Estos booms han propiciado una migración laboral como ninguna otra. Analicemos ahora la otra casa moneda:
El mismo Agus, desarrollador experto en aplicaciones móviles, es ahora un neo-parado —el absurdo término que le han buscado los medios a quienes perdieron su empleo tras el apagón—. Pero si antes nadie iba tildando de neo-parados a los artesanos, faroleros, delineantes, pastores o propietarios de videoclubs, no tiene sentido que, después del estruendo producido por la caída de la red en medio mundo, a nosotros se nos considere parados de mayor calidad. Tendremos que adaptarnos, tal y como hicieron entonces.
Y lo dice alguien que acumulaba más de cincuenta millones de suscriptores, cientos de miles de followers en las redes sociales y que se ganaba muy bien la vida contando los secretos de videojuegos en línea. Ahora no me ha quedado otra que aceptar mi inclusión en la bolsa de neo-parados y vivir de las rentas hasta que el futuro me abra nuevas puertas, o las derribe yo a patadas.
En cualquier caso, pese a que mucha gente piensa que esto del trabajo será «lo comido por lo servido», es decir, que gran parte de los trabajos que han desaparecido serán sustituidos por otros que existían anteriormente, el proceso de transformación se antoja lento y tedioso. Cincuenta años dicen los expertos que tardará en crearse un nuevo status quo, en construirse una economía sólida y resituarse el grueso poblacional en nuevas actividades productivas. Eso si no se reactiva la red y volvemos todos en avalancha.
Los más optimistas dicen que volverán una hornada de carteros, repartidores y operarios de diferente naturaleza que sustituirán a todos los trabajadores que prestaban sus servicios a empresas online . Las tiendas físicas sustituirán las Marketplace, los cantantes producirán grandes tiradas de sus discos y emplearán en sus proyectos físicos a los que trabajaban en el entorno web. Necesitaremos, a su vez, más espacio para todo lo que flotaba en la nube. Volverán las redacciones de periódicos, las academias y clases particulares, el informático que cobra por desplazamientos, etcétera.
Pero yo no soy tan optimista, porque se ha apagado la red, se ha fundido o simplemente se ha cansado, pero no se ha detenido la evolución de las máquinas ni tampoco el pensamiento. No vamos a volver al pasado con la ingenuidad de entonces. Sabemos de lo que hemos sido capaces, y eso es una referencia que nos puede pasar factura. Seguimos teniendo televisores, vehículos de última generación, tecnología inteligente, robots que desempeñan funciones que antes llevaba a cabo el ser humano, solo que, cuando intentas conectarlas en red, nanay. Así que la sociedad no saldrá de la encrucijada si no encuentra la generosidad y los liderazgos adecuados. Pero es solo una teoría distópica de lo que vendrá, mi teoría. O puede que ya estemos viviendo esa distopía.
Es gracioso lo de las teorías distópicas, hablamos de distopías con alegría como si nos distara años luz de vivir una. Y puede que, desde otra realidad, se refieran a nosotros como esa distopía que nunca ha de llegar. De igual manera, podríamos ser el paraíso para otra sociedad envuelta en el caos. Puede que seamos la constatación del desastre, y nosotros aquí, con estos pelos. Una distopía, por tanto, es incapaz de reconocerse como tal si no tiene quien le otorgue tal consideración. Solo se es distópico si alguien lo ve desde fuera. Y si en otro plano existencial nos usan como coartada para reflexionar acerca de su presente o de su futuro, ya habremos servido de mucho más de lo que nos servimos a nosotros mismos.
Y hablando de quien necesita un reconocimiento externo, seamos claros —siempre hay que serlo con la audiencia—, necesitaba reinventarme. Ya no pertenezco a una generación joven que lideró el movimiento youtuber , ni soy la cabeza visible de Jomid, soy un «viejoven» desde hace ya casi dos años con una crisis existencial a cuestas. Tampoco me he enmendado hacia una figura comunicativa de prestigio que derive a la audiencia hacia la radio o la televisión. La única propuesta que recibí la rechacé porque querían convertirme en un mono de feria (de eso, si queréis, hablaremos en otra ocasión). Así que aquí estoy, en tierra de nadie. He plantado mis bártulos en una edad intermedia, donde ni tengo el ímpetu de la juventud ni la sabiduría del maestro. En la zozobra que se siente cuando acaricias la cuarentena —y sí, me refiero a ella así porque se parece a una enfermedad, te aísla y te deprime—. Otra cosa es que lo disimule muy bien ante esta cámara y que apenas cuente las canas debido a los caprichos de la genética.
Habréis notado, además, que mi tono ya no es el que era, es más íntimo, nostálgico y, por qué no decirlo, místico. ¿Creéis que también pesimista o descreído? Ojalá que no, pues los vídeos los produzco para aportaros algo de valor, antes guías para sobrevivir en videojuegos en línea, hoy, una mirada sosegada y analítica de la realidad. No entiendo la comunicación de otra manera.
Y hablando de comunicación, ¿cómo se despide ahora una grabación si no hay donde suscribirse ni una potencial nueva audiencia?
Supongo que no me queda otra que expresar un deseo, y es el siguiente: que veáis este y los próximos vídeos en algún momento, el que sea, en esta frágil línea de espacio tiempo que compartimos.
Madrid, 7 de octubre de 2024
Creíais que las citas gubernamentales eran un bulo, ¿verdad?
Os cuento cómo se vive desde dentro algo así. Sí, a mí mismo me tocó ir a ese surrealista e infructuoso encuentro. El Profeta tuvo que vivir un encuentro entre lo Kafkiano y 1984 . Sí, parece que hemos vuelto al siglo pasado.
Fue más o menos así. A los pocos meses del Gran Apagón, recibí una misiva por parte del gobierno. El Ministerio de Defensa figuraba en el remite, imaginaos. Una institución oficial no se dirige a un mindundi si no se trata de un requerimiento, un reproche, una multa o un preaviso. A ti no te queda otra que responder, pero si sucediera al contrario, si fueras tú quién elevaras una queja formal a las administraciones —y estaremos de acuerdo en que hay material de sobra para exigirle explicaciones al gobierno—, solo obtendrías el silencio por respuesta.
Pero a lo que vamos, lo que decía la carta es que debía presentarme con todo mi arsenal tecnológico en dependencias policiales el día siguiente a su recepción. La nota era tan escueta que resultaba imposible leer entre líneas la seriedad del asunto. Veinticuatro horas, si me hubiera sorprendido en Ibiza a borde de un yate habría tenido un problema, pero no, estaba en casa esperando a que el gobierno me solucionara la vida. En lugar de eso, decidió complicármela.
No era algo que me repercutiera solo a mí, sino que respondía a las consecuencias inmediatas de la norma que el consejo de ministros había aprobado mediante decreto ley. Miles de entes digitales se verían en esa misma tesitura, el Estado estaba siguiéndole la pista al culpable de la situación, pero ni siquiera estaba claro que hubiera que apuntar a un solo culpable. ¿Y si éramos todos cómplices de este abrupto final?
Uno siempre piensa que estas cosas solo le afectan a terceros, por lo que cuando escuché el anuncio público, hice caso omiso y seguí el día a día como si tal cosa. Por aquel entonces, no sé si recordáis, las comparecencias públicas de la clase política eran pan de cada día. Esta había sido una más, y es que los políticos y el gobierno en particular necesitaban convencernos de su utilidad, de su necesaria labor social. Lo siguen intentando, eso sí, sin mucho alborozo al otro lado. La carta llegó y creí oportuno mostrársela a mi padre, que rebuznó: «Están desesperados».
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