—¿Y qué le anuncio?
—Nada. Solo entrégale este sobre. Él sabrá qué preparar cuando lo lea. Ahí dentro está el plan —saqué un sobre doblado y sucio de mi bolsillo y se lo entregué.
—Pero entonces no hace falta que me traslade. Lo llamo por teléfono y le cuento todo lo que detallas en tu carta.
—No insistas. Te lo dije antes. No quiero comprometerte más. Cuanto menos sepas de todo este embrollo, mejor para ti. Pancho recibirá instrucciones de tu paga por la ayuda que me estás ofreciendo, pero yo te daré un adicional. Te compensaré por este esfuerzo. Estuviste fantástica. Pero no te demores y vete lo antes posible a lo de Pancho. Te espero mañana de regreso. Lo más temprano que puedas.
—Ok, Hernán. ¿Me crees ahora, huevitos, que soy constructora? —me respondió jocosa.
—Ven, acércate, quiero contarte una idea al oído, sobre cómo elaborar el mejor desayuno mexicano: tal vez mis huevitos sean poco para tu sartén, sin embargo, es muy chiquita para mi salchicha.
—No seas grosero. Eres un cabroncito de lo más vulgar —por primera vez la vi ruborizarse.
—Adiós… chaparrita de ojos negros y hermosos.
—¡Hasta la vista… grandote! Cuídate y pórtate bien… huevitos. ¡No me olvides!
Como despedida, nos chocamos ambas palmas de las manos, matándonos de risa. Mientras se subía a la chatarra y se alejaba del campo “La Preciosa” con mi segundo pedido de salvataje.
CAPÍTULO 11
DÉJAME QUE TE ACARICIE
Campo “La Preciosa”.
Jueves 19 de mayo de 2011, al atardecer.
–Oye… ¿cómo dijiste que te llamas?
—Todo el mundo me dice Hernán.
—Bien, Hernán. Ven por aquí antes de que oscurezca, a ver cómo preparamos tu cama. Vamos a buscar unos fardos de pasto que tengo por aquí guardados. Están bien secos y limpios. Con eso improvisaremos tu colchón, aquí en este rincón —explicó don George—. Selecciona el pasto, mientras yo voy al rancho a buscarte una manta para abrigarte esta noche.
—Gracias, don George. Un favor adicional: ¿dónde puedo darme una ducha y cambiarme de ropa, por favor?
—Bueno, hagamos una cosa: primero debo encerrar los perros, sino no podrás ni asomar la nariz. Prepara tu cama, antes que te quedes sin luz. En unos minutos, vendré a buscarte y te mostraré donde puedes darte una enjabonada.
Al rato vino por mí.
—Te conseguí esta manta. Es grande, pero la doblas: una mitad arriba del pasto y con la otra parte te tapas. Ven que te indico dónde está el sanitario.
Salimos del galpón y giré mi vista para monitorear el entorno. Estábamos rodeados por un inmenso campo sembrado de maíz, con plantas como de mi altura. El sol se cortaba en el horizonte, rodeado de unas nubes anaranjadas y colores pastel. El contraste en el cielo era increíble en el atardecer que se extinguía, con la luna apenas elevándose segundo a segundo en el extremo opuesto. Hacía muchos años que no veía un crepúsculo semejante. Los muros del presidio me impedían ver las puestas de sol. Ver estos cuadros tan majestuosos que pintaba la naturaleza me reconfortaban el alma, por más simple y sencillo que fuera el momento. En ese instante lo sentía como una sensación espiritual, tan simple como la mismísima energía natural.
—Ya estoy aquí —me avisó don George a mis espaldas.
—Es soberbio este lugar, rodeado de tanto verde, olor a animales, vacas, pájaros, perros... ese cielo increíble y una luna para verla cuando uno lo desee.
—¿Dónde está tu casa? Pensaría que vives en otro planeta.
—Más o menos —le respondí con una sonrisa forzada—. Usted no sabe lo brava que es la bruja. ¡Mi casa parece de otro mundo! Cambiando de tema, don George, ¿a qué distancia queda la ruta de aquí?
