Luego de varios minutos, y en estado de total encierro, supuse que me encontraba a salvo. Asumiendo que había traspasado los muros y los portones de la cárcel, necesitaba salir a la superficie. Empujé muy despacio toda la basura que me cubría, tratando de salir por un pequeño hueco que me permitiera al menos liberar la cabeza. Me urgía respirar aire puro, directo por mi nariz y boca. Me tomé del borde con una mano, hice fuerza y pude exhibirme lo mínimo. Vi que al menos dos camiones iban detrás. Pero se habían “colado” tres automóviles en nuestra formación de caravana por la autopista. Me agaché y me escondí, hundiéndome nuevamente en la posición original. Traté de tranquilizarme. Me hallaba fuera de los límites del “Palacio Negro” de Lecumberri. Eso era lo importante. La primera etapa, la más difícil, la había sorteado. ¡Viva la fuga cabrones!
Me daba ánimo diciéndome que hasta que el guardia García no realizara el conteo al mediodía, no se enterarían de que alguien faltaba en el GOB-30. Por lo tanto, faltaban un par de horas para eso. Era la pequeña ventaja de seguridad de que disponía. «Hagamos cuenta —me decía íntimamente—. Los camiones salieron del presidio a las 8:15 horas, pongámosle máximo 8:30 horas. A las 12:00 horas del mediodía, se realiza el recuento en el patio número once. Por lo tanto, dispongo de un máximo de tres horas y media por delante, antes de que se den cuenta que falta un reo. Cuando a las doce se reúnan en el patio mis “compas” del GOB-30 y el jefe Rosty y el guardia García hagan el recuento, recién descubrirán que el empleado Charly ya no trabajará más en el equipo. Pero aún faltan unas horas para eso. Lo fundamental es que sigo en pleno escape y dispongo de un pequeño margen de seguridad. Ese tiempo se termina justo antes de que activen todas las alarmas, antes de que le avisen al Capitán; antes que envíen la alerta a la policía estatal, antes de que el “Palacio Negro” se convierta en un pandemonio; antes de que el Capitán exija mi cabeza en cualquier lugar del planeta, vivo o muerto».
En ese lapso, me proponía huir lo más lejos posible del presidio, sin que lograran atraparme ni identificarme. Serían poco menos que cuatro horas de distancia, el margen entre mi libertad definitiva o regresar al presidio otra vez. Casi cuatro horas de distancia… casi mi propia vida.
Los camiones estuvieron recorriendo muchos kilómetros por las autopistas y en todo ese lapso me di cuenta de que solo se habían detenido dos veces, supongo que algún semáforo, un cruce de avenidas o vías de ferrocarril. Pero, en esta etapa de la evasión, había perdido enteramente la noción del tiempo. ¿Cuánto faltaría para el miserable depósito de descarga de basura?
Algún tiempo después, me di cuenta de que el camión disminuyó mucho la velocidad, giró en el camino —lo imaginé por el chillido de los cauchos en el pavimento— e ingresó en un nuevo acceso, porque el vehículo inmediatamente comenzó a saltar mientras avanzaba haciendo demasiado ruido.
Desde la altura, surgí muy despacio entre los escombros y, al asomarme, noté que entrábamos con el carromato en un camino de tierra. Detrás de nuestro transporte, se formó una polvareda infernal que no permitía ver absolutamente nada. Es más, me estaba ahogando. No lograba distinguir si éramos los últimos de la caravana o había más camiones que venían detrás de nosotros. La nube de polvo no me permitía ver a más de diez metros detrás de mi tráiler.
Posteriormente volvimos a frenar. Me asomé apenas de mi caja, por entre la basura, y observé que varios guardias hacían detener la caravana para pedir a los choferes algún papel de control de ingreso. Ante la duda de que aquí también hubiera cámaras de seguridad en el control de acceso, nuevamente me cubrí bajo la basura para proteger mi vida.
Instantes después, por fin supe dónde me encontraba. Era un gigantesco depósito a cielo abierto donde aceptaban escombros, desechos y desperdicios de todo tipo. Por fin habíamos llegado. Estaba por entrar al CITRE (Centro Integral de Tratamiento de Residuos Ecológicos), así lo indicaba un cartel sobre un arco, justo encima del portón de ingreso al lugar.
