Schillebeeckx resume esta interpretación modernista de la revelación diciendo que “en la predicación externa de la Iglesia el creyente reconoce aquello que él experimenta interiormente” (Ibidem, p. 185). La revelación no consiste en comunicación de verdades, sino en la experiencia de un contacto místico con Dios, por parte del creyente.
Sin embargo, este contacto informulado, no conceptual, con Dios que se revela, es expresado y formulado espontáneamente en una especie de “conocimiento profético” cuyos elementos son tomados de la cultura contemporánea del profeta que recibe la revelación (Schillebeeckx, 1970, p. 184).
Vemos, por lo tanto, cómo Tyrrell –que representa con estas afirmaciones la posición característica de los modernistas, respecto a esta cuestión– muestra una actitud que viene a ser la antítesis del excesivo racionalismo de los neoescolásticos de su época. Tyrrel tiene una idea de lo experiencial en la que no se integra la actividad conceptual de la inteligencia. A veces parece caer en un reduccionismo afectivo o emocional respecto a la experiencia. Ya Romano Guardini se quejó de esta tendencia en su época.
Nos encontramos, ante todo, con una tendencia a considerar el mundo –es decir, el contexto de lo inmediatamente experimentable– como lo único real y relevante, y partir únicamente de él para dar respuesta a los problemas de la vida (Guardini, 1997, p. 424).
1.2.3. La idea de una experiencia de revelación sin
captación de verdades provocó su rechazo por
el Magisterio eclesial
Una cosa es reconocer que buena parte de los teólogos neoescolásticos de los siglos XVIII y XIX, con su énfasis en subrayar el lugar de la razón en la reflexión teológica, cayesen en un racionalismo excesivamente desentendido de los sentimientos y las intuiciones en la vivencia de la fe (hoy podemos decir: desentendidos de los potenciales psicológicos del hemisferio cerebral derecho), y otra cosa es pretender inhibir la actividad de la inteligencia racional en la vivencia religiosa.
Es cierto que en algunas épocas, y respecto a algunos grupos humanos, las reflexiones de los teólogos no habrán suscitado interés ni confianza y no habrán sido una ayuda para el fortalecimiento de la fe, a causa de un lenguaje excesivamente racional, frío, y alejado del área de los sentimientos y de las experiencias espirituales profundas (sin hablar de cuando sólo se escribía sobre teología en latín). Pero también es cierto que para otros grupos humanos, para los que sólo es creíble lo que pueda verse bien fundamentado –en especial entre los de mentalidad científica– a quienes inspirará más respeto y confianza una reflexión teológica que parta de hechos históricos científicamente acreditados, y de conclusiones alcanzadas con buenos razonamientos, no les inspirarán confianza, ni les ayudará a una fe cristiana adulta, las meras narraciones de experiencias religiosas subjetivas de supuestos místicos o de personas de gran espiritualidad, que se expresen con un lenguaje movilizador de sentimientos pero que deje en ayunas el hambre de afirmaciones verdaderas razonadas por parte de la inteligencia.
Hay que tener presente que una de las diferencias entre las religiones místicas asiáticas y las abrahámicas es que en aquéllas no está claro que se dé la experiencia de revelaciones divinas –de comunicaciones de hechos o verdades al ser humano por parte de Dios– aunque sí se dé en ellas la experiencia de la relación y unión con la Divinidad. En todo caso, de admitir en ellas la revelación sería entendiéndola según un modelo diferente de la misma, estrictamente experiencial, sin contenidos cognitivos conceptualizables, tal como señalan, entre otros, Dulles (1992) y Dupuis (2000, 2002), y que Schillebeecks lo resume así:
Las religiones orientales hablan de la relación con Dios, pero no de la revelación de Dios. No conocen este concepto. Hay en ellas una mística del hombre, que, en su interioridad, encuentra a Dios; una especie de redención realizada por el hombre mismo, que entra en sí mismo y encuentra a Dios en su intimidad. El origen de la revelación con Dios es el hombre mismo.
Hay una gran diferencia entre estas religiones y las religiones monoteístas: en éstas Dios, como persona, se comunica (Schillebeeckx, 1994, p. 94).
