El orden que seguiré, al referirme a estas cuatro áreas de la espiritualidad, tanto en el capítulo tercero como en los siguientes, será –comenzando por la que ha tendido a ser infravalorada–, el siguiente: a) el trabajo; b) las experiencias comunitarias civiles y eclesiales; c) las liturgias; d) la meditación y la oración.
La parte segunda –POTENCIALES PSICOLÓGICOS EN LA ESPIRITUALIDAD– tiene como objeto principal mostrar cómo una experiencia auténtica y profunda de la fe religiosa implica también la participación de los distintos potenciales psicológicos de la persona. En la clasificación que ofrecemos los creadores del modelo de la Psicoterapia Integradora Humanista (Gimeno-Bayón y Rosal, 2016 y 2017) –al referirnos al ciclo de la experiencia del fluir vital- diferenciamos entre los procesos sensoriales, los cognitivos (pensamiento intuitivo y lógico-discursivo), afectivos (emociones y sentimientos), la capacidad valorativa, los procesos decisorios, las capacidades de energetización, planificación y ejecución de lo decidido, las experiencias del encuentro y de la consumación, y la vivencia de la relajación. Mi intención es mostrar que una espiritualidad auténtica puede implicar en ella todo nuestro ser con el conjunto de estos potenciales psicológicos. Y no sólo puede, sino que es preferible que logre implicarlos. Esto parece tener que ver con lo que, según los evangelistas, Jesucristo destacó como el mandamiento principal: “Amarás a Dios con toda tu mente, corazón y fuerzas” (Marcos 12, 30). Es decir, con todo tu ser.
La experiencia religiosa integra y jerarquiza los componentes intelectual, volitivo y afectivo de la persona, obteniendo la conciencia de la unificación (al menos incoativa) del ser y la vida bajo la acción de Dios. Así, “la experiencia religiosa o es integrante y por lo mismo integral, o no existe en absoluto” (Mouroux) (García, J.M., 2015, p. 200).
La relevancia que puede atribuirse al crecimiento psicológico personal como favorecedor de una espiritualidad profunda debe evitar entenderse de forma reduccionista. Es decir, no se debe suponer que el crecimiento espiritual dependa sólo de la madurez psicológica, y se olvide el factor sobrenatural de la espiritualidad que, según el Cristianismo, depende de la inspiración y la fuerza del Espíritu Santo. Es decir, del Espíritu divino, que puede capacitar al cristiano a avanzar en su ideal de ser “otro Cristo”.
El ideal de contribuir con la propia vida a continuar la encarnación del espíritu del Evangelio en las peculiares circunstancias de cada cristiano. Circunstancias diferentes –por las raíces culturales, las situaciones históricas, los tipos de trabajo profesional, las edades de la vida, los estilos psicológicos de personalidad– de las que caracterizaron a la persona de Jesús de Nazaret.
Ciertamente que en la historia de la Teología Espiritual no todos han valorado la importancia de las condiciones peculiares de la naturaleza humana de cada cristiano como colaboradoras u obstaculizadoras posibles de los frutos de la gracia o acción del Espíritu Santo. Las dos tendencias que se han manifestado sobre esta cuestión quedan resumidas en estos párrafos de Zavalloni que veo procedente incluir aquí:
Al afirmar el problema de las relaciones entre gracia y naturaleza humana, dos tendencias se contraponen, según sea el punto de vista con que se enfoque el problema; esto implica también, consecuentemente, una elección de los medios de solución.
Por un lado, están los que parten del hecho innegable del pecado original y del consiguiente contraste entre naturaleza y gracia: miran con suspicacia el desarrollo de las fuerzas naturales, sobre todo de las que aparecen unidas a la parte orgánica del hombre; no prestan atención al ejercicio de las virtudes naturales y a la influencia del sustrato psicofísico en la vida espiritual e incitan a la lucha para suprimir o debilitar la sensibilidad y la afectividad; son los maestros del espíritu para los cuales la perfección cristiana consiste en crucificar la naturaleza, y el centro de la religión está en el calvario y la cruz.
