Sobre la presencia de siete potenciales psicológicos en la espiritualidad de Jesucristo –a partir de los datos de los Evangelios– y sobre su posible implicación en la espiritualidad de un hombre o mujer del siglo XXI, me ocupo en los capítulos cuarto a décimo.
PARTE PRIMERA
CUESTIONES FUNDAMENTALES
Capítulo primero
LA ESPIRITUALIDAD COMO DIMENSIÓN EXPERIENCIAL DE LA FE RELIGIOSA
1.1. Qué entiendo por espiritualidad
Entiendo por espiritualidad toda vivencia auténtica y profunda de una fe religiosa, o también de una apertura a la dimensión transpersonal o trascendente de la existencia humana, la cual cabe también ser experimentada desde el agnosticismo o el ateísmo humanista. Una vivencia auténtica y profunda de la experiencia de sentirse un ser contingente y finito ante el misterio de una Realidad absoluta e infinita, llámese Realidad divina, Dios/a, Yahwé, Alá, Universo, etcétera.
En el transcurso de la historia humana la religión ha puesto sobre la mesa, entre otras muchas cosas e intereses, el hecho de que, a lo largo y a lo ancho de su trayectoria desde el nacimiento hasta la muerte, el hombre es un ser finito con anhelos de infinito (ens finitum capax infiniti) (Duch, 2012, p. 203).
Aunque aquí voy a ocuparme principalmente de la espiritualidad en el marco de la cosmovisión teísta cristiana, sin embargo seguramente buena parte de lo que afirme podrá ser válido también para una espiritualidad hindú (sea teísta o panteísta o politeísta), o budista, o judía, o musulmana, o –como he dicho– agnóstica o atea.
Al decir “una vivencia auténtica y profunda” quiero decir que la persona que la viva esté implicada de verdad en esa experiencia, con sus potenciales sensoriales, afectivos, cognitivos y práxicos, es decir con todo su ser. Y que esta implicación de su persona, dada la importancia de esta dimensión de su existencia, sea vivida con suficiente profundidad. Entre otras consecuencias, se tratará de una espiritualidad afectiva (con sentimientos, emociones y motivaciones), inteligente, y comprometida en la praxis social. Refiriéndose a esta implicación plena de la persona, en el mensaje evangélico cristiano se subraya que el mandamiento principal es “Amarás a Dios con todo el corazón, mente y fuerzas”, que equivale a decir con la implicación de todos los potenciales humanos. También se dice: “Si no amáis a los hombres a quienes veis, ¿cómo vais a amar a Dios a quien no veis?” (1 Juan 4, 20).
Es fácil comprender que este tipo de vivencia auténtica y profunda de una fe religiosa no queda garantizada únicamente a través de: a) el cumplimiento externo de unas prácticas litúrgicas; b) el cumplimiento por acatamiento de unas normas morales; y c) el conocimiento, al menos en lo básico, del contenido de una doctrina religiosa, unas normas morales y unos ritos litúrgicos. Efectivamente, una persona puede ser cumplidora de estas normas y costumbres con muy poca o a veces nula implicación, por ejemplo, de sus motivaciones o aspiraciones, sus sentimientos y emociones, sus sucesivas decisiones para una praxis humanizadora y evangelizadora, y con un conocimiento muy superficial de los contenidos y fundamentos de sus creencias, en proporción a su nivel cultural.
Las personas no creyentes que tengan ocasiones para observar la conducta de estos cristianos más o menos adoctrinados y cumplidores –que se definirán a veces como “católicos practicantes”– y que tengan oportunidades de escuchar sus palabras sobre cuestiones religiosas o eclesiales, no podrán comprobar que se encuentren ante personas cristianas con una vivencia auténtica y profunda de su fe religiosa, con personas para las cuales sus creencias cristianas no constituyan una mera costumbre más o menos heredada desde la infancia. No percibirán a una persona cuya vinculación a Jesucristo y a su mensaje religioso constituya una experiencia vital profunda con la implicación de aspiraciones, sentimientos y emociones, y de convicciones de las que puedan dar razón, de acuerdo con su nivel intelectual. Podrán percibir a estas personas como gente valiosa por sus virtudes éticas y cumplidoras de lo básico de sus compromisos religiosos, pero no podrán captar señales de una auténtica experiencia de la espiritualidad cristiana, y menos de una mística.
