Bastidas Padilla, Carlos, 1947-
Serenata para una rana / Carlos Bastidas Padilla ; ilustraciones Sara Sánchez. -- Edición César Alberto Cardozo Tovar. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2017.
164 páginas ; 20 cm.
ISBN 978-958-30-5407-5
1. Cuentos infantiles colombianos 2. Animales - Cuentos infantiles 3. Historias de aventuras I. Sánchez, Sara, ilustradora
II. Cardozo Tovar, César Alberto, editor III. Tít.
I863.6 cd 21 ed.
A1562318
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Primera edición, abril de 2017
© 2016 Carlos Bastidas Padilla
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Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
César A. Cardozo Tovar
Ilustraciones
Sara Sánchez
Diagramación
Martha Cadena, Laura Parra
ISBN 978-958-30-5407-5 (impreso)
ISBN 978-958-30-6242-1 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial
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Que solo actúa como impresor
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Niño de pura y despejada frente
en cuyos ojos brilla el asombro de un sueño:
aunque el tiempo pase raudo y quiera
que media vida me separe de la tuya,
tu tierna sonrisa acogerá con gozo
el regalo, lleno de amor, de un cuento.
No he visto tu cara radiante de luz,
ni he oído la caricia de tu risa de plata;
la memoria de tu joven vida no guardará
luego de mí recuerdo alguno...
¡Básteme ahora que quieras escuchar
el cuento que te voy a contar!
Lewis Carroll
Un cantor inocente trina una suave melodía
Y tendrá mi corazón el deambular de un duende
El río que brotó de un árbol sostenido del cielo por un mono
Está bien, mi gatito bravo, disculpa, y sigue contando
Rózame ya, mi gatita, con la luz de tus bigotes
Como el arte también tiene barriga, voy a pasaros mi sombrero
Serenata para una rana coqueta y loca que vive en Charco Largo
Una bruja alimenta a un dragón con animalitos que arrebata al vuelo
El día de la despedida los chicos enfrentan a un cazador de venados
Mientras esperan el avión, Malena lee el cuento de una niña que quería ser diseñadora de mariposas
Un cantor inocente trina una suave melodía
Hay una casita de madera pintada de azul.
La rodea un jardín bien cultivado y perfumado de gardenias.
Colibríes y mariposas, golosos y gráciles, cortejan las flores, y uno que otro espíritu del aire se escabulle por ahí, duplicado en los ojos dorados del gato de la abuela, que se pasea por el jardín como si fuera el mismísimo marqués de Carabás.
Cómo quisiera ese minino presumido, que se las da de ser de “raza”, que alguien que no lo conociera llegara a preguntarle, candoroso:
—¿De quién es este jardín tan galano?
Para responder, tras esponjar el pecho y moviendo los bigotes con desdén:
—Y de quién más, pues, mío: del marqués de Carabás.
No obstante vivir en ese jardín tan primoroso, el marqués se siente solo, tanto que ha pensado en traer a vivir con él a su novia Florinda, a quien nomás ve en las noches (porque durante el día a él no le queda tiempo…); pero el perro de la casa no la puede ver y, cada vez que ella viene a visitarlo, la saca corriendo, con enamorado y todo.
En el patio, frente a la casa, de cara al jardín, dormita el perro. Abre los ojos, perezoso, y ve que el gato lo está mirando.
—Perro mugroso —oye que le dice.
Y el “perro mugroso”, a su vez, pensando, no, mejor hablando:
—Gato creído. Que dizque “marqués”. ¡Ja, ja, ja! Como si yo no supiera que lo compraron en la plaza de mercado.
Y el perro, refunfuñando, refunfuñando, se va a dormitar a otra parte.
Lejos de los ojos del gato que lo siguen con ganas de arañarlo.
Solo que no puede hacerlo con los ojos.
Un turpial, en son de enamorado que busca compañía,
llega a cantar al limonero,
y tan bello y dulce es el canto que parece dar más claridad al día,
y por oírlo se detiene el viento,
y las mariposas se quedan suspendidas en el aire,
desenrollando sus trompas
por si de los trinos caen gotitas de miel.
Pero no es por ellos que trina el dorado cantor su suave melodía: es por una hembra que en el árbol del frente ha acudido a su llamado, y que, seducida por el canto, balancea el cuerpo en adormecido movimiento y después abre las alas colmando el aire de resplandores áureos.
Tan embelesado está el pajarito soltando sus notas amorosas que no ve al gato mañoso que trepa por el tronco del árbol y después, aplanado y lento, se desliza por la rama donde está trinando.
Está el marqués a punto de darle el zarpazo al desprevenido cantor, cuando, ladrando a todo pulmón y quebrando unas ramas secas al pisarlas, Sultán, que así se llama el sabueso que vimos dormitando, irrumpe en el jardín, y el pájaro se echa a volar, inocente del peligro en que había estado.
—¡Huy! ¡Tenías que ser tú, perro mugroso! —le gruñe el gato burlado, enarcando el erizado lomo y mostrando con fiereza garras y colmillos—. ¡Me las pagarás!
—¿Es que no lo oías cantar? —le pregunta Sultán, sorprendido.
—Mi barriga es sorda —le contesta el gato bravo, y se tira del árbol dando dos volteretas en el aire. No se sabe si es para despejar su malhumor o para impresionar al perro.
No lo puede soportar.
Sultán tampoco.
—Animalejo ridículo —le dice el can, y se va del jardín, moviendo la cola, a buscar su rincón.
En alguna parte, alguien lo estará aplaudiendo y, en el reino de las aves, anotarán su hazaña en su favor.
Por lo pronto, nosotros también nos vamos a otra parte.
Qué ancho, muy ancho, es el mundo, y cada cosa se ha puesto en su lugar.
Y tendrá mi corazón el deambular de un duende
Por detrás de la casita, y un poco retirado, corre un riachuelo de aguas rumorosas y claras que, cuando cae la tarde, suenan como voces de campanas para acompañar el dulce canto de las aves vespertinas.
Allí han ido a bañarse Malena y Sebastián que están de vacaciones en casa de los abuelos paternos.
Agosto.
Se está en pleno verano.
La tarde es dorada y suave; abierta amorosamente al sol para que brillen más los colores de la tierra que ama un poco menos la noche, a pesar de la lejana belleza de la luna, del azul titilar de las estrellas y de los suaves pases de las manos del Gran Mago de los cielos para que los hombres tengan unas horas de descanso.
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