Fernanda Beigel - Autonomía y dependencia académica

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Con rigurosidad y frescura en este libro se tejen un conjunto de temas, argumentos y reflexiones sobre el proceso de institucionalización de las ciencias sociales en América Latina desde una ubicación geográfica poco frecuente. Se trata de una investigación originada en la provincia de Mendoza, desde donde un grupo de investigadores analizan la estructura de dominación y subordinación académica, ofreciendo facetas poco frecuentes a partir de las cuales mirar en forma comparada el proceso de creación de un circuito regional en Argentina y Chile de la segunda mitad del siglo XX.

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En 1952 se creó, bajo los auspicios de la UNESCO, el Consejo Internacional de Ciencias Sociales, como un organismo autónomo no gubernamental. Sus miembros eran dieciocho especialistas de reconocido prestigio, elegidos teniendo en cuenta la distribución geográfica y las diferentes disciplinas que se ocupan de los problemas sociales. La misión esencial del Consejo era sugerir los planes de estudio para el desarrollo de la investigación en el campo internacional y para mejorar los métodos y las técnicas utilizadas por las ciencias sociales. En esta dirección, se procuró uniformar la clasificación de las nuevas áreas del conocimiento, tanto a nivel curricular, como en las investigaciones estadísticas, en los diagnósticos estructurales, y en los informes mundiales de educación. Para fines de la década de 1970, se estandarizaron nueve áreas de conocimiento: agricultura; bellas artes; ciencias naturales, ciencias sociales (incluyendo economía), derecho, humanidades, educación, ingeniería y medicina (UNESCO-PNUD, 1981). [2]

En esta misma época se fundaron los consejos científicos nacionales en América Latina: en 1950 el Instituto Nacional de Investigación Científica (INIC) en México, en 1951 el Consejo Nacional de Investigaciones (CNPq) en Brasil, en 1958, el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET) en Argentina. En 1963, se creó la Oficina Regional de Educación de la UNESCO para América Latina y el Caribe (OREALC) con sede en Santiago de Chile, con el propósito de apoyar a los estados miembros de la región en la definición de estrategias para el desarrollo de sus políticas educativas. Este proceso de regionalización promovido desde la UNESCO favoreció la aparición de centros académicos periféricos en algunas ciudades latinoamericanas como Buenos Aires, México, São Paulo, Santiago de Chile, como veremos enseguida.

La ayuda externa y la institucionalización de las ciencias sociales

No sólo los organismos internacionales como la OEA y la UNESCO tuvieron un papel fundamental en el desarrollo del campo científico en general y de las ciencias sociales en especial, desde los primeros años de la segunda posguerra. Cabe también mencionar los programas de cooperación científica promovidos por agencias gubernamentales, como las norteamericanas International Cooperation Administration (ICA), Fulbright Program y US-AID; y las europeas International Development Research Cooperation (IDRC, Canadá), Swedish Agency for Research Cooperation (SAREC, Suecia), NOVIB-CEBEMO (Holanda), CNRS-CCFD (Francia). Un peso singular tuvieron, además, las fundaciones privadas, como las norteamericanas, Ford, Carnegie y Rockefeller, y las alemanas Misereor, Adveniat y Konrad Adenauer. Una parte importante de los subsidios otorgados por éstas en América Latina correspondían al rubro “desarrollo universitario”, que implicaba inversiones de infraestructura, bibliografía y equipamiento tecnológico. La mayoría de los especialistas en ciencias sociales extranjeros convocados para dar clases en las primeras escuelas de sociología de la región se trasladaron con becas de estas fundaciones. Esta ayuda externa de diverso origen impulsó, desde mediados de la década de 1940, la circulación de estudiantes latinoamericanos en los sistemas de posgrado norteamericanos y europeos. Una tendencia que se revirtió, parcialmente, entre 1960 y 1970, con la aparición de centros de formación de posgrado en Chile, Argentina y Brasil (García, 2005; Trindade, 2005a; Ansaldi y Calderón, 1989).

