José Luis Domínguez - Las llaves de Lucy

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Todo comienza con la desaparición de la joven Evelyn en el campo de su familia. Sin sospecharlo, su padre descubre que su propio hogar se ha convertido en la escena de un hecho escalofriante: una terrible tragedia que no cabe en la mente de nadie, y menos en la suya.A muchos kilómetros de allí, Charly pretende burlar el inexpugnable Palacio Lecumberri, el presidio federal de máxima seguridad del estado de México, con más de mil presos como compañeros, custodiados por cámaras y francotiradores.Casi sin transición, el autor nos traslada a España donde, años más tarde, otras dos jóvenes vivirán diferentes experiencias: Lucy comienza una nueva relación con Jordi, pero los fantasmas del pasado siguen rondando a ambos; mientras que Daisy está entregada a una relación violenta que casi la lleva a la muerte.Las llaves de Lucy es una novela donde confluyen historias que se desarrollan en el pasado y en el presente y se entrecruzan en un fascinante puzle que el lector deberá ir resolviendo. Sin embargo, el identikit de un homicida que aparece en la portada de los diarios será una pieza clave que desencadenará una búsqueda desenfrenada por develar la identidad del psicópata sexual.En este libro nada es lo que parece, todos ocultan secretos, y tal vez sean necesarias las llaves de Lucy para desentrañar lo que cada uno esconde.Una novela con todos los condimentos —violencia, misterio, humor, romance, sexo…– que el lector disfrutará sin pausa, pero sin prisa.

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Mientras me alejaba, revivía la “película” de un par de horas antes, meditando que, desde que ingresé al “Palacio Negro”, no había día que estallara mi cabeza pensando en alguna oportunidad de fugarme. Porque, cuando uno decide sobrevivir, debe escaparse de esa penitenciaría mugrienta, poner todos los sentidos en eso para lograr su objetivo y esfumarse. Sin embargo, esas últimas semanas, me sentía más desamparado que otras veces, con mis defensas bajas. No soportaba seguir encerrado.

Fueron más de dos meses de exprimirme los sesos, ansiando encontrar un resquicio, una falla, una oportunidad de fugarme. Pero nos controlaban en todo momento; a cada segundo. El Palacio era infranqueable. Las cámaras captaban y grababan nuestros pasos en los patios y portones, en los baños, en los pasillos de nuestras celdas. Era una cárcel clasificada de máxima seguridad. Imposible “pirárselas”. Así lo demostraba su historial: virgen e invicta durante los últimos treinta años.

El único lugar donde no había cámaras —porque se habían desmantelado temporalmente— era en el salón que estábamos remodelando en el primer piso. Pero, las habían reemplazado por ojos humanos: un equipo de guardias armados, colocados en lugares estratégicos, para que nos vigilaran en toda la jornada de trabajo en obra.

Después de mucho analizar y devanarme los sesos, creo que la había encontrado, una oportunidad, muy riesgosa, pero una posibilidad al fin. Era la primera que me parecía viable, desde que me habían metido en la prisión de Lecumberri. Sería una ocasión muy peligrosa, porque si me pescaban, adiós todos los privilegios. Me meterían en un sector especial, encerrado y con custodia permanente. Además, me perdería los almuerzos y cenas VIP y todos los demás favores que disfrutábamos junto a mis “compas” del GOB-30.

Pero esos beneficios de la obra, a esta altura de mi vida, me importaban nada. Lo que me preocupaba sobremanera —y eso era lo que verdaderamente me paralizaba— eran los cinco o diez años adicionales que me meterían, si me pescaban por intento de evasión. Y eso me ponía loco. No soportaba estar más días allí. Así que debía asumir el riesgo, porque me estaba volviendo demasiado alterado, más de lo que estoy habitualmente.

La cantidad de escombros y basura que habíamos acumulado en la obra venía disminuyendo poco a poco. Las tareas fuertes de reciclado comenzaron a menguar a partir del segundo mes. En estos días, nos destinaban a la ejecución de tareas de restauración de los elementos que fuimos retirando de la obra, porque la empresa se dedicaba a la construcción propiamente dicha y nosotros a la recuperación y limpieza de materiales y piezas antiguas. El grueso de la demolición ya la habíamos concluido.

En el patio de atrás depositaban los contenedores de materiales donde nosotros amontonábamos todos los escombros y la basura que íbamos retirando día tras día. Desde un comienzo, se decidió que la futura sala para biblioteca y otros usos se ubicarían en el primer piso. Y era desde allí, que tirábamos a los basureros de la planta baja, los restos que demolíamos o reciclábamos.

En las cajas de acero, también se descargaba lo que se obtenía de un salón contiguo, en la planta baja. El arquitecto Francis Pucci había reservado para ese lugar un área especial de restauración. Y allí trabajaba una parte del “GOB-30” que se dedicaba a recuperar y restaurar pisos de madera, ventanas, adornos, molduras, pulidos de bronce, etc. Todo lo que se descartaba iba a parar a las cajas de escombros que eran posicionadas sobre el pavimento en esos espacios estratégicos, ubicados en el patio trasero anexo al salón de restauración.