Como un ejemplo de definición descriptiva, me resulta satisfactoria la ofrecida por Ignacio Ellacuría, filósofo discípulo de Xavier Zubiri y teólogo vinculado a la teología de la liberación.
La espiritualidad cristiana no es sino la presencia real, consciente y reflejamente asumida, del Espíritu Santo, del Espíritu de Cristo en la vida de las personas, de las comunidades y de las instituciones que quieren ser cristianas (Ellacuría, 1993, p. 415).
Un cristiano auténtico considera algo esencial en su praxis vital el estar profundamente compenetrado con Jesucristo y su mensaje. San Pablo dice: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Gálatas, 2, 20). Esto ha llevado a numerosos autores a proponer el ideal de llegar a ser como “otro Cristo”, tratando de aplicar el espíritu del Evangelio en las distintas situaciones y experiencias de su vida, y confiando en dejar alguna influencia cristiana en las comunidades o instituciones en las que se encuentre implicado. Y es consciente de que para el logro de esta compenetración se requiere su actitud profundamente receptiva a las inspiraciones y energías del Espíritu de Cristo, es decir, del Espíritu Santo. Con esta actitud la espiritualidad cristiana será una realidad en su vida.
Afirmando que se trata de la presencia del Espíritu de Cristo “en la vida de las persona, de las comunidades y de las instituciones” queda claro que no constituye una experiencia para vivir de vez en cuando, los tiempos que podamos dedicar a “prácticas espirituales”. La tendencia a pensar que los cristianos y cristianas que viven sus actividades en el mundo –los laicos–, sólo cultivan la espiritualidad cuando practican la Eucaristía o algún otro sacramento, o cuando dedican algún tiempo a la meditación u oración privada, es un modo de pensar superado; una forma de reduccionismo respecto a la espiritualidad.
Hace ya tiempo que podemos hablar sobre la espiritualidad del trabajo, de la familia, de las relaciones de pareja y paterno-filiales, la espiritualidad de las actividades civiles –los diversos tipos de trabajo profesional– la ciencia, las artes, la política, el deporte, las celebraciones festivas. En cambio, como ya he dicho, hay formas de rezar, o de practicar la Eucaristía o los sacramentos, en los que apenas tendrá lugar una experiencia auténtica de espiritualidad.
Dado que los antiguos tratados sobre Ascética y Mística, integrados en el actual concepto de Espiritualidad, prestaban poca atención a la espiritualidad de las actividades típicamente laicales, dedicaré una atención importante a éstas, especialmente al trabajo (profesional, o social., o político, etcétera).
Lo cierto es que entre las “prácticas espirituales o religiosas” y el trabajo civil; entre la vivencia contemplativa (meditación, oración…), y la actividad en el mundo ha de haber una interrelación fecunda en una espiritualidad cristiana.
Así, lo espiritual y lo material, lo individual y lo social, lo personal y lo estructural lo trascendente y lo inmanente, lo cristiano y lo humano, lo sobrenatural y lo natural, la conversión y la transformación, la contemplación y la acción, el trabajo y la oración, la fe y la justicia, etc. no se identifican entre sí de tal modo que cultivando uno de los extremos se cultiva ipso facto el otro, que no sería si no su reflejo a añadidura accidental; pero tampoco se separan de tal modo que puedan cultivarse sin una intrínseca, esencial y eficaz determinación mutua (Ellacuría, 1993, p. 413).
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