Aquí descargaban los camiones que llegaban desde el presidio para vaciar la demolición que el arquitecto Francis Pucci enviaba desde su obra.
El predio, un gigantesco vaciadero, se veía protegido con un cerco perimetral de alambre tejido. Había muchos tráileres y carromatos de muchísimas empresas en espera, llenos de cajas de escombros y contenedores, que usaban este lugar para descargar sus desperdicios.
Poco a poco, esperando su turno, los camiones se colocaron en fila por una calle de acceso interna, a medida que ingresaban a este lugar. En esa caravana se alineaba mi camión número cinco. Me asomé desde mi colector de materiales, justo en el instante en que el chofer del camión parado detrás del nuestro se aproximaba caminando hacia la parte delantera. Pasó por el costado contrario, en dirección a la cabina, seguramente para hablar con “mi chofer”.
—Alex, ¿cómo va, güey? ¿Todo bien tu recorrido?
—Sí, Chano, todo bien. ¿Y tú?
—Muy bien. ¿Sabes qué? Te quería avisar que observé moverse algo arriba de tu caja de escombros. ¿Me dejas subir a ver?
CAPÍTULO 8
ASUSTADO COMO UNA RATA
CITRE (Centro Integral de Tratamiento de Residuos Ecológicos).
Jueves 19 de mayo de 2011, al mediodía.
—Alex, observé moverse algo arriba de tu caja de escombros. ¿Me dejas subir a ver?
—Pero sí, güey, echa un vistazo si quieres —a mí se me heló la sangre cuando alcancé a escuchar la conversación de ambos. Me acurruqué e hice fuerza para enterrarme más al fondo y tirarme más escombro encima.
—Solo que ten cuidado, Chano, en la cárcel mataron muchas ratas grandes y las tiraron con la basura. Seguro que ha quedado alguna moribunda, intentado escapar.
—¿Dices que son ratas? ¡Qué asco, Alex!, ¡les tengo una repulsión insoportable!
—Olvídate entonces, ni te molestes en subir. Cuando descargue el vertedero de escombros, la que aún esté con vida quedará sepultada y aplastada por varias toneladas de basura. No te preocupes.
—Será eso entonces, Alex, porque vi moverse plásticos y maderas sobre el borde. O era el viento, o las detestables ratas tratando de escabullirse.
—Tal vez Chano. Tal vez es lo que tú dices. ¿Y qué hacemos aquí parados? Con la fila que tenemos por delante, nos quedaremos sufriendo una eternidad en este lugar.
—Sí, Alex, esto va para largo.
—¿Por qué no te vienes a mi camión y nos tomamos unas cervezas? Y me cuentas lo de la chaparrita que conociste la noche pasada en el bar “Pintas & Nachos”.
—¿Tú invitas, güey?
—Por supuesto, Alex, súbete que tengo un par de chelas bien frías, aquí en mi refrigerador portátil.
Evidentemente, Alex aceptó la invitación y ambos se aprontaron a conversar sentados en la cabina de “mi camión”. Si yo deseaba escapar, no merecía esperar más. Era el momento. Esta era la oportunidad: saltar de “mamá volquete” y seguir escapando como si fuera una rata asustada. Pero debía pensar bien el próximo desafío. Era muy peligroso mostrarse por los costados, porque en cualquier momento los choferes me podrían detectar, si miraban por los espejos retrovisores de sus camiones.
La fila de carromatos, incluido el nuestro, aguantaba frenada sobre el camino de tierra mejorada, dentro de la gran área para residuos. En dicho lugar y paralelo al camino, un cerco alambrado hacía de límite y dividía el depósito de basura con un campo vecino.
Ni bien asomé la nariz por el box, salté con energía. Como un refusilo bajé por detrás del camión, me metí debajo de él y logré esconderme pegado a la rueda trasera dual del vehículo. Desde allí abajo, casi pegado a la tierra, surgí y miré hacia el espejo retrovisor derecho del camión. No lograba ver la cara del chofer de ese lado, pero sí entender su conversación y escuchar las carcajadas de ambos choferes. Aproveché el momento. Salí debajo del camión y rodé hacia el alambrado. Me quedé tumbado en mi nueva posición. Esperé un momento para calmarme y recuperar aliento.
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