—Viendo Yoí que el árbol no caía, pensó que algo lo paraba desde arriba, entonces mandó a la ardilla que trepara y viese desde arriba, desde lo más alto de la copa, qué era lo que pasaba. Subió el animalito hasta la parte más alta y, al bajar, contó que había visto a Mareeke el mico que sostenía con una pata el cielo y con la otra tenía agarrado el árbol. “Vos sos más ágil —le dijo Yoí al turrá—. Sube llevando ají y se lo echas en los ojos a ese mico para que suelte el árbol”. El turrá subió y frotó el ají en los ojos del mono y, por su cuenta, se lo refregó también en la nariz y la boca del pobre animal.
—Qué malo —volvió a interrumpir Malena.
—No —opinó Sebastián—, solo estaba haciendo su trabajo. Lo mejor posible. ¿Te parece, abuelita?
—Nomás le mandaron echarle ají en los ojos —responde la abuela—. No le dijeron que, si con eso el mico no soltaba el árbol, debía refregarle el ají en la nariz y en la boca.
—Eso mismo pienso yo, abuela —la acompañó Malena—. El turrá se extralimitó. Obró mal, causándole mayor dolor al animal que sostenía el árbol y el cielo.
—Bueno, sí —admitió Sebastián—. Tal vez no era necesario hacer más de lo que le mandaron a hacer con el pobre mico. Por favor, abuelita, sigue contándonos la historia.
—Por el efecto del ají, el mico soltó el árbol y, al caer a la tierra, se pudo ver cómo era la luz y el color del cielo. Por orden de Yoí, Ipe empezó a cortar el árbol para hacer una canoa; mas ocurrió que, a cada hachazo de Ipe sobre el tronco, brotaba una quebrada. Y no solo eso: de las virutas del árbol, de las astillas, salían peces que penosamente chapoteaban en el barro, así la mojarra, el bocachico… Daba pena verlos retorcerse, saltar y aletear, abrir las agallas y las bocas en el lodo; entonces Yoí, para que no murieran, convirtió el poderoso y ramoso tronco en el río Amazonas; se reservó el corazón del tronco, y de allí formó la primera mujer, a quien hizo su esposa y más tarde madre de todos los ticunas, que en adelante vivieron en las márgenes del río.
—Bonito, abuela —sonrió Malena—. En el colegio, nos enseñaron que el río Amazonas es el río más caudaloso del mundo y que su cuenca es la mayor reserva mundial de agua, el pulmón de nuestro planeta. Que es la más extensa reserva animal y vegetal del mundo. Que el cincuenta por ciento de las especies de la Tierra se encuentran viviendo allí. Que el veinte por ciento del agua que se consume en el planeta la provee este inmenso río. También que hay empresas transnacionales que están contratando con los Gobiernos de los países por donde pasa el río, para que las dejen explotar sus recursos naturales y que, de esta manera, se atenta contra la humanidad…
—Abuela —interrumpió Sebastián, como si no hubiera escuchado lo que decía su hermana—, en un libro leí que el nombre de Amazonas se lo dieron los españoles, porque, cuando andaban por esas tierras, fueron atacados por mujeres que eran como las amazonas de la mitología griega.
—Es que la gente ve lo que quiere ver —sentenció la abuela—. Ellos habían leído a Homero y a otros autores de la antigüedad, por eso, encontraron en estas regiones, que para ellos eran asombrosas, sirenas, amazonas, cíclopes, hombres con una sola pierna…
—Todas esas cosas de la mitología son mentiras, abuela.
—No son mentiras, Sebastián, sino las formas que tienen los pueblos de contar sus cosas.
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