ocultar a la víctima. Su angustia y su plazo están al límite. No tiene otra alternativa. Baja con cuidado el cuerpo de Evelyn y lo apoya sobre la tierra en un espacio limpio dentro del tinglado. Y allí toma la decisión. «Este es el lugar perfecto. Aquí la voy a esconder», se dice finalmente.
Busca entre los trastos y encuentra una pala de punta. Decide correr los tambores de combustible hacia un costado para dejar un espacio de tierra en ese rincón que le permita cavar una fosa. Necesita de varios minutos de trabajo intenso que se le hacen eternos por el agobio que lo acosa. Aguarda, temiendo que, en cualquier momento, se acerque por la espalda don George, escopeta en mano, para fusilarlo.
Ya queda poco para terminar su excavación, cuando escucha un ruido de chapas en el lugar. Se le hiela la sangre y al corazón lo siente en la garganta. Se frena en seco y hace silencio. Da un paso hacia atrás y, parado, apoya su espalda contra la chapa para ver quién viene. Está paralizado. Quiere protegerse para golpear con su pala al primero que se asome. Pero en el momento se devela el suceso: son dos ratas gigantes que, rodando y peleándose furiosamente, pasan pegadas a sus pies para luego perderse en el otro extremo del cobertizo.
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