Leonardo Palacios Sánchez - Abriendo la caja negra

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La neurociencia es la disciplina que, apoyada en diversas áreas del conocimiento, estudia científica e integralmente el sistema nervioso, desde los aspectos moleculares y celulares, los estudios más avanzados sobre el comportamiento humano, las diferentes condiciones y enfermedades que lo afectan, así como las posibles aproximaciones terapéuticas y de rehabilitación. El cerebro constituye un gran misterio para la humanidad hasta el punto de considerarlo una caja negra, una unidad sellada, muy difícil de estudiar. Esta obra presenta la historia de diferentes temas relacionados con la neurociencia, abordando cada uno desde sus primeras menciones, hasta finales del siglo XX, dejando los nuevos desarrollos para quienes están interesados en aspectos contemporáneos de esta disciplina. Algunos de los aspectos estudiados incluyen una breve historia del cerebro, del tejido nervioso, de los neurotransmisores, de la neurología, la neurocirugía y la neuropediatría y algunas condiciones que comprometen el sistema nervioso: epilepsia, migraña, enfermedad de Parkinson, esclerosis múltiple y déficit de atención con hiperactividad. Se complementa con dos anexos, uno sobre etimología y Neurociencia, y otro sobre los premios Nobel que se han entregado a investigadores que lo han ganado por sus grandes aportes a la disciplina.

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Uno de los más asiduos defensores de esta propuesta fue ni más ni menos que Aristóteles (384-322 a. e. c.), quien consideraba al corazón “la acrópolis del cuerpo”. Previamente, otras grandes civilizaciones como los árabes, los egipcios, los mesopotámicos y los hebreos habían tenido consideraciones similares (7-9). De acuerdo con esta teoría, el cerebro, un órgano grisáceo, frío, con muy poca sangre en su interior, blando y totalmente inmóvil, no podía ser el responsable de las funciones vitales y fundamentales de los humanos. Se le consideraba como un refrigerador de la sangre, bombeada por el corazón ( 7, 10). Este último, en cambio, era un órgano ubicado en una posición central en nuestro cuerpo, caliente, dotado de movilidad, ni más ni menos que el latido cardíaco, que presenta modificaciones en la frecuencia e intensidad cuando estamos agitados física o emocionalmente, y el cese de actividad, su inmovilidad, el paro cardíaco, va acompañado invariablemente de la muerte ( 8).

Hubo también, en la Antigua Grecia, algunos que consideraron que el órgano del cuerpo más apto para albergar el alma era el diafragma, que se caracterizaba, entre otras cosas, por llevar a cabo movimientos vinculados con las condiciones emocionales del individuo, agitándose y contrayéndose enérgicamente ante situaciones intensas, y disminuyendo su movilidad ante situaciones de calma. Palabras como frenología, a la que nos referiremos más adelante, oligofrenia, frenocomio o esquizofrenia, tienen en su etimología el término griego φρεν —phren— que designa el diafragma ( 11).

La teoría cardiocéntrica parecía incontrovertible, pero, como un oasis en medio de esta situación, hubo importantes personajes que no estaban de acuerdo con ella. Alcmeón de Crotona (siglo VI a. e. c.) fue, probablemente, el primero en oponerse dando origen a la teoría cerebro-céntrica. Afirmaba que el cerebro era el centro de la inteligencia y de la mente y no el corazón o el diafragma. Mencionaba, entre otras cosas, en apoyo a su teoría, que los nervios ópticos eran vías cuya función era transportar luz, proveniente de los ojos hacia el cerebro, pero, lo más original y casi poético de esta, era que consideraba que los ojos eran reservorios de luz. En su obra está mencionado el quiasma óptico y consideraba que los nervios eran huecos. Los denominó póroi: canal, conducto ( 5, 7, 10).

Pitágoras de Samos (c. 569 a. e. c.-c. 475 a. e. c.) fue otro de los pioneros en señalar que el cerebro era el asiento de la mente ( 12). Platón (c. 427-347 a. e. c.) proclamó que el cerebro, por su forma esférica, era el lugar perfecto para albergar la razón que, junto con el deseo, formaban el alma humana ( 6).

Herófilo de Caicedonia (335 a. e. c.-280 a. e. c.), brillante médico alejandrino, también consideraba el cerebro como el centro del sistema nervioso y sede de la vida intelectual. Describía el sistema nervioso como un tronco, que es el cerebro, con ramificaciones que se extienden por todo el cuerpo. Debemos a él, entre otras cosas, la distinción entre venas y arterias ( 5, 13). Describió los plejos coroides y la confluencia de senos venosos que lleva su nombre (prensa de Herófilo), las meninges, el cerebelo y las cavidades dentro de este órgano, así como los ventrículos, y afirmó que todas las energías del organismo se originaban en ellos ( 6, 10, 13). Junto con Erasístrato de Kéos (330 a. e. c.-250 a. e. c.) señalaban que el número de circunvoluciones cerebrales estaban relacionadas con la inteligencia ( 10).

