Bastidas Padilla Carlos - Quetzalcóatl y otras leyendas de América
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El primer hombre que la encontró le preguntó que quién era, y ella dijo llamarse Corabá y que venía de oriente.
La rodearon los hombres maravillados y, cuando ella les preguntó que dónde podría vivir, embelesados, le ofrecieron sus casas.
—¿Quién cargará y me traerá las cosas que traigo en mi piragua? —preguntó, imperiosa.
No hubo quien no dijera que se encargaría.
Ya instalada en una casa, Corabá, con ademanes coquetos y risas, agradeció a esos hombres convertidos en adoradores suyos.
—Mañana —les dijo— los espero a todos. Traigan a sus amigos y a sus familiares. Voy a hacer una fiesta y a convidarles una bebida deliciosa, jamás probada por ustedes.
Los hombres se marcharon felices, y le prometieron volver al otro día, sin ver la maligna sonrisa que por un instante afeó el rostro de esa extranjera que los había hechizado.
De ahí en adelante, esos hombres empezaron a verse con malos ojos.
—Ella se fijó más en mí —decían unos.
Y otros que no fue así, que los prefirió a ellos. De esa manera, celosos, desavenidos, empezaron a verse con malos ojos. Por primera vez, sus rostros se volvieron torvos y ya no sonrieron al mirarse, sino que apretaron los labios y cada cual volvió a su casa a esperar ansiosos la llegada del nuevo día, que se anunciaba placentero.
Pasado el mediodía, los hombres acudieron a la cita con la misteriosa mujer, y ella, deliciosamente insolente, deleitosa y festiva, les ofreció una bebida que abrevaron en jarros de barro cocido, y se embriagaron todos; hasta las mujeres mayores y jóvenes, que habían ido por mera curiosidad, bebieron ese trago y anduvieron por ahí, ansiosas y ofrecidas, en medio de las peleas y las palabras injuriosas de los hombres quienes, antes que codiciarlas, parecían querer matarse entre ellos. Borrachos y ridículos, en fila y en tumulto, se acercaban a la bella extranjera para pedirle que se casara con uno de ellos, y ella se reía en sus narices, como loca, y los provocaba más con sus ademanes insinuantes y su desbordado y perverso coqueteo.
El sacerdote, dolido del estado lamentable de su pueblo, fue a ver a Tundaro y le contó lo que pasaba con sus súbditos. Extrañado, Tundaro se encaminó al lugar del desenfreno y, viendo cómo estaba su gente, les llamó la atención, con moderación y prudentemente, para no provocarlos en ese estado en que serían capaces de cualquier cosa. No lo escucharon y, en respuesta a su llamado a la cordura, recibió injurias de palabras y gestos. Muchos de ellos estaban tendidos miserablemente por el suelo, perdidos en su borrachera. Tundaro preguntó por la mujer que había causado tanto daño a su pueblo. Fue a buscarla y la encontró, sentada en una especie de trono, riendo a carcajadas mientras recibía, entre despectiva y halagada, la adoración de los borrachos.
Se paró frente a ella con soberano ademán y la miró: bella como la más bella flor salvaje, voluptuosa y perfumada. Como era inocente y puro todavía, Tundaro no reparó en que esa belleza tenía demasiado carmín en las mejillas y en los labios demasiado colorete. Solo bastó que ella fijara en él sus oscuros y misteriosos ojos para que el cacique quedara descentrado y perdido. Ella le ofreció su bebida, Tundaro, tras beberla apresuradamente, la colmó de alabanzas y terminó diciéndole que ya la amaba y que deseaba desde ya, allí mismo, hacerla su esposa.
—Pero sé que tienes una promesa de matrimonio con una mujer de tu tribu —le replicó ella.
—A mí nadie me obliga —dijo Tundaro—. Soy el soberano y puedo escoger con quien casarme.
Y ella, de nuevo:
—Pero el pueblo te lo reprochará.
El joven cacique se puso furioso por primera vez y dijo que él era el soberano y señor y que nadie osaría oponerse a su voluntad y, al final, se impuso.
—¡Sea, pues, y te escojo como esposa!