Recordemos ejemplos de convicciones cristianas: a) que el Universo no es una realidad solitaria, sino obra de una Divinidad amorosa que invita al ser humano a que colabore en la construcción de una Nueva Humanidad; b) la convicción de un Tú divino al que nos podemos dirigir y que nos escucha; c) la convicción de que en Yeshúa de Nazaret se lleva plenamente a cabo el hecho de una imagen humana de la Divinidad, de su sabiduría y sentimientos; d) que el ser humano está destinado a la plenitud de la vida eterna después de la muerte siempre que él libremente acoja la invitación divina; e) que Jesucristo, o el Espíritu divino presente en él, es el alimento o energía principal de la vida de los que viven de acuerdo con sus actitudes, estén o no explícitamente implicados entre sus seguidores; f) que Jesucristo resucitado está espiritual y realmente presente en distintas situaciones humanas posibles que él nos anunció (en el marginado con el que actuamos misericordiosa y justamente; en donde dos o tres se reúnan en su nombre, en la celebración de la Eucaristía, etc.), y así otras muchas convicciones cristianas.
Pues bien, todas ellas son afirmaciones que considero proposiciones verdaderas y suficientemente acreditadas como revelaciones divinas, principalmente por mediación de Jesucristo. No se trata exclusivamente de unas experiencias místicas –una especie de profundos sentimientos o emociones religiosos– vividas por profetas, o por Jesús de Nazaret, y luego por los cristianos, que no contengan comunicación de verdades, y que sólo posteriormente han sido transformadas o conceptualizadas en proposiciones cognitivas. Además, como ya he indicado varias veces, habrá que poder comprobar: a) si las supuestas experiencias de revelación por parte de los profetas pueden acreditar su origen sobrenatural, y b) si el contenido del mensaje no exige abstenerse de todo ejercicio de una razón inteligente.
Sólo la creencia en Dios que ha sido sometida a prueba por la razón y ha resistido al examen, que ha sido puesta en contraste con el resto de los conocimientos y ha resultado acorde con ellos, tiene la solidez suficiente y la seguridad de una convicción realmente bien fundamentada […]
No hay nada más peligroso que una religión que tiene la pretensión de prescindir de la razón. Inevitablemente desemboca en el fanatismo, en el iluminismo, en el oscurantismo (Danielou, 1966, 3ª ed., p. 63).
Eso sí, insistiendo en lo ya dicho sobre la validez o no de afirmaciones sobre Dios y sobre sus revelaciones, inevitablemente expresadas con conceptos humanos, como la afirmación “Dios es bueno”, lo mismo hay que decir sobre las precauciones a tener en cuenta sobre cualquier otra afirmación que atribuya algo a la Divinidad, a sus pensamientos, sentimientos y proyectos, a partir de palabras y conceptos humanos siempre limitados.
El conocimiento objetivo de fe se realiza en un acto tendencial: propiamente hablando, no aplicamos a Dios el contenido de representación puramente conceptual de “padre” y de “hijo”, sino que en la línea de estos contenidos conceptuales –y no en ninguna otra– podemos realmente alcanzar a Dios. Dios como tal es, efectivamente Padre e Hijo, pero nos es imposible llegar a una representación propia de esta paternidad y de esta filiación. Misterio y comprensión objetiva van aquí juntos (Schillebeeckx, 1970, p. 191).
Las interesantes intenciones de Tyrrell y otros teólogos modernistas, de presentar a sus contemporáneos el cristianismo de una forma más experiencial y menos racionalista, quedaron malogradas a causa de sus exageraciones, al subrayar la importancia de la experiencia subjetiva de carácter afectivo, y desentendiéndose de la dimensión conceptual, es decir, de la posibilidad de comunicaciones divinas informativas sobre aspectos de la realidad divina o humana. Estas exageraciones provocaron una reacción de rechazo por parte del magisterio del papa Pío X, en cuyos documentos magisteriales, por desgracia, desaparecía la parte válida de la aportación de los teólogos modernistas. En él pudo influir el sentimiento de miedo, por parte de la mayoría de los teólogos neoescolásticos, no sólo por su percepción de irracionalismo en la concepción modernista de la revelación, sino principalmente por su reclamación de una investigación de los textos bíblicos, y de los dogmas, a partir de estudios históricos científicos y una relectura hermenéutica ajena a todo resto de literalidad fundamentalista.
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