José Luis Domínguez - Las llaves de Lucy

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Las llaves de Lucy: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo comienza con la desaparición de la joven Evelyn en el campo de su familia. Sin sospecharlo, su padre descubre que su propio hogar se ha convertido en la escena de un hecho escalofriante: una terrible tragedia que no cabe en la mente de nadie, y menos en la suya.A muchos kilómetros de allí, Charly pretende burlar el inexpugnable Palacio Lecumberri, el presidio federal de máxima seguridad del estado de México, con más de mil presos como compañeros, custodiados por cámaras y francotiradores.Casi sin transición, el autor nos traslada a España donde, años más tarde, otras dos jóvenes vivirán diferentes experiencias: Lucy comienza una nueva relación con Jordi, pero los fantasmas del pasado siguen rondando a ambos; mientras que Daisy está entregada a una relación violenta que casi la lleva a la muerte.Las llaves de Lucy es una novela donde confluyen historias que se desarrollan en el pasado y en el presente y se entrecruzan en un fascinante puzle que el lector deberá ir resolviendo. Sin embargo, el identikit de un homicida que aparece en la portada de los diarios será una pieza clave que desencadenará una búsqueda desenfrenada por develar la identidad del psicópata sexual.En este libro nada es lo que parece, todos ocultan secretos, y tal vez sean necesarias las llaves de Lucy para desentrañar lo que cada uno esconde.Una novela con todos los condimentos —violencia, misterio, humor, romance, sexo…– que el lector disfrutará sin pausa, pero sin prisa.

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—Papi, por favor, lo estás cansando al señor con tanto hablar de mí. Me haces ruborizar y poner nerviosa.

—No, qué va, todo lo contrario —reveló Hernán—. Eres un ejemplo para tu familia. Bueno, permiso. Muchas gracias por la cena. Si me permiten, me voy a dormir. Hoy tuve un día agotador.

—No, espere, señor. Yo le prepararé un lugar, así duerme protegido aquí dentro en la casa.

Lo miré a mi papi con cara de “por favor ten compasión por este hombre” y no tuvo más remedio que aceptar mi ruego.

—Permitido, mi amor; se puede quedar aquí.

—Gracias, papi. Voy a buscar la ropa al altillo para prepararle la cama.

—De acuerdo, en tanto hago lugar frente a la chimenea y voy moviendo los sillones para dejar lugar —sugirió mi padre.

—Le ayudo, don George. Y gracias por su consideración.

Cuando yo iba subiendo por la escalera al primer piso, noté como el señor me buscaba con sus ojos todo el tiempo. ¿Papi mencionó que era casado? No recuerdo haberlo oído.

—Ya hemos despejado el espacio. Quédate aquí, Hernán, que Evelyn ya retorna. Iré a soltar a los perros, que los tengo encerrados desde que tú fuiste a bañarte. Y aprovecho a revisar los corrales para ver que todo esté en orden, antes de irnos a dormir.

—Lo acompaño, don George.

—No, por favor. Los perros te comerían. No te muevas de aquí y ayuda a Evelyn cuando baje con la ropa y la colchoneta, para preparar tu cama improvisada.

En el instante en que papá salió de la casa…

Al llegar al final de la escalera, seguí por el pasillo en busca de mi dormitorio para buscar las cosas e intentar hacerle una cama improvisada al invitado.

Entré en mi habitación y rebusqué a ver si encontraba donde estaba la escalera pequeña que me permitiera subir al altillo. Fui al armario del baño y allí no estaba. Hacía tanto tiempo que no la usaba, que ya no me acordaba dónde la habíamos guardado.

Regresé a la habitación y finalmente la descubrí en el estante superior de mi placar. Ahí estaba acostada la escalera de aluminio que necesitaba. Me estiré y con precaución la fui bajando desde el estante al piso alfombrado de mi recámara. Era del tipo tijera, de dos hojas, con seis peldaños de ambos lados, y una plataforma superior que coronaba y unía ambas hojas.

Abrí la escalera, la ubiqué bajo la zona del altillo y comencé a subir para quedar justo debajo de la puerta. Cuando mi mano estaba por llegar a la manija del altillo, escuché que alguien golpeaba la puerta de mi habitación.

—Adelante, papi, estoy aquí —le dije dándole la espalda y sin darme vuelta.

Unos segundos después sentí que una mano tocaba mi cintura y di un grito del susto. Parada desde la escalera, me giré con el corazón aun latiéndome en la boca, y me di cuenta de que no era mi papi.

—Pero ¿qué hace aquí señor? ¿Quién le dio permiso? Y además casi me mata de un susto.

—Discúlpame, Evelyn, no fue mi intención. Ya hice lugar allí abajo junto al hogar y pensé que tal vez necesitarías ayuda para llevar los trastos y hacer mi cama. Por eso subí.

—Mi padre no le dio permiso para estar aquí. Quédese en el pasillo, por favor.

Me hizo caso, dio unos pasos hacia atrás y regresó al pasillo. Se apoyó en la baranda observándome por la puerta y también dándole un vistazo al living en la planta baja.

