Pese a la aparente inutilidad de todo aquello, acudí a la cita.
La carta no especificaba cómo debíamos plantarnos allí con nuestros bártulos digitales ni por cuánto tiempo nos examinarían, así que, simplemente, acondicioné el coche y me dirigí hasta la dirección acordada.
Con su iniciativa, convocarnos a todos para darles explicaciones, casi estaba promoviendo una reunión de nostálgicos a las puertas de un organismo oficial. El panorama era el siguiente: a las puertas del edificio oficial encontré una muchedumbre friki fluctuando sobre sí misma, presa de una indisimulable pereza. Estoy seguro de que las autoridades sabían de antemano que iban a encontrar poco o muy poco. Mientras tomaba posiciones, imaginé cuántos de los ahí presentes habrían repasado sus dispositivos a conciencia para evitar, no ya su implicación en el Gran Apagón, sino cualquier secreto que pudiera derivar en delito. Quienes tuvieran logs con conversaciones fuera de lugar, fotografías indecentes, planeada alguna estafa o acción subversiva, tendrían que depurar en el margen de un día todo el contenido que habían almacenado. Con esto me pregunté hasta qué punto nuestros ordenadores hablan por nosotros, cuánto nos diferencia de nuestros propios archivos. Si estudiaran cada una de mis acciones frente a un PC, ¿cuál sería el perfil de usuario, de ciudadano, resultante del estudio? Puede que tuviera una imagen propia de mí mismo pero al final los datos dijeran otra cosa. Y, en la sociedad de hoy, no hay nada más irreprochable que los datos.
Pero es mejor que deje de divagar, vayamos al corazón de esta iniciativa gubernamental.
En cuanto entré, observé las famosas «listas negras». Una hilera de funcionarios estatales había ocupado previamente su tiempo detectando perfiles tecnológicos «controvertidos» a través de los medios que tenía a su disposición. Los marcaban usando el censo de trabajadores, acudiendo al archivo de la prensa escrita, escuchando la radio o aprovechando algún soplo para actuar a dedo. He de suponer que mi perfil, de sobra conocido, estaba señalado desde el primer momento. Servir como chivato antisistema le hubiera dado caché a mi historia, pero lo cierto es que no tenía información privilegiada. Además, nunca he actuado al margen de la ley, mi obra es pública y mi archivo estuvo a disposición de cualquier persona hasta que la red se derrumbó.
Pese a mi inofensiva presencia, pasé un intenso registro en el cordón policial. Yo y todo lo que traía conmigo.
La cita consistía en preguntarnos acerca de nuestras actividades antes, durante y después del Gran Apagón. «La intención del gobierno es puramente informativa», dijo el presidente, «acumular inteligencia colectiva para poder acercarnos a la verdad». Esos días, no sé si recordáis, ya sonaban voces críticas en torno a la ineficacia del gobierno y las fuerzas de seguridad ante todo lo que estaba sucediendo. El grueso de la población tomó la medida con agrado, pese a que pervirtiera un derecho elemental, el derecho a la intimidad. Aún me sorprende lo poco que luchamos por asuntos de vital importancia. Así que dejamos que disfrazaran de cooperación lo que era una caza a la desesperada de cualquier pista que pudiera ser tomada por la opinión pública como un éxito. Cuando usa la neo-lengua para vestir sus arranques reaccionarios de modernidad, nuestro «querido» presidente se vuelve un ser absolutamente execrable.
Acudí al encuentro con puntualidad británica. Dejé los dispositivos sobre una mesa espaciosa y tomé asiento frente a la interventora encargada de mi caso. Me recibió con una leve sonrisa. A su lado, en una mesa más discreta, un becario.
El lenguaje empleado durante el registro fue muy suave, como de quien no quería molestar. Me pregunté, aún lo hago, si la medida no tenía más de cosmética que de interés real. Si no era todo una función de cara a la galería. Es solo un procedimiento rudimentario, me dijo la interventora, no se preocupe, será apenas un par de horas, no tiene de qué preocuparse. Y sí, fueron un par de horas en las que, al fin y al cabo, están hurgando en tu intimidad y uno se siente como si estuviera desnudo de cara a la pared y un doctor con guantes de látex quisiera inspeccionar tu ano.