Los hombres que lo vieron tan cerca de la extranjera y que supieron de su propuesta matrimonial se pusieron celosos y lo insultaron. Provocado Tundaro, y para no quedar desairado ante Corabá, llamó a los guardias y mandó a azotar un grupo de hombres, borrachos todavía. El jefe de los guardias, llamado Guabacú, cumplió la orden, y como estaba también enamorado de Corabá, se propuso disputársela a su señor.
Así estaban las cosas, cuando el sacerdote invocó al dios Sol para que salvara a su pueblo. Se le presentó el Sol con figura humana, resplandeciente; oyó la súplica del sacerdote y con él se dirigió a la playa donde encontró a los hombres pervertidos y entregados a los más desmedidos e inicuos actos. Ante su presencia, cayeron de rodillas, y él, tras amonestarlos con dureza, los mandó a sus casas y les advirtió lo que sería de ellos si volvían a cometer semejantes bajezas. Al cacique le reprochó su abuso por mandar a azotar a sus hombres, y a Corabá —que era la encarnación del mal— le ordenó que se marchara por donde había venido, y la mujer desapareció, Orinoco arriba.
El Sol dijo que, para ver si era obedecido, se quedaría a vivir unos días en la Tierra.
Reconciliado y contrito, Tundaro le ofreció al dios su casa. Allí lo alojó cómodamente, lo colmó de alabanzas y, dejándolo al cuidado del sacerdote, se fue presuroso a la orilla del río, buscó los mejores remeros, remontó el Orinoco en una piragua a todo remo y logró alcanzar a Corabá.
Le pidió que regresara. Ella dijo que sí, y alabó en el joven cacique su espíritu de independencia, aun frente al dios, para hacer su voluntad. El cacique buscó un lugar escondido en la floresta y allí le hizo construir una cabaña, y le dijo que en ese lugar escondido no los vería el padre Sol; que allí se verían hasta cuando se fuera el dios y que, entonces, la llevaría a la aldea y se casaría con ella. Regresó junto al Sol y, con cara de sumisión, le contó que todo estaba bien. El Sol asintió y volvió a acostarse en la hamaca.
Y Tundaro se fue a buscar a Corabá. En el camino lo esperaba el celoso Guabacú, armado de un hacha. Iba a matar a su señor; entonces, se presentó la mujer y los separó. Les dijo que dejaran la contienda para el otro día, cuando haya gente, para que vean cuál de los dos es el más valiente; al final, con suave fiereza y mostrándoles sus dientes, terminó diciéndoles que si iban a pelear por ella, lo hicieran a muerte. Le hicieron caso. Tundaro se fue con la mujer, y su rival, rumiando su despecho, les dio la espalda.
Al otro día, se encontraron en la ribera del Orinoco. Ella les hizo tomar su bebida que también había repartido entre los demás hombres que ya estaban embriagados y entregados a toda clase de locuras; esos hombres los gritaron y hasta llegaron a empujarlos para que iniciaran la pelea.
Con fiereza, alentados por la risa y los gritos de la mujer, empezó el combate.
Apenas alcanzaron a intercambiar los primeros golpes de sus hojas de pedernal cuando se les presentó el padre Sol en la figura de un joven caribe. Los desarmó con un par de mazazos de su hacha de oro y los maldijo. Al joven cacique le echó en cara haberle mentido y haberse burlado de él, haber incumplido su promesa de matrimonio, haber azotado a su gente y haberse vuelto tirano. Sin excepción, maldijo a todos, y, trayendo un huracán, los envolvió con él y los dispersó por todos los confines del mundo.
—¡Vivirán en adelante solitarios, en los desiertos, las montañas, los valles, las islas, en todas partes! ¡Siempre solos, ya que no fueron capaces de vivir bien en comunidad: como verdaderos hombres!
A la mujer que había causado esa desgracia la aventó a las tinieblas más densas e insalvables.
Algunos años después, el Sol se le presentó a Yasuy, la bella prometida de Tundaro, también condenada a vivir en soledad. Humildemente, la joven le dijo que era inocente de todo, que nada malo había hecho y que ahora vivía abandonada como los culpables de la ira y la justicia de su señor Sol.
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