Mi chofer no había mentido. Su camión debía ejecutar una reparación. Por mi parte, era prioritario que me bajase del móvil rápidamente, antes de aproximarnos al taller. Era crucial que no notaran que saltaba del volquete o me viesen surgir por allí de la nada. Aproveché de nuevo el polvo que levantaba el camión para bajarme antes de que frenara, sin que lo notara el conductor. Tampoco había “moros en la costa”, como decía mi abuela. La poca gente que circulaba por la calle se veía ocupada en sus propios pensamientos.
Justo unos metros antes de detenerse, me tiré del camión al verme cerca del objetivo. Atravesé la senda corriendo y me posicioné de la mano contraria. Prosperé vagando como si nada, en la misma dirección, confundiéndome como cualquier otra persona que camina por la calle, simulando ser un lugareño o trabajador. Me fui alejando del taller y del camión y, a la distancia, pude ver una estación de combustible. Entonces apresuré el paso. Cuando estuve sobre la calle de acceso, ingresé por detrás. Busqué los baños, me lavé rápidamente la cara y las manos, y me acomodé el cabello lo mejor posible. Traté de ponerme lo más “normal” que pude, como si fuera un trabajador de la construcción, con su ropa manchada por el trabajo diario. Hurgué en mis bolsillos del mameluco; todavía escondía el dinero que había traído de la cárcel, unos pocos billetes y monedas.
Entre medio del edificio principal de la estación y los sanitarios, había una cabina telefónica. Miré a mí alrededor y no había gente merodeando por ese lugar en aquel momento, así que avancé más sereno. Tomé el teléfono e hice la llamada. Me atendió una operadora.
—Cobro revertido, por favor —le solicité.
—Aguarde un segundo que confirmo. No me corte —y enseguida me transfirió la llamada.
—Hola, ¿cómo estás?
—¿Eres tú?
—Sí, el mismo.
—¡No lo puedo creer! ¡No lo puedo creer! —repetía sollozando— ¿Dónde estás?
—Fuera del Palacio. Luego te contaré. Perdona, pero no tengo tiempo. Por favor, llama a Pancho y que se contacte con algún amigo y lo envíe a rescatarme.
—¿Y dónde estás?
—En las afueras de un pueblito que se llama Santa Lucía. En una estación de combustible Pemex, sobre la interestatal (IE) 176. Justo a cien metros de aquí, hay un cartel de bienvenida al pueblo sobre la vía principal. Anota por favor.
—Sí, sí, estoy anotando. ¿Y cómo te va a ubicar si no te conoce el chavo?
—No importa, llama al primo y dile que ese chavo se apure y venga volando a buscarme, que tal vez no encuentre a nadie aquí, si no lo hace urgente. Si no se apura, tú y yo es probable que no nos volvamos a ver. Dile que se estacione enfrente de la Pemex, pero a cien metros antes o después. No enfrente. A cien metros antes o pasando. ¿Entendiste?
—Sí.
—Muy bien. Que venga vestido con ropa sucia de albañil y que en la caja de la camioneta coloque unas maderas, palas, baldes, unos pocos ladrillos, como si fuera un constructor que hace chambas. ¿Estás anotando todo?
—Sí, descuida. Voy apuntando.
—Le explicas que estacione donde te indiqué, que levante el capó como si hubiera tenido una avería o se le hubiera descompuesto el motor. Yo iré a su encuentro.
—Anota y dile que la contraseña será: “Charito, la de ojos negros”. ¿Apuntaste?
—Sí. Todo. En cuanto veas la camioneta te arrimarás y le dirás tu frase: “¿Conoces a Charito, la de ojos negros?
—Eso es. Muy bien hermanita.
—Asegúrate que Pancho le transmita al güey todo lo que te acabo de detallar. Ah… que me traiga una muda de ropa limpia y holgada. Conoces mi estatura, sigo igual. Solo más musculoso y ancho de espaldas. Eso es todo. Gracias.
—Bueno, me alegro que estés ahí. Ahora organizo todo y luego me contarás. Cuídate, por favor.
—Claro, hermanita. Si todo sale bien, pronto nos volveremos a ver. Adiós.
La Estación Pemex fue concebida para abastecer a los agricultores del pueblo. Por ese motivo, se había construido estratégicamente en esa ubicación, rodeada de campos agrícolas y ganaderos. Santa Lucía era un pueblito rural, a un par de kilómetros de allí.
