Flora Thompson - Trilogía de Candleford

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La
Trilogía de Candleford, compuesta por los volúmenes
Lark Rise, Vuelta a Candleford y
Candleford Green, es un clásico de la vida rural británica a finales del siglo XIX inspirado en la infancia y juventud de la propia autora.Cuenta la historia de tres comunidades de Oxfordshire estrechamente relacionadas: la aldea de Juniper Hill (Lark Rise), donde Flora creció; Buckingham (Candleford), una de las ciudades más cercanas, y el pueblo vecino de Fringford (Candleford Green), en el que Flora consiguió su primer trabajo en la oficina de correos local.Un gran canto a la Inglaterra rural victoriana, cuyas páginas han inspirado dos obras de teatro en Londres y una célebre serie de diez capítulos de la BBC en 2008, que dio a conocer la obra de Flora Thompson en todo el mundo.

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Solo había otro entretenimiento ambulante que llegaba de cuando en cuando a la aldea, y eran las muñecas bailarinas. En este caso, ¡y desgraciadamente!, la representación no tenía lugar al aire libre, sino en el interior de una casa a la que se podía acceder previo pago de un penique y, puesto que dicha casa no era de las más limpias, Laura no tenía permitido asistir a esta actuación. Los que la habían visto contaban que las muñecas estaban sujetas con alambres y que el hombre que las manejaba también hablaba por ellas, de modo que debía de tratarse de algún tipo de representación de marionetas.

Una vez, cuando todavía llevaban poco tiempo asistiendo a la escuela, los niños de la última casa se habían encontrado con un hombre acompañado de un oso bailarín. El hombre, al parecer extranjero, se dio cuenta de que los niños estaban asustados y no se atrevían a pasar. De modo que para tranquilizarlos le ordenó a su oso que se pusiera a bailar. Con una larga vara colocada horizontalmente ante sus pezuñas delanteras, bailaba torpemente siguiendo el ritmo del vals que su amo silbaba. Después se puso la pértiga al hombro y comenzó a indicarle diversos ejercicios, que el animal ejecutaba acatando sus órdenes. Los ancianos de la aldea les dijeron que hacía muchos años que el oso aparecía esporádicamente por allí, pero esa ocasión fue la última. El pobre Bruin, con su pelaje roñoso y su aliento cálido y maloliente, nunca más fue visto por aquellos andurriales. Quizá murió de viejo.

Pero la visita que más emocionó a los vecinos de la aldea, y la que más tardaron en olvidar, fue la del chamarilero que apareció inesperadamente en una ocasión a mediados de la década. Una tarde de otoño, justo antes del anochecer, llegó con su carromato cargado de vajillas de loza y cacharrería de latón y comenzó a exponer sus mercancías sobre la hierba, a la vera del camino, ante un telón de fondo decorado con dibujos de icebergs, pingüinos y osos polares. Enseguida encendió sus lámparas de naftalina y comenzó a entrechocar escudillas que resonaban como campanas, mientras arengaba a los curiosos: «¡Vengan a comprar! ¡Vengan a comprar!».

Era la primera vez que el chamarilero visitaba la aldea, de modo que su aparición causó una gran excitación entre los vecinos. Hombres y mujeres, niños y niñas salieron apresuradamente de sus casas y empezaron a arremolinarse ante el círculo de luz para escuchar su chapurreo y examinar las mercancías. ¡Y menudas gangas tenía! Un juego de té decorado con grandes y esplendorosas rosas: veintiún piezas y ni una sola muesca en todo el lote. Al parecer, la reina había comprado un juego idéntico para el palacio de Buckingham. Teteras, bandejas, platillos y cuencos colocados por tamaños de mayor a menor, y el juego de dormitorio de porcelana que logró que todo el mundo se ruborizara cuando el vendedor escogió, de entre todos, el más íntimo utensilio del conjunto y le dio unos golpecitos con los nudillos, exhibiéndolo en el aire, para que todos los presentes pudieran comprobar que era auténtico.

—¡Dos chelines! —gritaba—. ¡Dos chelines por este hermoso juego de jarras! Eso es una para la cerveza y una para la leche, y otra más por si se rompe una de las otras dos. ¿Nadie se lanza? Entonces, ¿qué me dicen de este conjunto de bandejas traídas directamente del Japón y decoradas con peonías pintadas a mano? ¿O este juego de cuencos, réplica exacta del que la princesa de Gales usaba para comer sus gachas cuando nació el príncipe George? ¡Ah, señora, me han costado mucho más que eso! Mañana mismo me darían el doble nada más llegar a Banbury. Pero estoy dispuesto a dejarlos aquí esta noche… y ni siquiera lo llamaría vender, ¡pues me gustan sus caras y además llevo exceso de carga! ¡Escandalosas ofertas! ¡Tremendos precios! ¡Vengan y compren! ¡Vengan y compren!

