José Luis Domínguez - Las llaves de Lucy

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Las llaves de Lucy: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo comienza con la desaparición de la joven Evelyn en el campo de su familia. Sin sospecharlo, su padre descubre que su propio hogar se ha convertido en la escena de un hecho escalofriante: una terrible tragedia que no cabe en la mente de nadie, y menos en la suya.A muchos kilómetros de allí, Charly pretende burlar el inexpugnable Palacio Lecumberri, el presidio federal de máxima seguridad del estado de México, con más de mil presos como compañeros, custodiados por cámaras y francotiradores.Casi sin transición, el autor nos traslada a España donde, años más tarde, otras dos jóvenes vivirán diferentes experiencias: Lucy comienza una nueva relación con Jordi, pero los fantasmas del pasado siguen rondando a ambos; mientras que Daisy está entregada a una relación violenta que casi la lleva a la muerte.Las llaves de Lucy es una novela donde confluyen historias que se desarrollan en el pasado y en el presente y se entrecruzan en un fascinante puzle que el lector deberá ir resolviendo. Sin embargo, el identikit de un homicida que aparece en la portada de los diarios será una pieza clave que desencadenará una búsqueda desenfrenada por develar la identidad del psicópata sexual.En este libro nada es lo que parece, todos ocultan secretos, y tal vez sean necesarias las llaves de Lucy para desentrañar lo que cada uno esconde.Una novela con todos los condimentos —violencia, misterio, humor, romance, sexo…– que el lector disfrutará sin pausa, pero sin prisa.

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Pasé a su lado y seguí sin detenerme. No me vio porque estaba metido en el motor. Di un repaso a su caja y vi en el interior que cargaba unos baldes, tachos, herramientas de obra y hasta una bolsa de cemento y otra de arena. Debía ser el conocido de Pancho, no había duda.

Regresé y encaré al chavo:

—Hola campeón, estoy desorientado y no sé si tú eres de por aquí. Estoy tratando de localizar a una chaparra. Por casualidad, ¿conoces donde vive “Charito, la de ojos negros”?

El personaje, saliendo debajo del capó me sorprendió y me encaró:

—Parece que hoy es tu día de suerte, “primo”, porque yo soy “Charito, la de ojos negros”. ¡Qué casualidad! Ah…y te manda saludos Pancho.

—Pe… pe... pero… ¡eres una mujer! —le respondí sorprendido.

—¿Y a quién esperabas, primo? ¿A un extraterrestre que te pasara a buscar con su platillo volador?

—Eh… es… no, no, por supuesto. Pensé que era un macho el que me enviaba Pancho. Eh… quiero decir que pensé que tú eras un varón. Con ese mameluco y tu pelo corto, y con los materiales de obra ahí atrás y todo eso… Desde la estación de servicio de enfrente, supuse que eras un chavo.

—Pues supusiste mal. ¿O estabas viendo otro canal de TV?

Entonces se sacó el sombrero, retiró una gomita que sujetaba su cabello recogido y revoleó al viento su atractiva melena de cabello negro y brillante.

—¿Y ahora que te parezco, primo? Qué raro que cuando pasaste no viste mi culito redondo y parado. Todos me lo admiran en la obra, cuando trabajo en mis chambas. —¿Tienes los ojos atrofiados? ¿O no logras distinguir mis curvas de mujer, a pesar del mameluco?

—Pue... pue... pues claro, claro, una mujer. Te veo una mujer bien puesta —le respondí aun sorprendido, porque no era lo que esperaba y por la forma segura en que se desenvolvía conmigo.

—Ni lo dudes por un segundo, primo, que estoy bien puesta. ¿O quieres probarme, güey? Si te parece, conozco un lugar tranquilo lindante del pueblo y te muestro lo que hay aquí debajo del “uniforme”.

Asombrado y sorprendido con semejante desconcierto, le arrebaté el sombrero, me lo calcé y, apurado, me lancé de cabeza dentro de la cabina de la camioneta, del lado del acompañante. La mujer del mameluco no entendía nada, pero me dejó seguir.

¿Una mujer? —meditaba para mis adentros—. El pinche güey de Pancho me había enviado una mujer a sacarme de aquí. Pero será mal nacido el hijo de su madre. Tantos chavos por ahí al pedo y me manda una chaparra. Es un condenado cabronazo. ¿Qué mierda sabe una mujer para huir y ocultarme? Ya no tengo alternativa. Es lo que hay. Y encima, la camioneta es una chatarra vieja. Espero que no nos quedemos atascados y eso nos impida salir de aquí.

Desde la ventanilla le grité:

—Vamos hacia adelante mujer, rajémonos de aquí ahora mismo.

Metida aun debajo del capó, asomó su cabeza por un costado y me respondió:

—Bueno, primo, nos estamos yendo. No te pongas nervioso. Espera un momento que termino con esto.