—Es muy sencillo. Cuando nosotros vamos al pueblo, salimos por la tranquera que seguro tuviste que abrir al ingresar con Mayalén. Es la principal. A unos metros de ahí, giras un poquito a tu izquierda y te topas con un camino mejorado. Luego lo avanzas derecho sin salirte y, más o menos a cinco kilómetros, te encuentras con la ruta IE 176, por donde seguro ustedes llegaron más temprano.
—Sí, sí claro, claro. Lo que pasa es que venía medio dormido, mientras manejaba Mayalén, y me desorienté en el trayecto.
—Bueno, sígueme —me ordenó don George.
Fuimos recorriendo en dirección a su vivienda, pero al aproximarnos, giramos hacia un lado, continuando una huella de tierra angosta marcada por el tránsito de las personas que caminan todos los días por ese tramo. Era una pequeña construcción sólida para depósito de herramientas y elementos usados.
—Aquí hemos armado un baño de emergencia. Yo lo uso cuando reaparezco embarrado y sucio desde el campo o del corral, hecho un desastre. Si hubiera querido entrar así a mi casa, mi esposa se pondría el doble de brava que la tuya.
—Seguro. Este sanitario está muy bien para esas ocasiones.
—Ven, ayúdame. Aquí atrás tengo una calderilla para calentar agua. Funciona a leña. Le vamos a meter madera y activar el fuego. Así te puedes bañar con agua caliente.
—Agradecido, don George. Haga lo suyo, que yo me encargo. Gracias.
—Por esta puerta —me señaló— pasas al baño. Ahí puedes ducharte, y de este lado te puedes cambiar. En veinte minutos vendré a buscarte.
—Sí. Muchas gracias por su amabilidad.
—De nada. Enseguida regreso. No me demoro.
Bañado y vestido, lo aguardaba apoyado en la puerta del baño, desde donde podía reconocer el caserón de don George. Era una construcción sencilla, pero se veía sólida y muy fuerte. Estaba construida de piedra y madera, al menos es lo que se observaba por afuera. De dos plantas, con un techo de tejas a dos aguas y una amplia galería en todo un lado de la casa, orientada hacia la puesta del sol.
Avistando en dirección a la vivienda, me di cuenta que George venía a mi encuentro.
—¿Eres tú, Hernán, o es un fantasma? Ni te asemejas, chavo. Era real que precisabas una buena remojada. ¡Has rejuvenecido muchos años!
—¡No es para tanto!, pero la ducha ha sido fantástica y siento que recuperé mis energías. Es que estuvimos dos días seguidos con Mayalén haciendo una demolición en la obra que tenemos, y nos llenamos de polvo hasta las orejas.
—¡Pero si te daba más edad! Disculpa por la indiscreción y confusión. Lo siento.
—Nada que disculpar, señor. Es cierto, la ducha me hizo revivir. ¡Recuperé como diez años!
—Vayamos al rancho, a ver qué podemos hacer. Ya ha oscurecido.
Caminamos un trecho, subimos unos escalones por la galería y entramos a la casa. Al ingresar, nos encontramos con una sala amplia y de techo alto con madera a la vista y piedra tallada en las paredes. En un lateral, había una mesa grande y cómoda, rodeada de sillas. Sobre el fondo de la estancia y a un costado, una estufa a leña —la que había mencionado Mayalén— con varios sillones envolviéndola, como lugar de descanso.
En el sector de la ventana que daba a la galería, se ubicaba el área de cocina. Había otras puertas dando vueltas por allí y una amplia escalera de madera torneada y lustrosa que te llevaba hasta un nivel superior, completando la agradable ambientación.
Mientras contemplaba despreocupado la decoración, le escucho:
—Voy a preparar la cena, a ver qué me sale.
—¿Vive solo, don George?
—No. Mi mujer se ha ido esta mañana a visitar a su hermana que vive retirada de aquí. Su hijo se lastimó una pierna y mi esposa fue a echarle una mano. Si no surgía ninguna complicación, me dijo que regresaría mañana.
—Ok. Usted me indica en que lo ayudo.
—Está bien, yo me arreglo.
Don George cocinaba y mientras tanto platicábamos de sus tareas en el campo, las pestes que afectaban sus cultivos, de las vacas, los perros, sus animalitos de granja y generalidades de su tambo.
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