Podrán sobrevivir únicamente las espiritualidades que tienen en cuenta la responsabilidad del hombre; que conceden valor a la existencia material, al mundo técnico y, en general, a la historia. Deberán morir las espiritualidades de evasión, las espiritualidades dualistas (De Fiores, 1983, p. 470).
Conceder importancia a la experiencia de la espiritualidad humana implica una concepción sobre el ser humano –una antropología– que no reduce su ser a la infraestructura material de la persona –lo corporal– más la estructura y funcionamiento psíquico –llámese lo mental o lo anímico. Se reconoce un tercer potencial que capacita al ser humano a abrirse al entorno cósmico y/o divino que le trasciende y le envuelve, a la vez que está en lo más profundo de su existencia individual. La espiritualidad nos capacita para vivir una relación consciente y afectiva con esa Realidad transpersonal o suprapersonal, que en la fe cristiana –como también en otras de las cosmovisiones teístas– se concibe como un Tú divino, fuente de sabiduría para la vida, y al que podemos expresar nuestras aspiraciones, sentimientos e interrogantes.
Raimon Panikkar, que fue durante años catedrático de Religiones y Místicas comparadas en la Universidad de Berkeley (California), acostumbraba a referirse a tres niveles de profundidad de la experiencia básica de la vida.
Esta experiencia básica puede adquirir diversos niveles de profundidad –que son inseparables. Hay quienes se sienten vivos porque notan la sangre palpitar en sus venas con toda la riqueza de esta metáfora, que incluye la pasión y el sentimiento. Hay quienes se sienten máximamente vivos cuando piensan; esto es, cuando se dan cuenta de que están dotados de una asombrosa capacidad de tomar el pulso a la realidad –hay una experiencia intelectual de la Vida. Y hay, en tercer lugar, quienes se percatan, con mayor intensidad además, de que la Vida les trasciende, que les ha sido dada, que es un don, una gracia, aunque a veces aparezca a algunos pocos como una des-gracia. Las tres experiencias van unidas, predominando la una o la otra. Hablamos de la experiencia corporal, de la anímica y de la del espíritu siguiendo la antropología tripartita tradicional (Panikkar, 2005, p. 21).
Y, refiriéndose a la espiritualidad, a la vivencia del nivel más profundo de esa experiencia básica, la entendía como el saber y querer concentrarse en lo esencial.
Reduciendo a su esencia la multitud de prácticas “espirituales”, llámese meditación, yoga, contemplación, vipassana, tantra, ching, o lo que fuere, todo se reduce a que nos concentremos en lo esencial, seamos plenamente conscientes del hecho de que estamos vivos y de que vivamos esta vida en su plenitud sin las distracciones que nos tientan (Ibidem, pp. 19s.).
Cuando la persona logra prestar suficiente atención a este tercer nivel de la experiencia vital básica, de tal forma que los otros dos niveles queden bien integrados en ella, habrá alcanzado lo que Panikkar denomina “experiencia integral de la Vida”.
Si tuviera que esbozar con mis palabras esta experiencia integral de la vida diría que es la vivencia completa tanto del cuerpo, que se siente vivir con palpitaciones de placer y dolor, como del alma, con sus intuiciones de verdad y sus riesgos de error, añadidas a las fulguraciones del espíritu que vibra con amor y repulsión […] La experiencia de la Vida es corporal, intelectual y espiritual al mismo tiempo. Igualmente hubiéramos podido decir que es material, humana y divina –cosmo-teándrica (Ibidem, p. 27).
Todo ser humano tiene –aunque sea en potencia, como una capacidad que puede o no cultivar– la experiencia de la espiritualidad, una experiencia que no nos deshumaniza sino que como seres humanos nos enriquece. “Nos hace ver que nuestra vida es más (no menos) que pura racionalidad” (Ibidem, p. 21).