Enchufé el PC, mi portátil, mi tableta y mi móvil, por ese orden, y la interventora —con un becario a su lado— se dedicó a analizar todos mis dispositivos. Yo no tenía nada que ocultar y la dejé hacer, mi actividad digital siempre estuvo asociada a las buenas prácticas y en la intimidad de mi ordenador solo albergo proyectos inacabados, proyectos en curso, proyectos realizados y proyectos por realizar. Una cronología de vida, por decirlo de algún modo. Así era el día a día hasta que me lo arrebataron todo. No me molesté siquiera en borrar algunos archivos de vídeos pornográficos que guardaba en el portátil. Tampoco se trataba de un porno hardcore ni nada por el estilo, solo un kit básico de supervivencia, inofensivo, de andar por casa, vagamente excitante, en el que se simulaban fortuitos encuentros que derivaban en juegos sexuales, a menudo con roles ya desfasados como el clásico de la enfermera o el joven fontanero.
Cuando hubo inspeccionado las carpetas y tras navegar por todo el PC, mientras el becario analizaba mi móvil de forma aséptica y robotizada, comenzó el interrogatorio. Me avasallaron a preguntas que sonaron como cuando visitas Estados Unidos, en cuyas terminales te preguntan si tienes intención de atentar en el país o realizar alguna actividad al margen de la ley. Que recuerde, estas fueron algunas de ellas:
¿Ha tenido usted algo que ver con el incidente mundial que ha paralizado el uso de Internet?
¿Conoce usted alguna persona que haya tenido que ver con el suceso?
¿Ha practicado usted alguna actividad propia de las personas que llamamos «hackers» previamente al incidente?
¿Ha colaborado con alguna asociación de software libre?
¿Ha tenido algún tipo de simpatía hacia al anarquismo los últimos años?
¿Le gustaría ver todo saltar por los aires algún día?
¿Puede darnos alguna información valiosa que ayude al gobierno del país a reestablecer el sistema tal y como venía funcionando?
¿Quién cree usted que se encuentra detrás de todo lo acontecido?
Como «la verdad nos hará libres» decidí contestar con la verdad, aunque eso conllevara dormir en el calabozo. Ni maquillaje, ni el más mínimo postureo, pura colaboración gubernamental. Estará contento el presidente, soy un ciudadano ejemplar. Les dije cuanto sabía, que era entre poco o nada, y luego me vine de vuelta con mis cacharros. El becario tuvo la amabilidad de ayudarme a trasladarlos al coche. Después no he recibido ninguna notificación ni nuevas citaciones. Es como si hubieran concluido: «Este pobre desgraciado tiene el mismo peligro que un mosquito». Ojalá pudiera decir que no, que soy un peligro para el conjunto de la humanidad, un líder de masas, un revolucionario, un insurrecto con influencia, pero mucho me temo que estaban en lo cierto. No doy miedo absolutamente a nadie.
Madrid, 9 de octubre de 2024
¿Cómo estáis amigos y amigas?
Hoy os voy a hablar de un tema muy personal. Ojo, que es lacrimógeno: mi padre.
Su historia sirve para entender la dignidad con la que muchos de nuestros mayores han abordado el devenir de los acontecimientos durante este bienio.
Papá tiene ochenta y un años y pese a que ha sufrido la decadencia del estado del bienestar y la perversión de la moral pública, lo cierto es que el hombre vive sin un gramo de rencor. Lo admiro por ello. Ni la clase política, ni la concatenación de gobiernos inefables, ni los amigos que desaparecieron tras la muerte de mi madre, ni esta sociedad desquiciada, ni tan siquiera el blanco más fácil, el destino, le han dejado lastre. Debe de ser la única persona de este país que vive sin resentimiento.
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