Vale la pena destacar asimismo otra organización que jugó un papel importante en la institucionalización de las ciencias sociales y que ha sido menos estudiada: nos referimos a la Iglesia Católica, que tuvo un papel fundamental para la expansión de estas disciplinas en el sistema de educación superior de la región, desde mediados del siglo XX. Todo esto transcurrió durante un período de renovación que traería aparejados grandes cismas dentro del cristianismo y el surgimiento de nuevas corrientes teológicas, especialmente en Alemania (Bultmann, Moltmann, Metz, Rahner) y en Francia (Calvez, Congar, Lubac, Chenu, Duquoc). Estas nuevas tendencias se nutrían del socialcristianismo esbozado en el Concilio Vaticano I, que había sido impulsado por el papado de León XIII, invitando a renovar la filosofía de Santo Tomás de Aquino con el fin de elaborar una nueva perspectiva concordante con la fe. Las bases del neotomismo fueron establecidas en tres instituciones básicas, que se convirtieron en altas casas de estudios teológicos –y luego también sociales– animadas principalmente por padres jesuitas o dominicos: el Instituto Católico de París, la Universidad de Lovaina y la Universidad Gregoriana (Krebs, 1993: 5). Esta apertura a las preocupaciones de la filosofía moderna y las ciencias sociales, dio como resultado nuevas formas de cristianismo social y una pujante sociología religiosa que pretendía explicar la distancia producida entre las estructuras eclesiásticas y las prácticas religiosas. Entre las congregaciones más activas y con mayor interés por América Latina, podemos mencionar el grupo Économie et Humanisme, alentado por el padre dominico Jacques Lebret y los estudios acerca de la crisis sacerdotal que impulsó la Compañía de Jesús desde la Federación de Estudios Socio-Religiosos (FERES). Todo este movimiento intelectual muestra, como ha sostenido Löwy (1998) que el Concilio Vaticano II (1962-1965) no inauguró las transformaciones del mundo católico, sino que legitimó y sistematizó las nuevas orientaciones existentes.

Durante la década de 1950, estas preocupaciones de la Iglesia estimularon al Vaticano a participar en la mayoría de los organismos internacionales. Fue particularmente activa su intervención en la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), con sede en Roma, desde 1951. Aún no siendo Estado Miembro de la UNESCO, el Vaticano tuvo “observadores” en los grupos de trabajo de sobre ciencias sociales. Emprendió campañas mundiales contra el hambre y patrocinó proyectos de “desarrollo humano”. Impulsó la creación de los CIAS (Centro de Investigación y Acción Social) que jugaron un papel central en el proceso del Concilio Vaticano II. Finalmente, las universidades católicas, creadas en América Latina mayormente entre 1940 y fines de la década de 1960, hicieron una fuerte apuesta por las ciencias sociales (Beigel, 2010c).

El desarrollo de las ciencias sociales en América Latina y la consolidación de los centros periféricos

Es un lugar común, en la literatura especializada, la generalización acerca de que las universidades norteamericanas tenían un alto prestigio en la región y “constituyeron el paradigma, cuya imitación se apoyó en la asistencia técnica bilateral o de los organismos internacionales, y en importantes préstamos, en el otorgamiento de los cuales el BID jugó un papel destacado” (UNESCO-PNUD, 1981: VIII-35). Sin embargo, la preocupación por la autonomía intelectual existió desde la misma constitución de un “campo cutural” latinoamericano y, por supuesto, también en la etapa fundacional de las ciencias sociales en la región. La diversidad de organizaciones en juego y la cantidad de recursos materiales y humanos disponibles en el sistema de cooperación no implicaba que los “receptores” de la ayuda externa fuesen agentes pasivos en el proceso. Resulta evidente que la participación de los gobiernos latinoamericanos en la UNESCO fue determinante para que llegaran a buen puerto las iniciativas dirigidas a mejorar la enseñanza de las ciencias sociales y que la eficacia de todas estas iniciativas dependía, en gran medida, de la existencia o no de tradiciones intelectuales nacionales y de bases institucionales preexistentes. Por ello cobra sentido analizar cuáles eran esas bases, qué papel jugaron las elites universitarias locales, de qué modo se apropiaron de los recursos y en qué medida incidieron en la orientación de las políticas de promoción de las ciencias sociales, así como en su concentración en determinadas ciudades.

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