Por otro lado, están los que toman como punto de partida el hecho de la redención y afirman que las fuerzas naturales, corroboradas y elevadas también ellas al orden divino, quedan armoniosamente entrelazadas con las de la gracia; sostienen que es una deformación del cristianismo presentarlo en su aspecto negativo, como un conjunto de prohibiciones, de renuncias, de desprendimientos y de dolores, que resultan tanto más lúgubres por la infinita noche del viernes santo dominado por la cruz; el cristianismo es la religión de la encarnación, es decir, de la sublimación de toda nuestra naturaleza en la humanidad de la persona de Jesucristo; es alegría, audacia, magnanimidad, espontaneidad, libertad, amor y amistad.
Entre las dos tendencias prevalece claramente la segunda, porque parece más coherente con los datos de la revelación y más conforme con las exigencias de hoy día. Para el hombre contemporáneo, “el cristiano perfecto, como el Verbo encarnado, será un hombre regenerado, un hombre perfecto”, porque en Jesucristo toda nuestra humanidad, con todas sus dotes, ha sido elevada al máximo honor; porque es válido el axioma de que la gracia no destruye, sino que perfecciona la naturaleza, sometiendo a su dominio y elevando cuanto de bueno hay en ella: recursos naturales, temperamento, tendencias, pasiones, hábitos adquiridos, descartando únicamente el pecado.
GRACIA/ESFUERZO: Es más, la naturaleza no sólo es elevada, sino reclamada por la gracia como condición, es decir, como presupuesto; porque la vida de la gracia se inserta en la actividad psicofísica del hombre y depende, por lo tanto, de los datos presentes igual que de los pasados. A este propósito ha escrito Truhlar: “Que el sol brille o no en el cielo no depende de que el suelo esté cultivado o no; pero si el sol brilla no es indiferente el que el suelo esté cultivado o sin cultivar: un erial es obstáculo para la eficacia fecundadora del sol. Lo mismo ocurre con la gracia; tener o no tener la gracia no depende del hombre, sino de la libertad de Dios; el hombre, sin embargo, puede poner obstáculos y frustrar sus efectos cuando Dios le ofrece la gracia”.
La condición natural puede decirse que es una preparación para la actividad de la gracia. Efectivamente, siendo ésta un don racional, puede establecer determinadas condiciones para su recepción y eficacia: si éstas faltan, o no se da o no se da eficazmente (Zavalloni, 1983, p. 1196).
La doctrina del Concilio Vaticano II, sobre todo la presente en la Constitución Gaudium et Spes mostraba con claridad el respeto que la Iglesia quiere conceder en la actualidad a las aportaciones de las ciencias humanas. Veamos algunos párrafos en los que se destaca esta actitud.
Los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos técnicos (Constitución Gaudium et Spes, n. 5).
Hay que reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo en psicología y en sociología, llevando así a los fieles a una más pura y madura vida de fe (Ibidem, n. 62).
A partir de lo expuesto, vemos que las aportaciones de la Psicología pueden constituir, en principio, una colaboración fecunda con las de la Teología, para el estudio sobre la Espiritualidad. De esta forma se comprende que Zavalloni no tenga inconveniente en definir la Teología Espiritual como “el estudio del desarrollo de la vida espiritual en sus condiciones psicológicas” (Ibidem, p. 1195). Y el padre Gabriel de Santa María –destacado especialista en la materia– que logró una síntesis en el debate sobre dos enfoques contrapuestos en el estudio de la Espiritualidad (los reduccionismos teológico o psicológico) pudiese titular uno de sus principales artículos en estos términos: Indole psicologica della teologia spiritualle (1940). Y mostrase la complementariedad, por ejemplo, entre las detalladas descripciones psicológicas de experiencias místicas por parte de santa Teresa de Ávila y las explicaciones teológicas de san Juan de la Cruz.
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