—De eso ni lo dudes, Charly. Me reembolsaré hasta el último peso, aunque deba ir a cobrarte al módulo espacial.
»Cambiando de tema, ¿cómo se te ocurrió esa idea para que pudiera encontrarte aquí?
—Al ver el campo, y por lo que tú me habías dicho de la naturaleza, no sé por qué, pero me acordé cuando era chico que me asustaban “los espantapájaros”. Entonces, me acordé del mameluco que tenía aquí en el bolso. Caminé hasta el campo, elegí una planta grande que estuviera al borde del cerco. Por cada botamanga le metí un tallo de maíz y los calcé en el overol, para improvisar un nuevo y escalofriante “espantapájaros”.
»Sin demora, caminé 200 metros más y saqué como quince choclos y los apilé en la colectora lateral de la interestatal, como si los estuviera vendiendo. Me adelanté y volví a cruzar el camino, retomé por la calle de enfrente y me escondí entre los maizales dentro del campo, observando la carretera, esperando que tú frenaras o pasaras despacio, de manera que pudiera detectarte.
»No salí hasta que escuché la canción de “La Isla de Gilligan”, que era nuestra serie favorita y que veíamos todas las tardes cuando tomábamos la merienda, al regresar de la escuela en casa de la abuela. ¿Qué épocas aquellas, no, Pancho? ¿Te acuerdas?
—Sí, Charly, cómo olvidarlas. La vida nos sonreía. Maravillosos días. No como los que me estás haciendo parir ahora. ¿Me cuentas que pasó? ¡Quiero saberlo todo! Porque de eso dependerá esencialmente lo que tengamos que hacer, o si debemos reprogramar los planes.
Minutos después, el camión de Pancho entró por un camino de tierra perpendicular a la IE 176, de los llamados caminos inter campos. Luego de dos kilómetros de andar, distinguieron adelante la primera curva. El primo estacionó la chata de remolque junto a una arboleda, accionó la palanca de frenos de mano, y el rodado quedó atrancado, inmóvil, como si lo hubiera partido un rayo.
—Soy todo oídos, Charly. Desembucha y cuéntame la historia.
—¿Pero por qué te frenas? ¿Tú estás loco? ¡La policía y los federales piden mi cabeza! No pares. ¡Sigue, Pancho, te lo ruego! Más adelante te lo contaré todo, mientras tanto avancemos. Es importante evaporarse de aquí, lo más lejos posible. ¡Híjole, Pancho! ¡Arranca y rajemos!
—De aquí no nos movemos, cabrón. ¡Comienza a contar tu vida!
—Déjate de pendejadas, primo. ¿Qué coño te pasa?
—Co mien zaaaaaa, Charly. Cuando termines, nos iremos a los piques.
—Eres de lo que no hay. ¡Me estás haciendo parir, Pancho!
—Estás perdiendo valiosos minutos de tu “rajemos de aquí”, primo. ¡Comienza tu historia de una cojonuda vez!
—Tú ganas, Pancho. Creo que es necesario que conozcas la historia desde el principio y te pongas en mi lugar, con la odisea que estoy padeciendo.
—Te dije que te escucho. Arranca desde dónde quieras. De todos modos, te aclaro que tengo un par de cervezas en la conservadora, por si se te seca la garganta.
—Hace mucho tiempo que no nos veíamos, Pancho. Tendré que remitirme al pasado de mi vida.
»La historia comienza hace unos quince años atrás… Desde que me escapé de la casa de la abuela, llevo más o menos ese período, entrando y saliendo de varios reformatorios y cárceles. El último presidio donde me retenían se llama Palacio Lecumberri. Es gigante. Alberga más de mil presos. Es uno de los presidios más grandes del estado.
»Hace como dos meses, me seleccionaron allí junto a treinta cuates para trabajar en una refacción interior. Desde hace mucho tiempo que vengo exprimiendo mis sesos, buscando cualquier opción para escaparme, pero lo veía imposible. En los últimos treinta años nadie lo ha logrado. Ese mote siempre me hacía desistir. Hasta que surgió esto de la obra. Y lo estudié muy bien en el transcurso de dos meses, desde que me convocaron para la refacción. Y ayer por la mañana tuve mi “día D”. ¡Me escapé con “mamá volquete”!