Pero la gente apenas hacía ofertas. Una mujer ofreció tres peniques por una gran fuente para pudin, y otra, seis por una cazuela de latón. La madre de los niños de la última casa compró un rallador de nuez moscada y un juego de cucharones de madera para cocinar, y la mujer del tabernero se decidió por una docena de vasos y un ovillo de hilo. Entonces hubo una larga pausa durante la cual el vendedor entretuvo a la concurrencia con una aparentemente inagotable serie de chistes y descacharrantes anécdotas. Incluso cantó una canción:

En una ocasión un hombre por su jardín paseaba

y la garganta se cortó con una lasca de pizarra;

de su mujer él obviamente nada volvió a saber,

se golpeó con la tapa de una olla y nadie lo pudo prever.

Había una vez un joven atractivo y amable

que con una seta se envenenó una tarde.

También Joey en la cuna se asfixió con una cuchara de plata

y cuando esta horrible historia escuchéis

pálidos os pondréis como si hubierais estirado la pata.

Los ojos verdes se os pondrán de llorar y os sentiréis abrumados,

así que no finjáis que aquí nada ha pasado.

Un espectáculo muy divertido, sin duda, pero con eso no se ganaba dinero, y por fin empezó a darse cuenta de que en Colina de las Alondras no haría negocio.

—Que no se diga —imploró— que este es el lugar más pobre sobre la faz de la tierra. Compren alguna cosa, aunque solo sea por quedar bien. ¡Miren! —exclamó, cogiendo una pila de extraños platos—. Excelentes platos para ustedes. Todos ellos sobrantes de un servicio de primera categoría. Compren uno de estos y tendrán la satisfacción de saber que están comiendo en la misma vajilla que duques y lores. Solo por un penique y medio cada uno. ¿Quién compra? ¿Quién compra?

Hubo un pequeño rifirrafe por culpa de los platos, pues casi todos los presentes podían permitirse pagar un penique y medio. Pero cada vez que ofrecía algo más caro se topaba con un silencio de muerte. Algunas mujeres empezaban a sentirse incómodas. «Además de ser pobre, no lo parezcas» era otro de sus lemas, y era evidente que aquella situación no las dejaba en buen lugar. Pues ¿quién iba a resistirse a aquellas gangas teniendo dinero en los bolsillos?

Entonces sucedió algo gloriosamente inesperado. El hombre había vuelto a echar mano del juego de té con motivos florales y estaba enseñando una taza a las mujeres de la primera fila.

—¡Pero observen cómo la luz las atraviesa! ¡Mire esto, señora! También usted. ¿No es hermosa esta porcelana? Fina como una cáscara de huevo, prácticamente transparente…, y cada una de esas rosas ha sido pintada a mano con pincel. No dejarán escapar semejante joya, ¿verdad? Puedo ver cómo se les hace la boca agua. Entren en sus casas, queridas, y saquen las medias de debajo del colchón, y la primera que llegue tendrá el juego completo por doce chelines.

Las mujeres iban cogiendo amorosamente la taza, una tras otra, después meneaban la cabeza y se la pasaban a la siguiente. Ninguna de ellas tenía una media escondida con sus ahorros. Sin embargo, justo cuando la taza llegaba de nuevo a manos del hombre, que la cogió algo bruscamente porque estaba perdiendo la fe, se oyó una voz al fondo.

—¿Cuánto había dicho, señor? ¿Doce chelines? Le daré diez.

Era John Price, que justo la noche anterior había regresado de la India después de servir allí como soldado. Por lo general era un muchacho corriente, pues era abstemio y muy serio y no frecuentaba la taberna para beber, como habría hecho cualquier soldado que acaba de volver a casa. Pero, de repente, se convirtió en alguien importante. Todas las miradas se centraron en él. La valía de la aldea estaba en juego.

—Le daré diez chelines.

—No puedo hacerlo, compañero. Me ha costado más que eso. Pero, escucha, te diré lo que voy a hacer. Me das once con seis y añadiré al lote este precioso jarrón de plata dorada para la repisa de la chimenea.

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