Permanecí parada en la escalera y comencé a hacer fuerza desde la manija, tirando hacia abajo para abrir la puertita del altillo. Ni un milímetro se movió, como si estuviera clavada o soldada al cielo raso. Me bajé un peldaño para quedar un poco colgada y hacer más fuerza con todo mi cuerpo. Luego de varios intentos y bufidos, me sentía agotada y resignada a la vez. Durante uno de mis movimientos, observé por mi rabillo del ojo, que el señor amigo de mi padre, me miraba desde la puerta de mi alcoba.

—Me parece que necesitas ayuda, Evelyn. Si me permites, puedo intentarlo.

—Creo que tiene razón; yo no logro abrirla. Dese prisa entonces, antes de que regrese mi padre. De lo contrario tendrá que ir a dormir al galpón. Definitivamente.

—Mire, es esa puerta que está en el techo y está demasiado atorada. Aquí, sobre el cielo raso, hay una bohardilla y guardamos estos objetos, porque en mi armario no hay tanto espacio. Señor, acérquese, por favor. Use esta pequeña escalera. La puerta tiene bisagras y están del lado de la pared, ¿las ve? La apertura es hacia abajo, desde la traba que tiene aquí —y le indiqué con el dedo—. Intenté tirar, pero ni se movió. ¿Me puede auxiliar?

—Desde ya. Entendí tu explicación, Evelyn. Déjame hacerlo por ti.

Lo vi subir por los escalones y apoyarse en la plataforma. Estaba a no más de un metro del piso. Sujetó la manija de la puertita y comenzó a tirar. Las venas de los brazos y de su cuello se le notaban a punto de estallar, de tan marcadas que se veían. Al cabo de tres intentos, por fin cedió.

—Puf, cómo para abrirse. Se han oxidado las bisagras. Se ve que hacía rato que no se usaba esta puerta.

—Es verdad, muy de vez en cuando la abrimos. Poco y nada sacamos del altillo. Usted es una excepción en mucho tiempo. Muchas gracias, señor. Si me permite, necesito subir para elegirle la ropa e improvisarle la cama para esta noche.

—No seas tan formal conmigo, tutéame, por favor. Me llamo Hernán.

—Disculpe, pero me cuesta. De acuerdo. Hernán, yo me subiré a la escalera y te los iré pasando.

Subí por la escalera y asomé mi cabeza por la compuerta del techo, intentando encontrar el interruptor de luz que ilumina el altillo.

—¿Ves algo?

—Estoy buscando el interruptor de la luz. Ah… aquí está. Tantos meses sin abrirlo, que no me acordaba dónde habíamos dejado estos objetos.

—Muy bien. Pásame la manta y las otras cosas, que te ayudo.

—Veo la colchoneta, pero ha quedado alejada y no logro alcanzarla. Voy a estirarme a ver si llego. Por favor sujétame. No quiero caerme —le decía, parada desde el anteúltimo peldaño de la pequeña escalera.

En ese momento, sentí sus manos que me sostenían a la altura de mis rodillas, mientras yo me estiraba tanteando para alcanzar la ropa. Sus poderosas manos y dedos comenzaron a subir muy despacio por mis piernas, debajo de mi pollera. Y me quedé paralizada. Sorprendida.

Sosegado me platicó:

—¿Llegas a la colchoneta o quieres que suba yo?

—Eh... no… no. La veo, pero no llego con mis dedos. Sujétame que voy a estirarme un poquito más, subiendo un peldaño.

Sus manos sujetaban mis muslos. Y lo dejé hacer. Me sentía como protegida. Ningún hombre me había tocado. Había descubierto una sensación distinta, placentera. Me hacían bien sus dedos y sus manos ahí. Unos instantes después, llegué hasta el último peldaño. En su esfuerzo por sostenerme, sentí la cara de Hernán apoyada en mi cola. Sus manos dejaron de sujetarme. Ahora los dedos se movían muy despacio y se iban deslizando hacia arriba por mis muslos internos. ¿Qué intentaba hacer? ¿Podría atreverse a tanto?

No debía permitir que siguiera. Estábamos cometiendo una locura. Ambos. Yo por permitirlo y él por ser tan poco considerado, tan grosero e inoportuno. Sus dedos se iban aproximando al límite de mi entrepierna. Decir que era un degenerado sería la palabra correcta. Deseaba propasarse conmigo de una manera escandalosa.

Las vibraciones y efectos que sentí con las primeras caricias, pronto se convirtieron en preocupación y en un llamado de alerta, cuando él me mantenía apresada y casi suspendida en el aire. Me puse muy nerviosa y no me explico, pero sentí miedo. Se me cerró la garganta, me faltaba el aire y mi corazón latía más acelerado. Luego de alcanzarle el último objeto, aún me mantenía apresada en el aire, apenas sobre la escalerita. Como si fuera un maniquí, me sujetó por la cintura y me giró en el aire, dejándome caer deslizándome frente a su cuerpo. Mi pollera acampanada se fue quedando en el camino y, cuando mis pies llegaron al piso, sentí un leve roce de uno de sus dedos en mi entrepierna, acariciando mi sexo por encima de mi bombacha. Y me estremecí totalmente.

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