Analizando la situación, podría decir que iba hacia la tercera etapa de la fuga. Se había puesto en marcha esta instancia. Debía esperar en la estación de servicios sin que se notara mi presencia. Mi aguante se haría eterno, pero debía controlar mi ansiedad y mis nervios. Para mayor seguridad, me alejé de los sanitarios y del ingreso de vehículos que llegaban a la isla central de carga donde había seis surtidores de combustible.
Miré el cielo y, en función de la posición del sol, traté de imaginarme qué hora sería. Estaba bien alto y poco más que vertical. Por la tanto, seguro había pasado la hora del mediodía. Imaginé que, en el Palacio, debía haber un caos monumental, apoteótico, como si hubiera caído una bomba en la mismísima oficina del Capitán Pierre Arnoux. Las sirenas y alarmas del presidio debían haber saltado y enloquecido a todo el mundo. Me imaginé un desconcierto gigantesco. Debían estar buscándome por todo el estado.
Era la instancia de mayor peligro. Se habían acabado mis “cuatro horas de vida”. Se había agotado el plazo. Los perros me venían mordiendo los talones. Se había terminado mi margen. De allí en más, caminaría siempre al borde de un precipicio, sobre un piso con brasas. Pero huyendo siempre, hasta esconderme un buen tiempo. Luego tendría oportunidad de repensar mi próxima etapa de la fuga. “Eres el capitán de tu destino”. ¡Gracias Mandela! No me olvidaré de tu consejo.
Seguía contando los minutos, allí en la estación Pemex. Me ubiqué bajo un árbol, sentado en una piedra, a un costado de los sanitarios mirando la ruta, pero sin estar expuesto a que alguien pasara y me viera. Especialmente, la policía. El tiempo se hacía interminable. Mi espera aguardando al “compa” de Pancho era una tortura. ¿Por qué tardaba tanto? Los nervios me seguían destrozando.
Dos camionetas habían pasado frente a la estación a baja velocidad, pero ninguna se detuvo. ¿Y si alguna de las dos era la que venía a buscarme? ¿No se habrá desorientado? ¡Que lo parió! ¿Habrá entendido Pancho todas las instrucciones que le indicó mi hermanita? Tendría que haberle dicho que el cuate pusiera una tabla o tablón en la caja de la camioneta montada encima de la cabina, así rápidamente al verla pasar yo me daría cuenta de que esa era “la señal”, que esa era la camioneta enviada por Pancho.
Soy un estúpido. Maldita y re maldita sea. ¿Cómo se me pasó?
Un rato después, noté que una camioneta venía a baja velocidad de la mano de enfrente. Fue frenando lentamente. Se detuvo. Por unos minutos, permanecí escondido y vi todos sus movimientos. No quería precipitarme y salir a su encuentro, a pesar de la desesperación que tenía por seguir huyendo. Quería salir corriendo a la chata, pero debía ser precavido. Aguardé quieto sin moverme y observé a ver quién bajaba. El hombre descendió, iba y venía. Estaba vestido con un mameluco y un sombrero para protegerse del sol. Llevaba puestos anteojos oscuros. Se dirigió hacia el capó e intentó levantarlo. Le resultaba difícil, pero al fin logró elevarlo y trabarlo. Caminó hacia atrás y regresó con una herramienta y creo que con un pedazo de cable o alambre. Apoyó su pie en el paragolpes, inclinó el cuerpo y se metió un tercio dentro del motor, seguramente intentando repararlo.
Segundos después, salió de abajo del capó, giró y observó en dirección de la estación Pemex, mientras se secaba su frente con un pañuelo o trapo. Ya no aguantaba más la espera. Me arriesgué y salí a investigar.
El cuate saltaba entre su motor y su batea de materiales. Me di cuenta de que estaba nervioso, inquieto. Iba y venía. ¿Sería el cuate que había enviado Pancho? Me acerqué a la banquina y caminé doscientos metros distanciándome de la estación y de la camioneta. Me alejé por el único trayecto en que avanzaba la pick up. Cuando conseguí ese tramo prudencial, crucé el camino y retomé por la banquina de enfrente, procurando que piensen que vengo deambulando desde lejos, de cualquier lugar distante. Ya estaba del lado de la camioneta, iba caminando con cautela. El güey proseguía metido de cabeza bajo el capó. ¿Actúa muy bien o tendrá un problema de verdad?
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