En general parece que los autores utilizan el término mística para experiencias espirituales excepcionales por su profundidad e impacto, y al decir “excepcionales” no me refiero a aquéllas en las que ocurren fenómenos extraordinarios como visiones, locuciones, levitaciones, etcétera, que en la espiritualidad cristiana –y en otras– es considerado algo secundario, y que debe evitar sobrevalorarse cuando ocurren. Pero no faltan autores que utilizan el término “mística” como equivalente a espiritualidad. Personalmente opto por la primera posición. No voy en este apartado a detenerme en la experiencia de la mística, ya que en el siguiente recogeré su definición por parte de Martín Velasco, al diferenciar tres tipos o niveles de “experiencia religiosa”. De todas formas veo procedente adelantar aquí un párrafo de la antropóloga puertorriqueña López-Baralt que percibo como una satisfactoria definición descriptiva.
Es radicalmente imposible describir con precisión el fenómeno místico; por fuerza hay que acercarse de manera aproximativa a ese instante supremo en el que el ser humano percibe, en un estado alterado de conciencia y más allá de la razón, de los sentimientos, del lenguaje y del espacio-tiempo, la unidad participante con el Amor infinito. Muchos místicos como la madre Ana de Jesús, destinataria del cántico espiritual de Juan de la Cruz, han reverenciado con el silencio esta cognitio Dei experimentalis o experiencia directa de Dios que acontece sin mediación alguna (López-Baralt, 2005, pp. 617s.).
Y como síntesis de lo propio de toda mística en el marco de una cosmovisión religiosa teísta, Grom ofrece este párrafo:
Según esto, los místicos teístas entienden la unio mystica no como una identidad ontológica con Dios, sino como una compenetración, como un estar el uno dentro del otro (“Yo estoy en ti y tú estás en mí”) como una unión con el amado (desposorios místicos, mística nupcial), o como un “desaparecer” (en árabe fana), en el sentido en que lo entiende el sufismo. Los autores cristianos e islámicos han descrito a veces la unión mística como identidad entre los hombres cognoscentes y el Dios conocido –como ya antes que ellos hizo Plotino– pero en la mayoría de los casos han entendido estas afirmaciones como expresión de una vivencia subjetiva y no como una afirmación ontológica (Grom, 1994, p. 378).
1.2. El resurgimiento en el cristianismo del interés
hacia lo experiencial
1.2.1.El cristianismo: una “religión profética” en la que
se ha valorado también lo místico
Al referirme a las influencias que hayan podido ejercer sobre el cristianismo, algunas variantes de las tradiciones religiosas hindúes y budistas, he resaltado su probable contribución, durante los últimos decenios, en la recuperación del interés hacia lo experiencial y lo místico por parte de grupos cristianos.
Algunos sectores del cristianismo, cansados por una sensación de exceso de institucionalización –de precisiones doctrinales, directrices éticas, normativas litúrgicas– se han sentido atraídos hacia estas religiones más desorganizadas, y menos responsabilizadoras respecto a los problemas del mundo. Otros, en cambio, han permanecido en las iglesias cristianas pero han redescubierto, tras contactos con maestros asiáticos –o europeos– de formas diversas de meditación yoga, zen, y otras, la importancia de las experiencias del silencio, la contemplación religiosa, la meditación, la oración personal genuina, etc. Han recuperado el respeto hacia la dimensión experiencial contemplativa, meditativa y mística que estuvo presente en distintas corrientes de la historia de las espiritualidades cristianas.
La fe incluye en sí misma la dimensión experiencial o de la praxis cristiana. La teología, pues, para ser fiel a sí misma, no podrá limitarse a su dimensión cognoscitiva de la revelación, sino que deberá tomar en consideración la reflexión sobre “lo vivido” de la fe eclesial. La falta de un polo o del otro provocaría la disolución. En otras palabras, “fe creída” y “fe vivida” son las dos caras de la misma moneda: “la experiencia vivida cristiana” (García, J.M., 2015, p. 228).
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