—¿Con quién?
—Me fugué en un camión desde el presidio, dentro de un vertedero repleto de escombros y desperdicios de la obra, que finalmente vaciaban en un basural. Y luego también me las piré de ahí.
—¿Y cuándo fue eso, Charly?
—Eso ocurrió ayer, como te dije recién. Serían las 8:15 o máximo 8:30 horas, cuando crucé el portón de seguridad de la cárcel, escapándome de ese maldito lugar. A las 12:00 horas, tuvieron que formalizar el conteo de los treinta presos que trabajábamos en la obra. Eso lo realiza diariamente el personal de guardia, antes de que vayamos al comedor. Me imagino el susto que se habrán llevado cuando contaron 29 obreros. Les faltaba uno. “Charly se les había escurrido delante de sus propios ojos”. Lástima no haber estado allí y verles las fachas a todos los guardias y compañeros. Me hubiera desternillado de risa.
—Me imagino que, al enterarse de tu ausencia, deben haber tronado las sirenas de la cárcel y hasta las alarmas de la N.A.S.A.
—Por supuesto. Ni lo dudes. Debe haber sido un zafarrancho descomunal. Apoteótico. ¡Cómo me lo perdí!
—Puedes regresar y golpear el portón del presidio, así te lo disfrutas desde adentro.
—¿Qué dices, cabrón? Ni en pedo.
—¡Sigue, entonces!
—Justamente, por el portón, pasé bien. Me fugué escondido en el volquete que llevaba el quinto camión, de los seis carromatos que salieron en caravana del presidio. Luego de varias horas de gira por carreteras o autopistas, arribamos al depósito donde vacían y descargan los escombros. Aproveché un descuido, mientras varias decenas de camiones hacían fila, hasta que les tocara el turno. Agradecido por el viaje gratis, me largué de nuevo. Me escurrí detrás del basurero CITRE y me volví a escapar. Pero esta vez era un juego de niños. Solo debía pasar por debajo de un alambrado y cruzar un campo, un trecho cuerpo a tierra, y otro tanto en cuatro patas, hasta el borde del descampado. Seguí andando y logré ubicar una estación de servicio Pemex, en el pueblo de Santa Lucía.
—¿Y ahí que hiciste?
—Busqué un teléfono público y llamé a mi hermana, anhelando que a su vez te ubicara a ti y me enviaras a alguien para recogerme. Mayalén fue una campeona. Aunque estuve a punto de orinarme la ropa por dos veces. La primera, pensé que me enviarías un pendejo y me mandaste una vieja. Pero, bueno, todo anduvo perfecto. Y la segunda fue cuando se frenó en la ruta, revelando el señuelo de que era ella la que acudía a mi auxilio. Al ver la camioneta parada, se aproximó un coche patrulla y los dos tíos de la policía se acercaron y le hicieron mil preguntas. Y Mayalén la guapeó como una campeona. Estuvo brillante.
—¿Y tú dónde te escondiste en medio de la requisa?
—Apenas vi que paraba la camioneta y la identifiqué con los trucos camuflados que te pedí, me acerqué y le arrebaté el sombrero a ella. Me apresuré y me metí de cabeza en la cabina del lado del acompañante y me hice el dormido. Le dije que arrancara, pero se le trabó el capó. Yo pensé que era parte del show, pero a la muy pendeja se le atascó realmente.
—¿Y entonces?
—Como te dije, yo me hacía el dormido y de la nada dos polis chingones surgieron como fantasmas y le hicieron el interrogatorio de su vida. Finalmente pudimos irnos, sin despertar sospechas.
—¿Y luego?
—De ahí, me llevó a un campo, porque le pedí que se saliera de la IE 176. Era muy peligroso andar tan a la vista. Con la alarma lanzada desde el presidio, las carreteras tendrían controles por todos lados. Además, seguro que la policía ostentaba mil fotos e identikits con mi cara.
»Bueno, la cuestión es que Mayalén se metió en un campo para pasar un presupuesto de obra a un fulano. Hasta pensé que formaba parte del ensayo, pero al final de la entrevista con el dueño, la chava, muy artista, armó una historia que yo carecía donde dormir, que me había echado mi mujer, y le pidió al dueño del campo que me hiciera el favor de dejarme pernoctar por esa noche en su campo.
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