El miércoles 18 de mayo no quedaba mucho más por tirar. Los seis volquetes que habitualmente se dejaban vacíos los habíamos llenado a tope de mugre y escombros. Por lo tanto, al día siguiente, vendrían a llevárselos todos fuera del presidio. Y otro grupo de camiones volvería a reponer otra tanda, pero de vertederos vacíos.

Llegué a un acuerdo con dos cuates del otro patio que eran compañeros circunstanciales del “GOB-30”. Ellos colaborarían conmigo, a cambio de nada.

Su tarea demandaría quince segundos a lo sumo. Esos chavos se encargarían de cubrirme cuando yo les avisara, en el instante preciso.

Organicé y preparé el plan. El día “D” había sido elegido. La escena la repasé mil veces: cuando entráramos a la obra, la gente se reuniría en grupos dispersos, en el salón o en el patio trasero. Se quedarían a la espera de instrucciones que el jefe de obra les daría para realizar las tareas en la mañana o inclusive el resto del día. Todos, allí reunidos, debíamos esperar unos minutos, sin conocer a qué lugar de la obra nos destinarían para brindar apoyo.

Esa noche, miércoles 18, dormí poco y nada, por los nervios y la gran incertidumbre que tenía, rogando que todo me fuera según lo planeado. Repasé mentalmente cada detalle y los pasos a seguir. Todos los movimientos los tenía grabados en mi pensamiento, pero cualquier situación imprevista podía surgir y debía actuar en consecuencia. Todos los aspectos daban vueltas en mi cabeza, una y otra vez, buscando una posible falla. Lo único que no lograba pronosticar era lo que ocurriría en el momento crucial en el patio trasero. No podría controlar el resto de la gente y el entorno. Eso sí se me iba de las manos. Pero esta vez me tenía fe.

La noche fue un suplicio. No pude conciliar el sueño. Sufría como si estuviera operando en el lugar previsto, poniendo en marcha el plan. Pero, era la una de la mañana y no lograba dormirme. Las dos, las tres y más… Perdí la noción de cuándo cerré los ojos.

A la mañana siguiente, 19 de mayo de 2011, como todos los días y unos minutos antes de las 8:00 horas, los reos conversábamos en varios grupos en el patio de costumbre, aguardando que asomara el jefe Rosty.

A las 8:00 horas en punto llamaron. Nos ordenaron con la formación típica de escuadra y pasaron lista controlando que estuviésemos todos, pero un minuto después, el jefe García dio la alerta al jefe Rosty. ¡Faltaba uno!

—Señor García, conté 29. Creo que falta el reo Benítez, del Bloque tres —gritó un guardia.

Pero, casi inmediatamente, alguien le retrucó en voz alta:

—¡Ahí está! ¡Ahí viene el chavo!

Y vimos cómo el cuate se acercaba hacia nosotros, avanzando despacio por el patio, doblado y tomándose el vientre. Cuando se detuvo al lado nuestro, le explicó al señor García que se había retrasado en el baño. La descompostura no le permitía levantarse del inodoro. Cree que la comida de anoche le había producido semejante malestar.

—Todo en orden, jefe. El equipo está completo.

—Coincidimos, García. Por favor, lleve al convaleciente a la enfermería para atenderlo. El resto rompan fila y pueden dirigirse a la obra. Que tengan una buena jornada de trabajo.

Estando en formación, escuchábamos el ruido característico de los caños de escape de los camiones en espera. No los veíamos, porque estaban del otro lado del muro ingresando por la calle interna de la cárcel hacia al patio del fondo. Los guardias, en estado de alerta, controlaban de manera estricta el ingreso al presidio. Los camiones venían a retirar las cajas aliviadoras repletas de basura que se habían completado el día anterior, en el patio del fondo.

Todo los del GOB-30 fuimos subiendo y bajando las escaleras, atravesando el salón en construcción, para finalmente situarnos en el patio de los volquetes. Nuevamente nos separamos en pequeños grupos informales, en tanto que el jefe de obra, planilla en mano, iba armando los equipos y los distribuía en los quehaceres que había diagramado el arquitecto para ese día.

La calle interna de acceso de vehículos se comunicaba con el patio trasero a través de un gran portón. Los guardias lo abrieron y les hicieron señas a los choferes, permitiendo que estos avanzaran con sus camiones, ingresaran y dieran la vuelta en el patio del fondo. Cada chofer debía enganchar un box, cargarlo arriba del camión, y retirarse por la calle que había entrado. Al igual que los anteriores, estos volquetes habían sido modificados. Les habían soldado una chapa de acero de por lo menos cincuenta centímetros, como coronamiento superior. Esa remodelación les permitía albergar un mayor volumen de desperdicios en cada uno de ellos.

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