La veía por el parabrisas, cuando bajó del paragolpes y se paró frente a su camioneta. En un santiamén se recogió su cabello. Se lo ató con la gomita y, mágicamente, sacó una gorra con visera que escondía en el bolsillo trasero de su mameluco. Guardó toda su melena bajo su gorra y otra vez en acción.

Pretendía cerrar el capó y no podía porque se había trabado. Hizo varios movimientos ensayando levantar y cerrar el capó, pero sin resultados. «De esa forma no podremos salir», —me dije yo. Charito dejó el capó como estaba y pasó por mi costado caminando hacia el fondo de la “cacharra”, seguramente buscando alguna herramienta o elemento similar para destrabar el resorte y bajar la tapa.

—¡Apúrate, mujer! —le grité desde la cabina, cuando ella rebuscaba en el fondo—, que tengo los perros mordiendo mis talones.

En ese momento, la vi que regresaba por el lateral. Se plantó al lado de mi ventanilla, abrió la puerta y la cojonuda me lanzó:

—Escucha, gallito, no tanto grito, que todavía no hubo hombre que domara a esta “Chaparrita de ojos negros”. Segundo, si quieres irte rápido —continuó—, levanta tu culito marcado y musculoso y ven a ayudarme a cerrar el capó. Y tercero, no cacarees tanto, gallito, que tus huevitos son muy poca cosa para esta sartén. ¿Te queda claro? —y se fue.

«¡Híjole, qué mujer! ¡Qué pelotas tiene la cojonuda! Será mejor que me baje y la ayude, de lo contrario, jamás nos iremos de aquí».

A la puerta de la camioneta le faltaba la manija desde adentro. «¡Qué chatarra de porquería, por Dios!». Entonces bajé el vidrio para pasar la mano y abrirla desde afuera, pero en ese instante me quedé congelado de miedo. Mis recientemente rebautizados “huevitos” se me subieron nuevamente a la garganta. Levanté desesperadamente el vidrio y, en simultáneo, vi por el espejo retrovisor estacionarse detrás de nosotros un patrullero con sus temibles luces azules girando. Un policía se bajó y fue caminando a “cien kilómetros por hora” para pasar rasante a mi puerta.

Con un rápido reflejo me hice el dormido. Recliné mi cabeza contra la ventana y coloqué el sombrero de paja tapando mi cara, como si llevara durmiendo varias horas.

—Buenas tardes señora. ¿La podemos ayudar?

—No se moleste oficial, estaba finalizando.

—¿Qué le pasó señora?

—Veníamos por la ruta y de golpe se apagó el motor. Nos dejó tirados aquí. Al abrir el capó, descubrí que se había salido la manguera de combustible. Por suerte no se había roto. La volví a enchufar y la apreté con alambre, y listo.

—¿A qué se dedica?

—¿Y usted qué cree? ¿Le parezco que con esta ropa hago de estríper en algún local nocturno?

«Pero qué pendeja desubicada —me digo—, cómo le va a responder así esa chingada al oficial. Cierra la boca mujer, por Dios, y rajémonos pronto de aquí».

—Perdón, ¿cómo dice, señora? —le repreguntó el agente con voz sorprendida.

—No, oficial, le explicaba que con esta ropa me dedico a chambas de construcción, en el pueblo o donde me necesiten.

—¿Y el fulano que está adentro?

—Es mi asistente. Estuvo descompuesto anoche y no pegó un ojo. Con el traqueteo de la chata, se quedó dormido como un bebé.

—¿Hacia dónde se dirigía, señora?

—Tengo que ver a un cliente en el próximo pueblo. Vive en el campo de aquí a unos diez kilómetros, más o menos. Debo ver el trabajo que hay que hacer para pasarle un presupuesto.

—¿Y cómo dijo que se llamaba?

—¿Quién, mi cliente?

—No, el pueblo.

—Ah, el pueblo, se llama Santa Lucía.

—¿Y su cliente?

—No se lo dije, porque recién me lo pregunta.

—Pues entonces se lo estoy preguntando. Dígamelo.

—Solo conozco su nombre de pila o apodo; se llama George, don George.

—¿Y dónde dijo que vive?

—¿Quién… yo o George?

—No, usted.

—Yo vivo en el poblado de Itzel.

—¿Y hasta aquí viene?

—Oficial, el trabajo está muy escaso y difícil. Viajamos a donde sea, con tal de conseguir una changuita para vivir, allá vamos.

Desde la cabina, no veía lo que hacían los “polis” y la chaparrita. Al permanecer el capó abierto, me impedía la visión, pero escuchaba casi todo el interrogatorio. Acorralado allí, en el asiento, transpiraba sudor frío y temblaba de miedo. Estos oficiales cabrones la intentaban acorralar para que se pisara con el interrogatorio, pero la chaparra persistía su defensa con uñas y dientes. ¡Una tigresa, la chava!

—Registros de la camioneta y sus documentos, por favor, señora.

—Sí, como no oficial.

Se me paralizó el corazón. Contuve la respiración, esperando que, en cualquier coyuntura, se abriera la puerta para buscar los papeles con los “polis” pegados a su espalda.

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