Rufus de Éfeso (110-180 d. e. c.), uno de los maestros del médico romano Galeno, que se hizo anatomista en Alejandría, precisó las diferencias del cerebro con el cerebelo y planteó importantes aportes sobre la anatomía de las meninges y de los ventrículos laterales: tercer y cuarto ventrículo y acueducto de Silvio. También realizó descripciones precisas de la hipófisis, la lámina cuadrigémina, la glándula pineal y el cuerpo calloso ( 10).

Hipócrates de Cos, ‘padre de la medicina’ (c. 460-377 a. e. c.), consideraba que el cerebro era el órgano que tenía el control del cuerpo. Además, ocurría que un buen número de enfermedades, como, por ejemplo, la epilepsia, se atribuían a ‘caprichos de los dioses’, que hacían que un mortal la padeciese, por lo que se denominaba entonces como un ‘mal sagrado’. Pero el padre de la medicina se opuso radicalmente a tal idea. Una de sus frases más célebres dice: “El hombre debería ser plenamente consciente de que del cerebro, y sólo de él, proceden nuestros sentimientos de alegría, placer, risa, así como la pena, el dolor, la aflicción y las lágrimas. Pensamos con el cerebro y gracias a él podemos ver y oír y somos capaces de establecer la diferencia entre maldad y belleza, malo y bueno, y entre lo que es agradable y es desagradable” ( 6). Aunque su esfuerzo, como el de sus discípulos y seguidores, fue muy importante, la teoría cardiocéntrica continuó prevaleciendo durante muchos siglos más.

Galeno de Pérgamo (c. 131-200 d. e. c.) fue una prominente figura de la medicina en la época del Imperio romano. Adquirió fama como médico de gladiadores en su ciudad natal y su éxito al frente de tan difícil labor lo llevó a adquirir gran popularidad, convirtiéndose luego en médico de las personalidades más importantes de Pérgamo, y posteriormente decidió instalarse en Roma. Sus habilidades y destrezas lo llevaron a ser médico de la corte de tres emperadores romanos (Marco Aurelio, Cómodo y Séptimo Severo) ( 14). Fue un inquieto investigador en varios campos de la medicina, entre ellos la anatomía y la fisiología. Vivió en una época en la cual existían limitaciones, desde el punto de vista religioso, que hacían imposible llevar a cabo disecciones en seres humanos, pero, a cambio de ellos las practicó en diferentes animales, entre estos, perros, gatos, cerdos, monos, camellos, lobos, osos, comadrejas, pájaros y peces ( 6, 8).

El estudio de la anatomía del cerebro era más fácil de hacer en cerebros de bovinos, particularmente bueyes, por su tamaño. Identificó con claridad las meninges, los ventrículos y varios nervios craneales. Adicional a sus disecciones en animales muertos, practicó vivisecciones en muchos animales para identificar el funcionamiento de los órganos del cuerpo, comprobando, entre otras cosas, que el cerebro no es un órgano frío, sino que, en un animal vivo, tiene la misma temperatura que el resto del cuerpo ( 8).

Prestó especial atención a los nervios que, como fue mencionado previamente, eran considerados tubos huecos por los que circulaban los ‘espíritus animales’ emanados del cerebro para garantizar el movimiento de las partes del cuerpo. Galeno entonces describió con precisión que los nervios estaban divididos en dos sendas, una para los sentidos y otra para las acciones físicas (se refería, en nuestra concepción actual, a los nervios sensitivos y motores) ( 8).

Dentro de los experimentos que llevó a cabo con diferentes animales, se menciona especialmente el descubrimiento que hizo de la función de un nervio que, cuando era cortado, hacía que el animal dejara de emitir sonidos mientras seguía respirando, los perros dejaban de ladrar, los gatos de maullar o las cabras de balar. Galeno denominó entonces a este nervio como “nervio de la voz” y, posteriormente, se llamó nervio laríngeo recurrente o “nervio de Galeno” ( 6, 8).

Este médico realizó secciones en diferentes niveles de la médula espinal observando la manera en la que las estructuras ubicadas por debajo del corte dejaban de moverse, así como, al aplicar estímulos sensitivos por debajo de la sección, no observaba respuesta de ningún tipo. Esto lo llevó a pensar que era presumible que la sensibilidad había desaparecido en dichas áreas ( 6).

A pesar de ser un gran admirador de Aristóteles, se apoyó mayoritariamente en la teoría cerebro-céntrica propuesta por Hipócrates. El cerebro era tibio, y no frío, como señalaba Aristóteles, y en sus abundantes trabajos de disección, pudo comprobar que los nervios, a partir de los diferentes órganos de los sentidos, estaban “conectados” con el cerebro, y no con el corazón, así entonces, al igual que el padre de la medicina, tuvo la certeza de que las funciones mentales se ubicaban en el cerebro y no en el corazón ( 8, 11).

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